Lunes, 7 de noviembre de 2011
El edificio era espectacular.
Vástago de la renovación de Haussmann y digno representante de sus ideales, ocupaba toda una esquina con vistas al Sena en l'île de Saint Louis. La luz lánguida de última hora de la tarde se escurría entre las nubes y se derramaba sobre la fachada de cinco pisos y los balcones de hierro forjado, bañándolo todo en un dorado beatífico, como en esos cuadros de Bouguereau donde todo parece situado exactamente donde debe estar. De hecho, el edificio parecía extirpado del resto del barrio y sus brasseries y heladerías turísticas, un intruso en mitad del decorado de parque de atracciones para viajeros que es el centro de París. En sus ventanas se entreveía alguna silueta fantasmagórica, pero por más que entorné los ojos no conseguí distinguir nada más claro que el movimiento de las cortinas. Desde la otra acera, vi cómo algún que otro tipo permitía que le abriesen la puerta de su coche de alta gama y luego hacía rotar la puerta giratoria de la entrada, custodiada por un par de moles humanas, dos cancerberos vestidos por Armani.
Me quedé un momento de pie escuchando el rumor del tráfico y viendo el sol reflejarse en la calva perfectamente impoluta de uno de los guardias de seguridad, como en trance. Luego palpé todos los bolsillos de mi abrigo hasta encontrar el papelito arrugado. La caligrafía de Alice era minúscula y la tinta estaba desvaída de haber doblado y desdoblado el plieguecito durante todo el viaje en metro hasta allí, y tuve que acercármelo a la nariz y bizquear a contraluz para volver a leer la nota:
Quai de Bourbon 33
Hotel Chat Bleu
(No lleves tu abrigo roñoso)
Cerré los ojos, casi esperando volver a abrirlos y encontrarme en literalmente cualquier otro sitio. Una playa en Cancún habría estado bien (de hecho, me habría conformado hasta con un retiro espiritual en el Tíbet), pero cuando volví a abrirlos el dichoso hotel seguía delante de mí y supe que no tenía más remedio que entrar y hacer lo que Alice me había mandado, o acabaría con mis cuatro cosas debajo de un puente.
Así que volví a estrujar el papelito en lo más profundo del bolsillo de mi abrigo y crucé la calle. De cerca, la entrada parecía aún más fastuosa, con el dorado pulido de los marcos de las puertas refulgiendo e insinuando un vestíbulo aún más deslumbrante tras ellas. Podría haberme quedado mirando a la gente pasar envuelta en sus abrigos de pelo de no ser por la mole de músculo que se interpuso entre la entrada y yo, tan repentinamente que casi estuve a punto de incrustarme en la pulcrísima pechera blanca de su uniforme.
—¿Se puede saber qué haces?
Me quedé muy quieto. Por algún motivo, pensé que no se refería a mí, sino a otro idiota que casualmente había decidido también ponerse a husmear donde no debía.
Tengo que confesar que no fue mi movimiento más brillante.
—Amigo, eres el sexto que intenta pasar así por las buenas esta semana. Ya sé que no sois los más listos de vuestra carrera, pero podríais hacernos a mí y a Thibault —en ese momento hizo un gesto con su cabeza pelada y brillante al otro guardia, que lo miraba burlón, acariciándose los anillos plateados de la mano como quien prepara un puño americano— un gran favor y dejar de hacer el payaso delante de la puerta. A mi jefa no le gustan los numeritos y no quiero ser yo el que le dé disgustos, ¿entiendes?
—Para eso ya están los accionistas —dijo Thibault, al tiempo que se le dibujaba una sonrisa enorme y torcida, que desapareció en el mismo instante que tuvo que sujetar la puerta a una pareja que salía del hotel y que no nos dedicó una sola mirada antes de entrar en su Porsche blanco.
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De lujo
RomanceLouis parece perseguido por la mala suerte. Con la cuenta corriente en números rojos, una carrera poco lucrativa y sus aspiraciones de convertirse en escritor en pausa, acude a su novena entrevista de trabajo en lo que va de mes esperando un milagro...