VI

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Me acuerdo de ese día a la perfección, mi padre y mi hermano iban cargados con una mochila cada uno. Mi madre estaba sentada en una esquina llorando. Ni yo ni Eder entendíamos porque aquellos soldados se estaban llevando a nuestro padre y a nuestro hermano. Todo era muy confuso. Ahora no me acuerdo con claridad de la cara de mi padre. Mi padre nos besó a mi y a Eder y le susurró algo a mi madre. Nuestro hermano nos hizo cosquillas y nos besó la frente a cada uno. 

De mi hermano si me acuerdo bien, Abel, sus rizos rubios parecían de oro, era el único de la familia que no tenía el pelo rojo. Sorprendentemente había sido muy alto y gracioso, siempre pensaba en bromas increíbles hasta en los peores momentos. Puede que Abel pudiese haber llegado a ser mi hermano favorito, su buen humor alegraba a cualquiera, pero nos separaron hace mucho tiempo. Aquel día fue el primero que le ví serio, y puede que hasta triste, intentaba no mostrarlo, pero tanto yo como Eder lo conocíamos bien. Abel me saca cinco años, y por desgracia era uno de los muchachos más jóvenes que fue a la guerra.

Ese día mi madre estaba que no podía, no lograba dejar de llorar, caían tantas lágrimas de sus ojos que Abel la advirtió de que parase de llorar o iba a provocar una inundación. Ella no pudo impedir una leve carcajada. 

Para mí esa última carcajada fue mágica, en ese momento yo no lo sabía, pero fue la última carcajada que compartimos la familia entera. 

A los pocos días de esto comencé a trabajar en la fábrica. Los impuestos comenzaron a subir de sopetón y solo con el sueldo de mi madre apenas conseguíamos comer. Cuando pasaron dos meses Eder se puso a limpiar chimeneas, o al menos eso decía; hay algo en mí que piensa que aquel trozo de pan no fue lo único que robó. 

Todo el mundo pasa malas rachas, claro está, pero estas no deberían durar toda la vida. Mi madre entró en una depresión un año después de la partida de mi padre. Cuando llegó aquella carta. Vino en un papel amarillento que desprendía alegría por todas partes, todos pensamos que iban a ser buenas noticias. Con nuestras mantas por encima nos sentamos en la mesa del comedor y mi madre se apresuró a leer. 

Ni a mi ni a mi hermano nos dió tiempo a leer una sola palabra de las que había escritas, no tenemos mucha soltura para leer. Además, nunca nos serviría de nada saber leer tropecientas palabras por segundo. 

Cuando mi madre hubo acabado tiró la carta al pequeño fuego que habíamos logrado encender gracias a las escasas ramas que Eder había traído ese día. Se encerró en su cuarto y se quedó allí durante una semana. Tanto yo como Eder la necesitamos, y me obligué a irrumpir en sus sollozos y sacarla de aquél tétrico cuarto. Poco a poco logramos que todo volviese a ser como hacía unos meses. 

El muchacho se quita la capucha que le cubre los ojos y la nariz y se le salta una lágrima. 

Es Abel.

 

The flight[La huída]©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora