II

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Con esto, Celedonio cupo en uno de aquellos talleres literarios. Fue altercado al primer versículo; sentóse, disculpándose y echando culpa a demoras externas por la suya morosa. Aplaudió en condescendencia a cada uno de los que presentaban, que ya llevaren algún tiempo en escribiendo para talleres. Él, por no desdecir las expectativas que de él tenían (<<los genios llegan tarde; los genios siempre traen excusas para bilonguear los atajos>>) explicó, por no tener papel que le representare, algún fragmento improvisado tornable a cuento. El semicírculo de sus compañeros le tenía por consumado, sobretodo Carlingas, que era joven de pelo largo y lentes (que a poco le decían Quevedingas; pero bien se mudó, por dulcísimo); a pocas ostras Joselito, que era hijo de verbas y poco más nieto que hijo de pícaras yerbas. Del resto de damiselas cocidas a las mostazas (alza de monjas, bien parece), pocos casos y muchos desdeños recibió, por bien entender altibajos en el relato. Chicos y chicas se gremializaron. En espacios de críticas, florecía el desdeño de adjetivos por parte de chicos, y el escarmiento verbal de las chicas. El maestro, un tal don Hernán Hernández Jerez, daba lo mismo a estilísticas que a botellas de vino: un golpe al piso. Don Hernán, más por Jerez que por otro, recomendaba la cotidianidad como metodología de la cuentística; por ejemplo, el centro en el objeto, en lo que un inglés llamó un macacófi; y en esto regocijóse don Jerez, que pasó de comidas a vinos de un trampantojo.

Don Hernán, que en uvas y franceses se alzaba cum laude, señaló a un experto en bigotes, y que cada quien le imitase para la descripción (en un cuento) de un embebimiento. Celedonio y Quevedingas, en apenas pudiendo, ya a primer día, salieron a juguetear por los bares. Cuando acababan de salir, sonreían con la voz y humeaban uva por las orejas. Vieron, por mero ojeo, a unas monjas peculiares, con cara (porque, a decir verdad, todas eran unidad) desdeñosa e ínfulas modélicas, los ojos como los de un ayeaye, para el buen entendimiento; manos con calcio para escribir cuentos que encariñen el alma; lenguas largas para la degustación del vino, y narices turbante que les permitieran oler la desgracia. Más para lo último que al otro poco resto atributáronse las pardas narices; entonces abrieron sus bocas para reír y vociferar: una mezcla de rabia y risa por ambos pelafustanes, pues no hay en nuestro mundo cosa mejor que reírse de quien menos tiene ni aun mejor que la de apiadarse de sus pardas inclinaciones.

Celedonio recordaba aún en sus tiempos de ya graduado en el taller aquella noche, pues por muy a pesar de la borrachera —y quizá, gracias a ella— vivió una de las mejores escenas que pudiera ficcionalizar. Así la transcribió, con estilo (puntuación y ortografía corregida, por supuesto, pues aún estaba aprendiendo):

"...La muchachada que amigo y yo componíamos estaba seca como corcho; corcho el de vino que habíamos bebido. Rareza la del poniente que ocupábamos, y una puerta maderera tumbal atrás. Quedamos parados y tambaleándonos de popa a proa; el vinillo nos había flojeado. Éramos como moscas: soplamierdas. El cielo era podredumbre impoluta y ominosa; las olas vendavales parecían surgir de un abismo cloacal. Justo cuando nos habíamos percatado de nuestra dieta olfativa, un trío de monjas se nos apareció. Dijeron, al unísono: <<Correos de la entrada, pelafustanes, y déjennos saborear la sangre de nuestro señor Jesucristo, polutos.>> Era yo quien más tambaleábase, el mayor de los criminales (mi amigo permanecía quieto), y mi imagen era lujuriosa, la misma que Svidrigailov vio antes de morir, con los labios rojos y recostado sobre sábanas de asfalto. Me erguí y eyaculé: <<Vosotras, secundarias, monjas de viñedos, iros de aquí, iros de aquí, que no pertenecéis al aquí y al ahora de las lujurias ni las pieles; cuando entréis, dejaréis de ser monjas.>> Ellas se rieron de mí. Sé que pensaron en que no habría cosa mejor que burlarse de un miserable, pero su monjismo fideísta nos traslució con una pared a los ojos del gremio. <<No hay cosa mejor que burlarse de quien sea aún más mísero que una misma; pero aún mejor es la compasión>>, y esto sé que pensaron, por haber dilatado la vista y enrojecer las mejillas. Cuando las iba a dejar pasar, yo, que soy alto, me deslicé y caí directo a la boca de una. Entonces, no teniendo más opción, la saboreé, y su sabor fue el de un recuerdo de precioso vicio, y ambas cosas, recuerdo y vicio, se hermanaron. Sabor de vino, olor de vino, recuerdos y niñez se fundieron: amamantamiento del recuerdo; delicadeza tumbal y reinado del vicio. No habría sentido cosa tal si sus labios no hubieran sabido a lo mismo. <<¡Ah, cuán rematado estaba su monjismo!>>, pensé. Habíamos caído, y ya solo podíamos permanecer, probándonos y evocando la sangre de Cristo. A veces me pregunto... ¿por qué no evoqué teniéndome a mí por sabor?, ¿por qué mi madre al mundo vino a con vino humectar su sangre? El dominio de las cicatrices sobre mi cuerpo aún delata el dolor de las vides. Todo se ha trasplantado de un trazo de cristal a un labio montañoso; faz líquida. Tu rostro, monja, es una montaña rodeada de mares y bestias; tu garganta se vitaliza ante las meces del vinillo. Cada más tiempo la besaba, perdía aire y portentos; poco a poco, el vino sabía menos y más sano me tenía. Y cuando terminé, cuando terminé, fue mi voz, fue mi beso un desgarro escalar, mas tu cara así, monja, no estuviera si así no fuera.

Garrapata pulgosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora