III (parte 2)

156 3 0
                                    

Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Sabía que con la subida de los primeros calores sobrevendría algo nuevo para mí. Mi proceso estaba inscripto para la última reunión del Tribunal, que se realizaría en el mes de junio. La audiencia comenzó mientras afuera el sol estaba en su plenitud. El abogado me había asegurado que no duraría más de dos o tres días. «Por otra parte», había agregado, «el Tribunal tendrá prisa porque su asunto no es el más importante de la audiencia. Hay un parricidio que pasará inmediatamente después».
A las siete y media de la mañana vinieron a buscarme y el coche celular me condujo al Palacio de Justicia. Los dos gendarmes me hicieron entrar en una habitación pequeña que olía a humedad. Esperamos sentados cerca de una puerta tras la cual se oían voces, llamamientos, ruidos de sillas y todo un bullicio que me hizo pensar en esas fiestas de barrio en las que se arregla la sala para poder bailar después del concierto. Los gendarmes me dijeron que era necesario esperar al Tribunal y uno de ellos me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Me preguntó poco después si estaba nervioso. Respondí que no. Y aun, en cierto sentido, me interesaba ver un proceso. No había tenido nunca ocasión de hacerlo en mi vida. «Sí», dijo el segundo gendarme, «pero concluye por cansar.»
Después de un momento un breve campanilleo sonó en la sala. Me quitaron entonces las esposas. Abrieron la puerta y me hicieron entrar al lugar de los acusados. La sala estaba llena de bote en bote. A pesar de las cortinas, el sol se filtraba por algunas partes y el aire estaba sofocante. Habían dejado los vidrios cerrados. Me senté y los gendarmes me rodearon. En ese momento vi una fila de rostros delante de mí. Todos me miraban: comprendí que eran los jurados. Pero no puedo decir en qué se diferenciaban unos de otros. Sólo tuve una impresión: estaba delante de una banqueta de tranvía y todos los viajeros anónimos espiaban al recién llegado para notar lo que tenía de ridículo. Sé perfectamente que era una idea tonta, pues allí no buscaban el ridículo, sino el crimen. Sin embargo, la diferencia no es grande y, en cualquier caso, es la idea que se me ocurrió.
Estaba un poco aturdido también ante tanta gente en la sala cerrada. Miré otra vez hacia el público y no distinguí ningún rostro. Creo que al principio no me había dado cuenta de que toda esa gente se apretujaba para verme. Generalmente, los demás no se ocupaban de mi persona. Me costó un esfuerzo comprender que yo era la causa de toda esta agitación. Dije al gendarme: «¡Cuánta gente!» Me respondió que era por los periódicos y me mostró un grupo que estaba cerca de una mesa, debajo del estrado de los jurados. Me dijo: «Ahí están.» Pregunté: «¿Quiénes?», y repitió: «Los periódicos.» Conocía a uno de los periodistas que le vio en ese momento y se dirigió hacia nosotros. Era un hombre ya bastante entrado en años, simpático, con una cara gesticulosa. Estrechó la mano del gendarme con mucho calor. Noté en ese momento que toda la gente se reunía, se interpelaba y conversaba como en un club donde es agradable encontrarse entre personas del mismo mundo. Me expliqué también la extraña impresión que sentía de estar de más, de ser un poco intruso. Sin embargo, el periodista se dirigió a mí, sonriente. Me dijo que esperaba que todo saldría bien para mí. Le agradecí, y agregó: «Usted sabe, hemos hinchado un poco el asunto. El verano es la estación vacía para los periódicos. Y lo único que valía algo era su historia y la del parricida.» Me mostró en seguida, en el grupo que acababa de dejar, a un hombrecillo que parecía una comadreja cebada con enormes gafas de aro negro. Me dijo que era el enviado especial de un diario de París: «No ha venido por usted, desde luego. Pero como está encargado de informar acerca del proceso del parricida, se le ha pedido que telegrafíe sobre su asunto al mismo tiempo.» Ahí, otra vez, estuve a punto de agradecerle. Pero pensé que sería ridículo. Me hizo un breve ademán cordial con la mano y nos dejó. Esperamos aún algunos minutos.
Llegó el abogado, de toga, rodeado de muchos otros colegas. Fue hacia los periodistas y dio algunos apretones de mano. Bromearon, rieron, y parecían sentirse muy a su gusto, hasta el momento en que el campanilleo sonó en la sala. Todos volvieron a sus lugares. El abogado vino hacia mí, me estrechó la mano y me aconsejó que contestara brevemente a las preguntas que se me formularan, que no tomara la iniciativa y que confiara en él para todo lo demás.
Oí el ruido de una silla que hacían retroceder a la izquierda y vi a un hombre alto, delgado, vestido de rojo, con lentes, que se sentaba arreglando cuidadosamente la toga. Era el Procurador. Un ujier anunció la presencia del Tribunal. En el mismo momento comenzaron a zumbar dos enormes ventiladores. Tres jueces, dos de negro y el tercero de rojo, entraron con expedientes y caminaron rápidamente hacia el estrado que dominaba la sala. El hombre de toga roja se sentó en el sillón del centro, colocó el birrete delante de sí, se enjugó el pequeño cráneo calvo con un pañuelo y declaró que la audiencia quedaba abierta.
Los periodistas tenían ya la estilográfica en la mano. Aparentaban todos el mismo aire indiferente y un poco zumbón. Sin embargo, uno de ellos, mucho más joven, vestido de franela gris con corbata azul, había dejado la estilográfica delante de sí y me miraba. En su rostro un poco asimétrico no veía más que los dos ojos, muy claros, que me examinaban atentamente, sin expresar nada definible. Y tuve la singular impresión de ser mirado por mí mismo. Quizá haya sido por esto, o también porque no conocía las costumbres del lugar, pero no comprendí claramente todo lo que ocurrió en seguida, el sorteo de los jurados, las preguntas planteadas por el Presidente al abogado, al Procurador y al Jurado (cada vez todas las cabezas de los jurados se volvían al mismo tiempo hacia el Tribunal), una rápida lectura del acta de acusación, en la que reconocía nombres de lugares y de personas, y nuevas preguntas al abogado.
El Presidente dijo que iba a proceder al llamado de los testigos. El ujier leyó unos nombres que me atrajeron la atención. Del seno del público, informe un momento antes, vi levantarse uno por uno, para desaparecer en seguida por una puerta lateral, al director y al portero del asilo, al viejo Tomás Pérez, a Raimundo, a Masson, a Salamano y a María. Esta me hizo una ligera seña ansiosa. Estaba asombrado aún de no haberlos visto antes, cuando al llamado de su nombre se levantó el último: Celeste. Reconocí a su lado a la mujercita del restaurante con la chaqueta y el aire preciso y decidido. Me miraba con intensidad. Pero no tuve tiempo de reflexionar porque el Presidente tomó la palabra. Dijo que iba a comenzar la verdadera audiencia y que creía inútil recomendar al público que conservara la calma. Según él, estaba allí para dirigir con imparcialidad la audiencia de un asunto que quería considerar con objetividad. La sentencia dictada por el Jurado sería adoptada con espíritu de justicia y, en cualquier caso, haría desalojar la sala al menor incidente.
El calor aumentaba. En la sala los asistentes se abanicaban con los periódicos, lo que producía un leve ruido continuo de papel arrugado. El Presidente hizo una señal y el ujier trajo tres abanicos de paja trenzada que los tres jueces utilizaron inmediatamente.
El interrogatorio comenzó en seguida. El Presidente me preguntó con calma y me pareció que aun con un matiz de cordialidad. Se me hizo declarar otra vez sobre mi identidad y, a pesar de mi irritación, pensé que en el fondo era bastante natural porque sería muy grave juzgar a un hombre por otro. Luego el Presidente volvió a comenzar el relato de lo que y o, había hecho, dirigiéndose a mí cada tres frases para preguntarme: «¿Es así?» Cada vez respondí: «Sí, señor Presidente», según las instrucciones del abogado. Esto fue largo porque el presidente era muy minucioso en su relato. Entretanto, los periodistas escribían. Yo sentía la mirada del periodista más joven y de la pequeña autómata. La banqueta de tranvía se había vuelto toda entera hacia el Presidente. Este tosió, hojeó el expediente y se volvió hacia mí abanicándose.
Me dijo que debía abordar ahora cuestiones aparentemente extrañas al asunto, pero que quizá le tocasen bien de cerca. Comprendí que iba a hablarme otra vez de mamá y sentí al mismo tiempo cuánto me aburría. Me preguntó por qué había metido a mamá en el asilo. Contesté que porque carecía de dinero para hacerla atender y cuidar. Me preguntó si me había costado personalmente y contesté que ni mamá ni yo esperábamos nada el uno del otro, ni de nadie por otra parte, y que ambos nos habíamos acostumbrado a nuestras nuevas vidas. El Presidente dijo entonces que no quería insistir sobre este punto y preguntó al Procurador si no tenía otra pregunta que formularme.
El Procurador estaba medio vuelto de espaldas hacia mí y, sin mirarme, declaró que, con la autorización del Presidente, querría saber si yo había vuelto al manantial con la intención de matar al árabe. «No», dije. «Entonces, ¿por qué estaba armado y por qué volver a ese lugar precisamente?» Dije que era el azar. Y el Procurador señaló con acento cruel: «Nada más por el momento.» Todo fue en seguida un poco confuso, por lo menos para mí. Pero después de algunos conciliábulos el Presidente declaró que la audiencia quedaba levantada y transferida hasta la tarde para recibir la declaración de los testigos.
No tuve tiempo de reflexionar. Se me llevó, se me hizo subir al coche celular y se me condujo a la cárcel, donde comí. Al cabo de muy poco tiempo, exactamente el necesario para darme cuenta de que estaba cansado, volvieron a buscarme: todo comenzó de nuevo y me encontré en la misma sala, delante de los mismos rostros. Sólo que el calor era mucho más intenso y, como por milagro, cada uno de los jurados, el Procurador, el abogado y algunos periodistas estaban también provistos de abanicos de paja. El periodista joven y la mujercita estaban siempre allí. Pero no se abanicaban y seguían mirándome sin decir nada.
Me enjugué el sudor que me cubría el rostro y recobré un poco la conciencia del lugar y de mí mismo sólo cuando oí llamar al director del asilo. Le preguntaron si mamá se quejaba de mí y dijo que sí, pero que sus pensionistas tenían un poco la manía de quejarse de los parientes. El Presidente le hizo precisar si ella me reprochaba el haberla metido en el asilo, y el director dijo otra vez que sí. Pero esta vez no agregó nada. A otra pregunta contestó que había quedado sorprendido de mi calma el día del entierro. Le preguntaron qué entendía por calma. El director miró entonces la punta de sus zapatos y dijo que yo no había querido ver a mamá, que no había llorado ni una sola vez y que después del entierro había partido en seguida, sin recogerme ante su tumba. Otra cosa le había sorprendido: un empleado de pompas fúnebres le había dicho que yo no sabía la edad de mamá. Hubo un momento de silencio, y el Presidente le preguntó si estaba seguro que era de mí de quien había hablado. Como el director no comprendía la pregunta, le dijo: «Así lo dispone la ley.» Luego el Presidente preguntó al Abogado General si quería interrogar al testigo, y el Procurador gritó: «¡Oh, no, es suficiente!» con tal ostentación y tal mirada triunfante hacia mi lado que por primera vez desde hacía muchos años tuve un estúpido deseo de llorar porque sentí cuánto me detestaba toda esa gente.
Después de haber preguntado al Jurado y al abogado si tenían preguntas que formular, el Presidente oyó al portero. Para él, como para todos los demás, se repitió el mismo ceremonial. Cuando llegó, el portero me miró y apartó la vista. Respondió a las preguntas que se le formularon. Dijo que yo no había querido ver a mamá, que había fumado, que había dormido y tomado café con leche. Sentí entonces que algo agitaba a toda la sala y por primera vez comprendí que era culpable. Hicieron repetir al portero la historia del café con leche y la del cigarrillo. El Abogado General me miró con brillo irónico en los ojos. En ese momento el abogado preguntó al portero si no había fumado conmigo. Pero el Procurador se opuso violentamente a esta pregunta: «¿Quién es aquí el criminal y cuáles son los métodos que consisten en manchar a los testigos de la acusación para desvirtuar testimonios que no por eso resultan menos aplastantes?» Pese a todo, el Presidente ordenó al portero que respondiese a la pregunta. El viejo dijo con aire cohibido: «Sé perfectamente que hice mal. Pero no me atreví a rehusar el cigarrillo que el señor me ofreció.» En último lugar, me preguntaron si no tenía nada que agregar. «Nada, respondí, solamente que el testigo tiene razón. Es verdad que le ofrecí un cigarrillo.» El portero me miró entonces con un poco de asombro y una especie de gratitud. Vaciló; luego dijo que era él quien me había ofrecido el café con leche. El abogado triunfó ruidosamente y declaró que los jurados apreciarían. Pero el Procurador atronó sobre nuestras cabezas y dijo: «Sí. Los señores jurados apreciarán. Y llegarán a la conclusión de que un extraño podía proponer tomar café, pero que un hijo debía rechazarlo delante del cuerpo de la que le había dado la vida.» El portero volvió a su asiento.
Cuando llegó el turno a Tomás Pérez, un ujier tuvo que sostenerlo hasta la barra. Pérez dijo que había conocido principalmente a mi madre y que no me había visto más que una vez, el día del entierro. Le preguntaron qué había hecho yo ese día, y respondió: «Ustedes comprenderán; me sentía demasiado apenado, de manera que nada vi. La pena me impedía ver. Porque era para mí una pena muy grande. Y hasta me desmayé. De manera que no pude ver al señor.» El Abogado General le preguntó si por lo menos me había visto llorar. Pérez respondió que no. El Procurador dijo entonces a su vez: «Los señores jurados apreciarán.» Pero el abogado se había enfadado. Preguntó a Pérez en un tono que me pareció exagerado, «si había visto que yo no hubiera llorado.» Pérez dijo: «No.» El público rió. Y el abogado recogiendo una de las mangas, dijo con tono perentorio: «¡He aquí la imagen de este proceso! ¡Todo es cierto y nada es cierto!» El Procurador tenía el rostro impenetrable y clavaba la punta del lápiz en los rótulos de los expedientes.
Después de cinco minutos de suspensión durante los cuales el abogado me dijo que todo iba bien, se oyó que la defensa citaba a Celeste. La defensa era yo. Celeste echaba miradas hacia mi lado de cuando en cuando y daba vueltas a un panamá entre las manos. Llevaba el traje nuevo que se ponía para ir conmigo algunos domingos a las carreras de caballos. Pero creo que no había podido ponerse el cuello porque llevaba solamente un botón de cobre para mantener cerrada la camisa. Le preguntaron si yo era cliente suyo, y dijo: «Sí, pero también era un amigo»; lo que pensaba de mí, y respondió que yo era un hombre; qué entendía por eso, y declaró que todo el mundo sabía lo que eso quería decir; si había notado que era reservado y se limitó a reconocer que yo no hablaba para decir nada. El Abogado General le preguntó si yo pagaba regularmente la pensión. Celeste se rió y declaró: «Esos eran detalles entre nosotros.» Le preguntaron otra vez qué pensaba de mi crimen. Apoyó entonces las manos en la barra y se veía que había preparado alguna respuesta. Dijo: «Para mí, es una desgracia. Todo el mundo sabe lo que es una desgracia. Lo deja a uno sin defensa. Y bien: para mí es una desgracia.» Iba a continuar, pero el Presidente le dijo que estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste quedó un poco perplejo. Pero declaró que quería decir algo más. Se le pidió que fuese breve. Repitió aún que era una desgracia. Y el Presidente dijo: «Sí, de acuerdo. Pero estamos aquí para juzgar desgracias de este género. Muchas gracias.» Como si hubiese llegado al colmo de su sabiduría y de su buena voluntad, Celeste se volvió entonces hacia mí. Me pareció que le brillaban los ojos y le temblaban los labios. Parecía preguntarme qué más podía hacer. Yo no dije nada, no hice gesto alguno, pero es la primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un hombre. El Presidente le ordenó otra vez que abandonara la barra. Celeste fue a sentarse en el escaño. Durante todo el resto de la audiencia quedó allí, un poco inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas, el panamá sobre las manos, oyendo todo lo que se decía.
María entró. Se había puesto sombrero y todavía estaba hermosa. Pero me gustaba más con la cabeza descubierta. Desde el lugar en que estaba adivinaba el ligero peso de sus senos y reconocía el labio inferior siempre un poco abultado. Parecía muy nerviosa. Le preguntaron en seguida desde cuándo me conocía. Indicó la época en que trabajaba con nosotros. El Presidente quiso saber cuáles eran sus relaciones conmigo. Dijo que era mi amiga. A otra pregunta, contestó que era cierto que debía casarse conmigo. El Procurador, que hojeaba un expediente, le preguntó con tono brusco cuándo comenzó nuestra unión. Ella indicó la fecha. El Procurador señaló con aire indiferente que le parecía que era el día siguiente al de la muerte de mamá. Luego dijo con ironía que no querría insistir sobre una situación delicada; que comprendía muy bien los escrúpulos de María, pero (y aquí su acento se volvió más duro) que su deber le ordenaba pasar por encima de las conveniencias. Pidió pues a María que resumiera el día en el que yo la había conocido. María no quería hablar, pero ante la insistencia del Procurador recordó el baño, la ida al cine y el regreso a mi casa. El Abogado General dijo que después de las declaraciones de María en el sumario de instrucción había consultado los programas de esa fecha. Agregó que la propia María diría qué película pasaban entonces. Con voz casi inaudible María indicó que en efecto era una película de Femandel. Cuando concluyó, el silencio era completo en la sala. El Procurador se levantó entonces muy gravemente y con voz que me pareció verdaderamente conmovida, el dedo tendido hacia mí, articuló lentamente: «Señores jurados: al día siguiente de la muerte de su madre este hombre tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a reír con una película cómica. No tengo nada más que decir.» Volvió a sentarse, siempre en medio del silencio. Pero de golpe María estalló en sollozos; dijo que no era así, que había otra cosa, que la forzaban a decir lo contrario de lo que pensaba, que me conocía bien y que no había hecho nada malo. Pero el ujier, a una señal del Presidente, la llevó y la audiencia prosiguió.
En seguida se escuchó, pero apenas, a Masson, quien declaró que yo era un hombre honrado, «y que diría más, era un hombre bueno.» Apenas se escuchó también a Salamano cuando recordó que había tratado bien a su perro y cuando respondió a una pregunta sobre mi madre y sobre mí diciendo que yo no tenía nada más que decir a mamá y que por eso la había metido en el asilo. «Hay que comprender, decía Salamano, hay que comprender.» Pero nadie parecía comprender. Se lo llevaron.
Luego llegó el turno a Raimundo, que era el último testigo. Me hizo una ligera señal y dijo al instante que yo era inocente. Pero el Presidente declaró que no se le pedían apreciaciones, sino hechos. Le invitó a esperar las preguntas para responder. Le hicieron precisar sus relaciones con la víctima. Raimundo aprovechó para decir que era a él a quien este último odiaba desde que había abofeteado a su hermana. Sin embargo, el Presidente le preguntó si la víctima no tenía algún motivo para odiarme. Raimundo dijo que mi presencia en la playa era fruto de la casualidad. Entonces el Procurador le preguntó cómo era que la carta origen del drama había sido escrita por mí. Raimundo respondió que era una casualidad. El Procurador redargüyó que la casualidad tenía ya muchas fechorías sobre su conciencia en este asunto. Quiso saber si era por casualidad que yo no había intervenido cuando Raimundo abofeteó a su amante; por casualidad que yo había servido de testigo en la comisaría; por casualidad aún que mis declaraciones con motivo de ese testimonio habían resultado de pura complacencia. Para concluir, preguntó a Raimundo cuáles eran sus medios de vida, y como el último respondiera: «guardalmacén», el Abogado General declaró a los jurados que el testigo ejercía notoriamente el oficio de proxeneta. Yo era su cómplice y su amigo. Se trataba de un drama crapuloso de la más baja especie, agravado por el hecho de tener delante a un monstruo moral. Raimundo quiso defenderse y el abogado protestó, pero se le dijo que debía dejar terminar al Procurador. Este dijo: «Tengo poco que agregar. ¿Era amigo suyo?», preguntó a Raimundo. «Sí», dijo éste, «era mi camarada». El Abogado General me formuló entonces la misma pregunta y yo miré a Raimundo, que no apartó la vista. Respondí: «Sí.» El Procurador se volvió hacia el Jurado y declaró: «El mismo hombre que al día siguiente al de la muerte de su madre se entregaba al desenfreno más vergonzoso mató por razones fútiles y para liquidar un incalificable asunto de costumbres inmorales.»
Volvió a sentarse. Pero el abogado, al tope de la paciencia, gritó levantando los brazos de manera que las mangas al caer descubrieron los pliegues de la camisa almidonada. «En fin, ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de haber matado a un hombre?» El público rió. El Procurador se reincorporó una vez más, se envolvió en la toga y declaró que era necesario tener la ingenuidad del honorable defensor para no advertir que entre estos dos órdenes de hechos existía una relación profunda, patética, esencial. «Sí», gritó con fuerza, «yo acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con corazón de criminal». Esta declaración pareció tener considerable efecto sobre el público. El abogado se encogió de hombros y enjugó el sudor que le cubría la frente. Pero él mismo parecía vencido y comprendí que las cosas no iban bien para mí.
Todo fue muy rápido después. La audiencia se levantó. Al salir del Palacio de Justicia para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color de la noche de verano. En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno, surgidos de lo hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una ciudad que amaba y de cierta hora en la que ocurríame sentirme feliz. El grito de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un itinerario de ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era la hora en la que, hace ya mucho tiempo, me sentía contento. Entonces me esperaba siempre un sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo, había cambiado, pues a la espera del día siguiente fue la celda lo que volví a encontrar. Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.

"El Extranjero" Albert Camus Where stories live. Discover now