Libro sexto..... El crimen

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Don Pedro, el Périto, se presentó en la casa de Paco, el Bajo, vacilante, inseguro, pero con estudiada prosopopeya, aunque la comisura de la boca tiraba de la mejilla hacia la oreja derecha, demostrando su inestabilidad, así que no viste salir a la señora, a doña Purita, digo, Régula y la Régula, ae, no señor, don Pedro, por el portón no salió, ya se lo digo, anoche no quitamos la tranca más que para que pasara el coche del señorito Iván, y don Pedro, el Périto, ¿estás segura de lo que dices, Régula?
y la Régula, ae, como que a estos ojos se los ha de comer la tierra, don Pedro, y, a su lado, Paco, el Bajo, apoyado en los bastones, refrendaba las palabras de la Régula y Azarías sonreía bobamente con la grajeta sobre el hombro, y, en vista de que no sacaba nada en limpio, don Pedro, el Périto, desistió, se separó del grupo y se alejó corralada adelante, hacia la Casa Grande, la cabeza humillada, replegados los hombros, golpeándose alternativamente los bolsillos del tabardo como si, en lugar de la mujer, hubiera perdido la cartera, y, cuando desapareció de su vista, la Nieves salió a la puerta con la Charito en los brazos y dijo de sopetón, padre, doña Purita andaba anoche abrazándose en el cenador con el señorito Iván, ¡madre qué besos!
humilló la cabeza como excusándose y Paco, el Bajo, adelantó los bastones y, apoyándose en ellos, se llegó a la Nieves, tú calla la boca, niña, alarmado, ¿sabe alguien que los viste juntos?
y la Nieves, ¿quién lo iba a saber? eran ya más de las doce y en la Casa Grande no quedaba alma, y Paco, el Bajo, cuya inquietud se desbordaba por los ojos, por los sensitivos agujeros de su chata nariz, bajó aún más la voz, de esto ni una palabra, ¿oyes?, en estos asuntos de los señoritos, tú, oír, ver y callar, mas no habían concluido la conversación, cuando regresó don Pedro, el Périto, el chaquetón desabotonado, sin corbata, lívido, las grandes manos peludas caídas a lo largo del cuerpo y con la mandíbula inferior como desarticulada, decididamente doña Purita no está en la Casa, dijo, tras breve vacilación, no está en ninguna parte doña Purita, den razón al personal del cortijo, a lo mejor han raptado a doña Purita y estamos aquí, cruzados de brazos, perdiendo el tiempo, pero él no estaba cruzado de brazos, sino que se frotaba una mano con otra y levantaba hacia ellos sus ojos enloquecidos y Paco, el Bajo, fue dando razón, casa por casa, alrededor de la corralada, una vez que todos estuvieron reunidos, don Pedro, el Périto, se encaramó al abrevadero y comunicó la desaparición de doña Purita, quedó en la Casa Grande dirigiendo la recogida cuando yo me acosté, después no la he vuelto a ver, ¿alguno de vosotros ha visto a doña Purita pasada la medianoche?
y los hombres se miraban entre sí, con expresión indescifrable, y alguno montaba el labio inferior sobre el superior para hacer más ostensible su ignorancia, o negaban categóricamente con la cabeza, y Paco, el Bajo, miraba fijo para la Nieves, pero la Nieves se dejaba mirar y mecía acompasadamente a la Charito, sin decir que sí ni que no, impasible, pero, de pronto, don Pedro, el Pénto, se encaró con ella y la Nieves se arreboló toda, sobresaltada, niña, dijo, tú estabas en la Casa Grande cuando nos retiramos y doña Purita andaba por allí, trasteando, ¿es que no la viste luego?, y la Nieves, aturdida, denegaba, acompasaba con la cabeza el vaivén de sus brazos acunando a la Niña Chica, y, ante su negativa, don Pedro, el Périto, volvió a palparse repetidamente, desoladamente, los grandes bolsillos de melle de su chaquetón y a mover nerviosamente la comisura derecha de la boca, mordiéndose la mejilla por dentro, está bien, dijo, podéis marcharos, se volvió a la Régula, tú, Régula, aguarda un momento, y, al quedar mano a mano con la
Régula, el hombre se desarmó que doña Purita ha tenido que salir con él, con el señorito Iván, digo, Régula, simplemente por embromarme, no te pienses otra cosa, que eso no, pero forzosamente ha tenido que salir por el portón, no cabe otra explicación, y la Régula, ae, pues con el señorito Iván bien fijo que no iba, don Pedro, que el señorito Iván iba solo, tal que así, y nada más me dijo, me dijo, Régula, cuidame a ese hombre, por el Paco, ¿sabe?, que, antes de fin de mes he de volver por el palomo y me hace falta, eso me dijo, y yo le quité la tranca y él se marchó, pero don Pedro, el Périto, se impacientaba, el señorito Iván llevaba el Mercedes, ¿ no es cierto Régula? y a la Régula se le aplanó la mirada, ae, don Pedro, ya sabe que yo de eso no entiendo, el coche azul traía, ¿le basta? el Mercedes, ratificó don Pedro, e hizo unos visajes en cadena tan rápidos y pronunciados que la Régula pensó que jamás de los jamases se le volvería a poner derecha la cara, una cosa, Régula, ¿te fijaste... te fijaste si en el asiento trasero llevaba, por casualidad, el señorito Iván la gabardina, ropa alguna, o la maleta?
y la Régula, ae, ni reparé en ello, don Pedro, si quiere que le diga mi verdad, y don Pedro trató de sonreír para restar importancia al asunto, pero le salió una mueca helada y con ese gesto de dolor de estómago en los labios, se inclinó confidencial sobre el oído de la Régula y puntualizó, Régula, piénsatelo dos veces antes de contestar, ¿no iría... no iría doña Purita dentro del coche, tumbada, pongo por caso, en el asiento posterior, cubierta con un abrigo u otra prenda cualquiera?, entiéndeme, yo no es que desconfíe, tú ya me comprendes, sino que tal vez andaba de broma y se me ha largado a Madrid para darme achares, y la Régula, cuya mirada se afilaba por momentos, insistió en su negativa, ae, yo no vi más que al señorito Iván, don Pedro, que el señorito Iván, cuando yo me arrimé, me dijo, Régula, cuidame a ese hombre, por el Paco ,¿sabe?...
ya, ya, ya...
interrumpió don Pedro, colérico, ese cuento ya me lo has contado, Régula, y bruscamente dio media vuelta y se alejó, y, a partir de ese momento, se le vio por el cortijo vagando de un sitio a otro, sin meta determinada, la barbilla en el pecho, la espalda encorvada, los hombros encogidos, como si quisiera hacerse invisible, batiendo, de cuando en cuando, con las palmas de sus manos en los bolsones del chaquetón, desalentado, y así transcurrió una semana, y el sábado siguiente, cuando sonó ante el portón del cortijo él claxon del Mercedes, don Pedro, el Périto, se puso temblón y se sujetaba una mano con otra para que no se le notase, pero acudió presuroso a la puerta y, en tanto la Régula retiraba la tranca, él, don Pedro, trataba de serenarse y una vez que el coche se puso en marcha y se deslizó suavemente hasta los arriates de geranios, todos pudieron comprobar que el señorito Iván venía solo, con su cazadora de ante llena de cremalleras, y su foulard al cuello y la visera de pana fina sombreándole el ojo derecho, y, más abajo, resaltando sobre la piel dorada, su amplia sonrisa blanquisima y don Pedro, el Périto, no pudo contener su ansiedad y allí mismo, en el patio, ante la Régula y Paco, el Bajo, que había salido hasta la puerta, le preguntó, una cosa, Iván, ¿no viste por casualidad a Purinta la otra noche después de la comida? No sé qué ha podido sucederle, en el cortijo no está y...
y, a medida que hablaba, la sonrisa del señorito Iván se hacía más ancha y su dentadura destellaba y, con estudiada frivolidad dio un papirotazo a la gorra con un dedo y ésta se levantó dejando al descubierto la frente y el nacimiento de su pelo negrísimo y no me digas que has perdido a tu mujer, Pedro, está bueno eso, ¿no habréis regañado como de costumbre y andará en casa de su madre esperando tu santo advenimiento?, y don Pedro movía arriba y abajo sus hombros huesudos, que en una semana se había dado este hombre lo que otros en veinte años, virgen, que tenía las mejillas estiradas y azules de puro pálidas y hacia constantes aspavientos con la boca y, finalmente, reconoció, regañar, sí regañamos, Iván, las cosas como son, como tantas noches, pero dime, ¿por dónde ha salido del cortijo esta mujer, si la Régula jura y perjura que no retiró la tranca más que para ti, eh?, hazte cuenta que de haber escapado a campo través, por los encinares, los mastines la hubieran destrozado, tú sabes cómo las gastan esos perros, Iván, que son peores que las fieras, y el señorito Iván se ensortijaba un mechón de pelo en su índice derecho y parecía reflexionar y, al cabo de un rato, dijo, si habiais regañado, ella pudo meterse en la maleta de mi coche, Pedro, o en el hueco del asiento trasero, el Mercedes es muy capaz, ¿comprendes?, meterse en cualquier sitio, digo, Pedro, sin que yo me enterase y luego apearse en Cordovilla, o en Fresno, que tomé gasolina, o, si me apuras, en el mismo Madrid, ¿no?, yo soy distraído, ni me hubiera dado cuenta...
y los ojos de don Pedro, el Périto, se iban llenando de luz y de lágrimas, claro, Iván, naturalmente que pudo ser así, dijo, y el señorito Iván se ajustó la visera, abrió de nuevo su generosa sonrisa y le propinó un amistoso golpe en el hombro a don Pedro, el Périto, a través de la ventanilla, otra cosa no te pienses, Pedro, que eres muy aficionado al melodrama, la Purita te quiere, tú lo sabes, y además, rió, tu frente está lisa como la palma de la mano, puedes dormir tranquilo, y tornó a reír, inclinado sobre el parabrisas, puso el coche en marcha y se dirigió a la Casa Grande, pero, antes de la hora de la cena, estaba de nuevo en casa de Paco, el Bajo, ¿cómo va esa pierna, Paco? que antes con el dichoso sofoco de don Pedro, ni siquiera te pregunté, y Paco, el Bajo, ya ve, señorito Iván, poquito a poco, y el señorito Iván se agachó. le miró fijamente a los ojos y le dijo en tono de reto, a que no tienes huevos, Paco, para salir mañana con el palomo, y Paco, el Bajo, escrutó la cara del señorito Iván con estupor, tratando de adivinar si hablaba en serio o bromeaba, pero ante la imposibilidad de resolverlo, preguntó, ¿lo dice en serio o en broma, señorito Iván?
y el señorito Iván cruzó el dedo pulgar sobre el índice, lo besó, y puso cara de circunstancias, hablo en serio, Paco, te lo juro, tú me conoces y sabes que con estas cosas de la caza yo no bromeo y con tu chico el Quirce, no me gusta, vaya, te voy a ser franco, Paco, que parece como si le hiciese a uno un favor, ¿comprendes? y no es eso, Paco, tú me conoces, que de no estar a gusto en el campo prefiero quedarme en casa, mas Paco, el Bajo, señaló con un dedo la pierna escayolada, pero, señorito Iván, ¿dónde quiere que vaya con este engorro?
y el señorito Iván bajó la cabeza, verdaderamente, admitió, pero, tras unos segundos de vacilación, levanté los ojos de golpe, ¿y qué me dices de tu cuñado, Paco, ese retrasado, el de la graja?
tú me dijiste una vez que con el palomo podía dar juego, y Paco, el Bajo, ladeó la cabeza, el Azarías es inocente, pero pruebe, mire, por probar nada se pierde, volvió los ojos hacia la fila de casitas molineras, todas gemelas, con el emparrado sobre cada una de las puertas, y voceo, ¡Azarías!
y, al cabo de un rato, se personó el Azarías, el pantalón por las corvas, la sonrisa babeante, masticando la nada, Azarías, dijo Paco, el Bajo, el señorito Iván te quiere llevar mañana al campo con el teclamo...
¿con la milana?, atajó Azarías, transfigurado, y Paco, el Bajo, aguarda, Azarías, no se trata de la milana ahora, sino del cimbel, de los palomos ciegos, ¿entiendes?, hay que amarrarlos a la copa de una encina, moverles con un cordel y aguardar... el Azarías asentía, ¿como en la Jara, con el señorito? inquirió, talmente como en la Jara, Azarías, respondió Paco, el Bajo, y, al día siguiente, a las siete de la mañana, ya estaba el señorito Iván a la puerta con el Land Rover marrón, ¡Azarias!, ¡Señorito!
se movían silenciosamente en la penumbra, como sombras, que sólo se oía el húmedo entrechocar de las encías del Azarías, mientras en la línea más profunda de la Sierra apuntaba ya la aurora, pon ahí detrás los trebejos y la jaula con los palomos,¿llevas la soga para trepar?, ¿vas a subir descalzo a los árboles? ¿no te lastimarás los pies? pero el Azarias atendía los preparativos sin escucharle y; antes de arrancar, sin pedir permiso al señorito Iván, se llegó al cobertizo, cogió el bote de pienso compuesto, salió a la corralada, levantó la cabeza, entreabrió los labios y
¡quiá!
reclamó con la voz afelpada, acusadamente nasal, y, desde la punta de la veleta, la grajilla respondió a su llamada, ¡quiá!
y el pájaro miró hacia abajo, hacia las sombras que se movían en torno al coche, y aunque la corralada estaba aún entre dos luces, se inclinó hacia adelante y se lanzó al vacío, describiendo círculos alrededor del grupo y, finalmente, se abatió sobre el hombro derecho del Azarías, entreabriendo las alas para equilibrarse y; luego, saltó al antebrazo y abrió el pico, y el Azarías, con la mano izquierda, iba embutiendo en él pellas de pienso humedecido, mientras babeaba y musitaba con ternura, milana bonita, milana bonita, y el señorito Iván, es cojonudo, come más que vale el pájaro ese, ¿es que todavía no sabe comer solo?
y el Azarías sonreía maliciosamente con las encías, ¿qué hacer si no saber?
y una vez que se sació, como el señorito Iván se aproximara, la grajeta se arrancó a volar y, al topar con la portada de la Capilla, se repinó airosamente, la sobrevoló y se posó en el alero, mirando hacia abajo, y, entonces, el Azarías la sonrió e hizo un ademán de despedida con la mano y; ya dentro del coche, repitió el ademán por el cristal trasero, mientras el señorito Iván enfilaba el carril de la Sierra y trepaba hacia el encinar del Moro y, una vez allí, se apearon, el Azarías se orinó las manos al amparo de un carrasco y, al concluir, se encaramó a pulso a la encina más corpulenta, engarfiando las manos en el camal y pasando las piernas flexionadas por el hueco entre los brazos, como los monos, y el señorito Iván, ¿para qué te quieres la soga, Azarías? y el Azarías, ¿qué falta hace, señorito? me alarga el chisme ese, y el señorito Iván levantó el balancín con el palomo ciego amarrado y le preguntó, ¿qué años te tienes tú, Azarías?
y el Azarías, en lo alto, con el balancín en la mano izquierda, papaba el viento, un año más que el señorito, respondió, y el señorito Iván, perplejo, ¿de qué señorito me estás hablando, Azarías? y el Azarías, mientras amarraba el balancín, del señorito, y el señorito Iván, ¿el de la Jara?, y el Azarías, asentado en el camal, recostado en el tronco, sonreía bobamente al azul sin responder, en tanto el señorito Iván pinaba unas ramas secas para perfilar el tollo, bajo la encina, y, una vez rematado, atisbó el cielo hacia el sur un cielo azul tenue, levemente empañado por la calima, y frunció el ceño, no se ve rastro de vida, ¿no andaremos pasados de fecha? pero el Azarías andaba enredando con el balancín, un- dos, un-dos, undos, tal que si fuera un juguete, y el palomo ciego, amarrado al eje, aleteaba frenéticamente para no caerse, y el Azarías sonreía con las encías rosadas y el señorito Iván, para quieto, Azarías, no me lo malees, mientras no haya pájaros arriba es bobería amagar, mas el Azarías continuaba tironeando, un-dos, un-dos, un-dos, a ver, por niñez, por enredar, y el señorito Iván, entre que no se veía un palomo en el cielo y barruntaba una mañana aciaga, se le iba agriando el carácter, ¡quieto he dicho, Azarías, coño! ¿es que no me oyes? y, ante su arrebato, el Azarías se acobardó y quedó inmóvil, aculado en el camal, sonriendo a los ángeles, con su sonrisa desdentada, como un niño de pecho, hasta que, transcurridos unos minutos, surgieron cinco zuritas, como cinco puntos negros sobre el azul pálido del firmamento y el señorito Iván, dentro del escondedero, aprestó la escopeta y musitó con media boca, ahí vienen, templa ahora, Azarías, y el Azarías agarró el extremo del cordel y templó, así, dale, dale, pero las zuritas ignoraron el reclamo, giraron a la derecha y se perdieron en el horizonte lo mismo que habían venido, mas, un cuarto de hora después, apareció al suroeste un bando más denso y la escena se repitió, las palomas desdeñaron el cimbel y doblaron hacia los encinares del Alcorque, con la consiguiente desesperación del señorito Iván, no lo quieren, ¡las hijas de la gran puta!, tira para abajo, Azarías, vámonos al Alisón, las pocas que hay parece que se echan hoy a esa querencia, y el Azarías descendió con el balancín a cuestas, tomaron el Land Rover, y, sorteando canchales, se dirigieron al Alisón, y una vez en el mogote, el Azarías se orinó las manos, trepó raudo a un alcornoque gigante, amarró el cimbel y a aguardar, pero tampoco parecía que allí hubiera movimiento, aunque era pronto para deternimarlo, pero el señorito Iván en seguida perdía la paciencia, abajo, Azarías, esto parece un cementerio, no me gusta, ¿sabes?, la cosa se está poniendo fea, y nuevamente cambiaron de puesto, pero las palomas, muy escasas y desperdigadas, se mostraban difidentes, no doblaban al engaño y ya, a media mañana, el señorito Iván, aburrido de tanto aguardo inútil, empezó a disparar a diestro y siniestro, a los estorninos, y a los zorzales, y a los rabilargos, y a las urracas, que más parecía loco, y entre tiro y tiro, voceaba como un enajenado, ¡si las zorras estas dicen que no, es que no! y cuando se cansó de hacer barrabasadas y de decir incoherencias, regresó junto al árbol y le dijo al Azarías, desarma el balancín y baja, Azarías, esta mañana no hay nada que hacer, veremos si a la tarde cambia la suerte, y el Azarías recogió los bártulos y bajó y, conforme franqueaban la ladera soleada, camino del Land Rover, apareció muy alto, por encima de sus cabezas, un nutrido bando de grajetas y el Azarías levantó los ojos, hizo visera con la mano, sonrió, masculló unas palabras ininteligibles, y, finalmente, dio un golpecito en el antebrazo al señorito Iván, atienda, dijo, y el señorito Iván, malhumorado ¿qué es lo que quieres que atienda, zascandil?
y el Azarías, babeaba y señalaba a lo alto, hacia los graznidos, dulcificados por la distancia, de los pájaros, muchas milanas, ¿no las ve?
y; sin aguardar respuesta, etevó al cielo su rostro transfigurado y gritó haciendo bocina con las manos, ¡quiá!
y, repentinamente, ante el asombro del señorito Iván, una grajeta se desgajó del enorme bando y picó en vertical, sobre ellos, en vuelo tan vertiginoso y tentador, que el señorito Iván, se armó, aculató la escopeta y la tomó los puntos, de arriba abajo como era lo procedente, y el Azarías al verlo, se le deformó la sonrisa, se le crispó el rostro, el pánico asomó a sus ojos y voceó fuera de sí, ¡no tire, señorito, es la milana!
pero el señorito Iván notaba en la mejilla derecha la dura caricia de la culata, y notaba, aguijoneándole, la represión de la mañana y notaba, asimismo estimulándole, la dificultad del tiro de arriba abajo, en vertical y, aunque oyó claramente la voz implorante del Azarías, ¡señorito, por sus muertos, no tire!
no pudo reportarse, cubrió al pájaro con el punto de mira, lo adelantó y oprimió el gatillo y simultáneamente a la detonación, la grajilla dejó en el aire una estela de plumas negras y azules, encogió las patas sobre si misma, dobló la cabeza, se hizo un gurruño, y se desplomó, dando volteretas, y, antes de llegar al suelo, ya corría el Azarías ladera abajo, los ojos desorbitados, regateando entre las jaras y la montera, la jaula de los palomos ciegos bamboleándose ruidosamente en su costado, chillando, ¡es la milana, me ha matado a la milana!
y el señorito Iván tras él, a largas zancadas, la escopeta abierta, humeante, reía, será imbécil, el pobre, como para sí y, luego elevando el tono de voz, ¡no te preocupes, Azarías, yo te regalaré otra!
pero el Azarias, sentado orilla una jara, en el rodapié, sostenía el pájaro agonizante entre sus chatas manos, la sangre caliente y espesa escurriéndole entre los dedos, sintiendo, al fondo de aquel cuerpecillo roto, los postreros, espaciados, latidos de su corazón, e, inclinado sobre él, sollozaba mansamente, milana bonita, milana bonita, y, el señorito Iván, a su lado, debes disculparme, Azarías, no acerté a reportarme ¡te lo juro!, estaba quemado con la abstinencia de esta mañana, compréndelo, mas el Azarías no le escuchaba, estrechó aún más el cuenco de sus manos sobre la grajera agonizante, como si intentara retener su calor, y alzó hacia el señorito Iván una mirada vacía
¡se ha muerto! ¡la milana se ha muerto, señorito! dijo, y de esta guisa, con la grajilla entre las manos se apeó minutos después en la corralada y salió Paco, el Bajo, apoyado en sus bastones, y el señorito Iván, a ver si aciertas a consolar a tu cuñado, Paco le he matado el pájaro y está hecho un lloraduelos, reía, y a renglón seguido, trataba de justificarse.
tú, Paco, que me conoces, sabes lo que es una mañana de aguardo sin ver pájaro, ¿no? bueno, pues eso, cinco horas de plantón, y, en éstas, esa jodida graja pica de arriba abajo, ¿te das cuenta?, ¿quién es el guapo que sujeta el dedo en estas circunstancias, Paco? explícaselo a tu cuñado y que no se disguste, coño, que no sea maricón, que yo le regalaré otra grajilla, carroña de ésa es lo que sobra en el cortijo, v Paco, el Bajo, miraba, alternativamente, al señorito Iván y al Azarias, aquél con los pulgares en las axilas del chaleco-canana, sonriendo con su sonrisa luminosa, éste, engurruñado, encogido sobre sí mismo, abrigando al pájaro muerto con sus manos achatadas, hasta que el señorito Iván subió de nuevo al Land Rover, lo puso en marcha y dijo desde la ventanilla, no te lo tomes así, Azarías, carroña de ésa es lo que sobra, a las cuatro volveré a por ti, a ver si pinta mejor a la tarde, pero al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas, milana bonita, milana bonita, repetía, mientras el pájaro se le iba quedando rígido entre los dedos y, cuando notó que aquello ya no era un cuerpo sino un objeto inanimado, el Azarías se levantó del tajuelo y se acercó al cajón de la Niña Chica y, en ese momento, la Charito emitió uno de sus alardos lastimeros y el Azarías le dijo a la Régula, frotándose mecánicamente la nariz con el antebrazo, ¿oyes, Régula? la Niña Chica llora porque el señorito me ha matado la milana, mas, a la tarde, cuando el señorito Iván pasó a recogerle, el Azarías parecía otro, más entero, que ni moquiteaba ni nada, y cargó la jaula con los palomos ciegos, el hacha y el balancín y una soga doble grueso que la de la mañana en la trasera del Land Rover, tranquilo, como si nada hubiera ocurrido, que el señorito Iván, reía, ¿no será esa maroma para mover el balancín, verdad Azarías?
Y el Azarías, para trepar la atalaya es, y el señorito Iván, andando, a ver si quiere cambiar la suerte y metió el coche en el carril, las ruedas en los relejes protúndos, y aceleró mientras silbaba alegremente, el Ceferino asegura por sus muertos que en la linde de lo del Pollo se movían anteayer unos bandos disformes, pero el Azarías parecía ausente, la mirada perdida más allá del parabrisas, las chatas manos inmóviles sobre la bragueta sin un botón y el señorito Iván, en vista de su pasividad, comenzó a silbar una tonadilla más viva, pero así que se apearon y divisó el bando, se puso loco, apura, Azarías, coño, ¿es que no las ves? Hay allí una junta de más de tres mil zuritas, ¡la madre que las parió!, ¿no ves cómo negrea el cielo sobre el encinar?
y sacaba atropelladamente las escopetas, y el maletín de los cartuchos, y se ceñía a la cintura las bolsas de cuero y completaba los huecos del chaleco-canana, aviva, Azarías, coño, repetía, pero el Azarías tranquilo, apiló los trebejos junto al Land Rover, depositó la jaula de los palomos ciegos al pie del árbol y trepó tronco arriba, el hacha y la soga a la cintura, y una vez en el primer camal, se inclinó hacia abajo, hacia el señorito Iván, ¿me alarga la jaula, señorito?
y el señorito Iván alzó el brazo, con la jaula de los palomos en la mano, y, simultáneamente, levantó la cabeza y, al hacerlo, el Azarías le echó al cuello la soga con el nudo corredizo, a manera de corbata, y tiró del otro extremo, ajustándola, y el señorito Iván, para evitar soltar la jaula v lastimar a los palomos, trató de zafarse de la cuerda con la mano izquierda, porque aún no comprendía, ¿pero qué demonios pretendes, Azarias? ¿es que no has visto la nube de zuritas sobre los encinares del Pollo, cacho maricón?
y así que el Azarías pasó el cabo de la soga por el camal de encima de su cabeza y tiró de él con todas sus fuerzas, gruñendo y babeando, el señorito Iván perdió pie, se sintió repentinamente izado, soltó la jaula de los palomos y
¡Dios!... estás loco... tu, dijo ronca, entrecortadamente, de tal modo que apenas si se le oyó y, en cambio, fue claramente perceptible el áspero estertor que le siguió como un prolongado ronquido y, casi inmediatamente, el señorito Iván sacó la lengua, una lengua larga, gruesa y cárdena, pero el Azarías ni le miraba, tan sólo sostenía la cuerda, cuyo cabo amarró ahora al camal en que se sentaba y se frotó una mano con otra y sus labios esbozaron una bobalicona sonrisa, pero todavía el señorito Iván, o las piernas del señorito Iván, experimentaron unas convulsiones extrañas, unos espasmos electrizados, como si se arrancaran a bailar por su cuenta y su cuerpo penduleó un rato en el vacío hasta que, al cabo, quedó inmóvil, la barbilla en lo alto del pecho, los ojos desorbitados, los brazos desmayados a lo largo del cuerpo, mientras Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo, a la nada, milana bonita, milana bonita, repetía mecánicamente, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba.

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⏰ Última actualización: Apr 14, 2020 ⏰

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