IV

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El señor Antúnez volvía cargado de energías y recargado de flemas. Se vistió impoluto, pues que se presentase en condiciones a don Víctor, quien al llegarle hijo prometido, diole abrazo fuertísimo; Celedonio mirólo jadeante tras la faena. Don Víctor regalóle una pícara sonrisa de cariño.

—Usted me trabaja bien hoy día, ¿eh?

—Tal cual –respondió Celedonio.

Carlingas, viéndolos hablarse con tanta diligencia, hízole juego de gestos a don Doño. Él, que estaba entre los brazos de su amoroso jefe, cerró sus ojos de súcula. Sorna de rúcula quebrantó a Carlingas. Fuése a pies juntillas, a modo de no ser oído por don Víctor, que no gustaba de interrupciones. Antes de dar fuga, Carlingas regalóle una mueca a Celedonio; y este último le espejeó de intenciones, como muriendo de amores. Don Víctor aún lo abrazaba, como si lo hubiera estado extrañando. El techo de nácar brillaba como un espejito-espejito. Eran vistos como un par de eslabones cadeneros, como dos estilitas que alearían su soledad. A Celedonio érale suficiente como para no ver a su jefe durante todo un año; más preferible encerrarse a pan y agua de cactus por un año.

—¡El reumático y el cara de neumático! —se murmulló.

Cuando ya se tenían desabrazados, la joven figura de don Víctor palideció. Iba vestido con un precioso traje a caóticas rayas verticales —púrpuras y doradas—, una camisa negra y una corbata roja estrellada (éste era su traje habitual). Cedido a la muestra de su gran solapa, el pecho de don Víctor semejaba el tórax de una cobra lisa y opaca. Además de la ropa, don Víctor contaba con una deformación particular en la parte izquierda de la cara, por la que más que burlado, fue temido en su niñez y curioseado por los adultos. No había rastro de epidermis en la zona inferior de su párpado ni en la zona donde es habitante el músculo orbicular; y ahí hacíase un extraño efecto de estiramiento retraído (piel ondulada), por cuanto don Víctor carecía de piel desde el párpado inferior hasta la mitad de la mejilla, siéndose rojizo. Esto hacía contrastar sus ojos junto a su curiosa deformación. Sin embargo, don Víctor era reputado hombre de gran guapura natural.

Don Víctor, que era tan buen inversor de divisas, éralo también de gesticulaciones. Inclinó su rostro por medio de un imperceptible movimiento de la cabeza y habló.

—Celedonio, vaya usted a trabajar —le tomó del hombro y le sonrió—. Hay mucho que hacer

—Así será; usted verá. —consintió don Doño, un tanto acelerado por motivaciones impersonales que de lo contrario acabarían.

Don Víctor se acercó al oído de Celedonio, y empezó a musitarle: <<Señor Antúnez, gracias por volver. No se imagina lo emocionado que estoy por borrar a esos malos elementos. Usted es una perfecta varilla de medición, y pretendo que siga siendo así>>. Celedonio asintió, habiendo recordado que Carlingas pertenecía a esa lista. ¿Le delataría?

Aquél crepúsculo entrambos estaban en busca de cafés. Estaban prontos a haber salido del laburo. El cielo era hijo siniestro de la podredumbre nocturna de Santiago. El anhelo del viento era erosionar el poder de la servidumbre que le respiraba.

<<El amor está en el aire, y el aire huele a vino>>, dijo Celedonio. Carlingas rió.

—¿Qué es tan gracioso? –preguntó Celedonio.

—Todo un poco –contestó Carlingas.

—Entiendo.

—¡Claro que no!, jaja.

—¿Entonces te ríes sobre todo de mí?

—Uno se ríe cuando puede, no cuando quiere.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pasó algo divertido en el trabajo y me acordé. Es todo.

—¿Qué cosa? –sonrió Celedonio, con intrigada suavidad.

—¡Ay, Celedonio! Si te cuento... ¡me quedo sin trabajo!

—¡Vamos! Cuéntame —rió—. ¿Para qué decirlo?

—Te lo cuento si me cuentas algo parecido.

—Cuéntalo entonces. No puedo saber qué magnitud expresa hasta que te oiga, Quevedi.

La gesticulación con que los avergonzados intentan evadirse de sus acciones encontraba en Carlingas digno hablador. Tomó un trago, bajó la cabeza y desenvolvió los rizos con el dedo. Tenía la cabeza cuadrada y morena sobre el respaldo de la silla. Miró de reojo a Celedonio y le congratuló con una sonrisa discreta y una mueca sugerente. Habló.

—Desde el principio, desde el principio...

—Empieza.

—Yo entré muy temprano a trabajar a la empresa. Me titulé a los veinte y un años y don Víctor, por una esquirlita deudora que contrajo con mi padre, me admitió sin mayores dificultades. Aquél favor concedido había sido tan grande y jugoso para la empresa de don Víctor (desde ahora lo llamaremos Ojón) que de mínimo, por muchas faltas que cometiera, tendría asegurados diez años de trabajo en ella. El muy hijo de puta, aun perdonándome todo obligado, me vestía de triquiñuelas, te diré. Yo era quien cometía todos los errores y encaraba las situaciones más desagradables de la empresa; yo era el que ocupaba la oficina más fea y calurosa (aún hoy); yo era el que se tardaba más en el baño; yo era el que se robaba el papel higiénico (y bien sabido por todos que era el Yáñez); yo era el que... ¡Ah, no importa! Pero es cierto que el Ojón ha sido un cabrón conmigo.

>>Es obvio que yo no le he sido mal trabajador, pero de todas maneras me lleva de mala muerte; mi suposición es que porque, según he visto, detesta endeudarse con la gente (y cómo le gusta lo contrario al hijo de puta ése): jamás cumple de buena gana. Suele buscar maneras de hacerte deudor (no por nada es banquero). Por algo te dije hace rato: no te fíes del Ojón, porque en cuanto te haga un favor, te va a enfundar en una red de trampas. El cabrón es inteligente. Y te digo porque lo conozco. Con el tiempo he aprendido a sondearlo, eso sí...>>

—Ve un poco más al grano... —roncó la voz.

—Tú déjame hablar —le increpó Carlingas— y no me interrumpas, ¿o acaso te criaste con monos? Ahora bien, como decía, el maricón ése es una mierda. Por eso mismo me he tomado algunas licencias para burlarme un poco de él; algunas extremas —se detuvo, y bebió un trago de vino.

—¿Cómo cuáles? —preguntó Celedonio, intrigado.

Carlingas rió. Iba a abrir la boca y hablar, pero cayó en la plétora; una especie de carcaj de carcajadas apuntando a donde más le dolía: el habla. Empezó a darse pequeños golpecitos en el pecho; y luego puñaladas de viento. No podía respirar. Celedonio, preocupado, le sacó del bar a que respirase aire fresco.

A la vista lejana, rodeando una vieja pileta, se avistaban algunas mujeres en dirección al bar. Emanaban un leve aroma de mango, como una esencia inconclusa de la frescura; por otra parte, llevaban un aroma algo elegíaco y gastado: era el vino, que sabía a una ambigua pero poderosa pesadez. 

Garrapata pulgosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora