Parte primera. Libro primero. I

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Sábese en Celedonio Antúnez una bizarría inigualable. Su historia anterior es la de un hombre siempre predispuesto, que arrastra sus felicidades por los cauces de la adaptación. Comía, como todos los de su calaña, azorado por el tiempo que el horario le permite: media hora. Dormía, como todos los de su calaña, azorado por los mensajes de sus superiores. Vivía, como todos los de su calaña, azorado por su naturaleza inodora y maleable.

Celedonio había estudiado administración de empresas en alguna universidad de Santiago y jamás fue alumno destacado, mas siempre regular y cumplidor. En la universidad — (dicho por algunos) por otros más usada como centro social que como recinto de estudios— apenas si obtuvo el dejo amoroso de algunas muchachas enternecidas por su cariño y buenas intenciones, pero enfriadas por su naturaleza poco menesterosa.

Ya en término de su paso —que no fue penoso o siquiera glorioso— y su titulación, había ingresado gracias a suertudos contactos a la beneficencia de un banco en el centro, a una hora de su casa. Celedonio encontró el trayecto adecuado. Un solo autobús le bastaba para ir y venir al trabajo. En las mañanas aprovechaba la instancia para dormir sentado; en las tardes solo se contentaba con no recibir codazos. Por cierto, el dormir en las mañanas le era costumbre tan arraigada que para obviar dolores de cuello, llevaba un pequeño cojín y lo colocaba contra la ventana; por esto recibía burlas que a él no le valían lo más mínimo (más por inconsciente que por desdeñoso). Al fin y al cabo, ir al trabajo tan solo era una amorosa siesta, un cariñito a sí mismo que a nadie afectaba; una comodidad de cierta extravagancia, pero que, hablando en honestidad, la mayoría no hacía por temor al ridículo y al educado comedimiento de las risas: virtud insoportable cuanto menos.

Cuando llegaba al guirnaldo edificio, oía: <<¡Querido Celedonio, querido Celedonio! ¿Qué tal está mi más valioso trabajador? ¿Hizo lo que le pedí anoche?>> Celedonio decía: <<Hola, don Víctor. Sí. Sí lo hice.>> (De suerte, ínfimo era lo que debía ascender) Saludaba a los colegas de su cubículo y se enroscaba en su oficinita. El lugarcito era sencillo: cuatro paredes, silla, escritorio y las fotos de su querida madre. Oía a la cercanía los murmullos telefónicos de sus colegas; cosas nerviosas sin importancia. En gran boca pantallera los ojos tenía metidos, y de tanto leer valores tan largos e irracionales como un gusano amitanado, por menor fe que achaque, vestía unas gafas que, siguiendo la línea de un generoso mal gusto, le sentaban como de perlas al caviar. Por esto y variedad de cosas, en la oficina le llamaban, entre comedidos sollozos de risa, "el reuma andante".

En la oficina hacía cuentas y dispensaba con el maravilloso aliño de su diligencia toda cariñosa prepotencia del jefe, don Víctor Paz. Don Víctor le fue de una tremenda generosidad; y como es común en la buena fe de los negocios, todo cuesta un poquito, pues no solo enseñó a ese señorito virginal las impolutas academias del negocio, sino a tratárselas, pues así como venía, habría derretido desde los cimientos su límpida empresa y su currículo sería tan escandaloso que no quedaría un empresario dispuesto a conceder tantos favores; llamábalo don Víctor "filantropía laboral". <<¡Pero qué buen empleado es este Celedonio! Todo un señor>>, se decía don Víctor, encariñado con el trabajo que había hecho. Celedonio, cuando cepillaba empeines, imaginaba que con virutillas.

Celedonio se devolvía —como se mencionó— atarantado con números y cuentas y llamadas y favores y... ¡los codazos! ¡Es que la gente de Santiago es muy cerda! (sólo un auténtico santiaguino decirlo podría) Así lo pensaba y no hallaba sinrazón en ello. Los hechos le demostraban que una embarazada tenía menos valor que una presuntuosa vieja ricachona cargada de bolsas, que aparte de todo, le parecían las menos adorables. Como a Celedonio algunas diligencias le faltaban, voz no alzaba. Se devolvía entre quejoso e irritable, pero contento, porque el trabajo había concluido. Eso, por supuesto, no era más que un viejo atajo para la supervivencia. Satírica elegía deseaba ya a los cadalsos numerillos.

Garrapata pulgosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora