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Desde lo alto de aquellos inmensos acantilados pude contemplar como la tierra se empezaba a congelar; el mar se endurecía, y las plantas con las que había crecido desde mi llegada al mundo, se iban sin mi. Las lágrimas ya no podían llegarme al corazón para que creciese más y más, como una flor de loto en un estanque, ahora se resbalaban hasta mi garganta, helándome la voz hasta dejarme sin ni tan solo una mísera palabra poder decir.

Desde pequeña he tenido muy presente el poder de las palabras, "La energía, ni se crea, ni se destruye, se transforma", - dijo alguien mucho antes de que tuviera la desastrosa idea de echar raíces en esta tierra estéril. - Y así mismo, los pensamientos se transforman en palabras, igual que los pensamientos una vez fueron anhelos del alma.

Con el paso del tiempo, se han ido perdiendo las costumbres ancestrales, por las que los primeros seres humanos dedicaban hasta los últimos segundos de sus vidas; que los anhelos nazcan desde los más profundo de las entrañas, los anhelos que se cierran por el día para que nadie se fije en ellos, y que se abren por la noche para florecer sin que nadie aceche y en su etérea plenitud, y no desde algún rincón nublado de nuestro cerebro, sucumbido a neuronas intoxicadas por la codicia y el desamor.

Los ancianos jubilados de la zona, se dedicaban a recolectar la sal que se impregnaba en las rocas por el impacto de las enormes olas cuando la marea era alta. Unos pocos centímetros de roca saliente era suficiente prevención a cualquier accidente, incluso para cuyas rodillas se sostenían en pie gracias a una placa de metal y varios tornillos. En esas antiguas cestas de mimbre se amontonaba aquella sal cristalizada que tan duro trabajo daba recogerla. Aquel salado y pequeño negocio local, el que antaño, era la fuente de ingresos que mantenía a la gran mayoría de habitantes de este lugar, incluido a mi abuelo.

Y ahora que todo se ha marchitado y mis raíces secas finalmente se han acabado despegando del suelo que me sostenía, lo único que me queda es caminar por los raíles viejos y oxidados a esperar a que pase el tren, y así acortar el camino hacia la próxima parada, aunque sea desconocedora de hacía que lugar me llevará, porque ya me he hartado de los días grisáceos y de la hierba congelada con olor a metálico que lucha por crecer junto a las vías. Y que tengan esa altura me hace sospechar que el tren lleva mucho tiempo sin pasar por aquí, y empiezo a dudar que en algún momento vaya a hacerlo. Haciendo equilibrios entre las vías del tren, la poca esperanza que me queda se me está escurriendo entre los dedos. Así que quizás seria mejor que cogiera carrerilla y saltar todo lo que la gravedad me permita, a ver si por suerte podría acabar descomponiendo todas las paradojas temporales y volver atrás en el tiempo, cuando todo era entrañable luz y calidez, para poder ver por última vez los rayos del sol.

Y ojalá pudiera realmente volver, aunque ya no note las heridas de mis pies que me hice aquel día intentando alcanzar descalza aquel punto luminoso que se acabó filtrando por el agua corriente de aquel río, sigo vagamente recordando como aquellas piedras que se camuflaban entre las ondas que generaba aquella estrepitosa cascada apenas unos metros más allá, eran tan afiladas como los dientes de aquel viejo gato callejero que siempre me mordía tan fuerte, porque no sabía lo que era el cariño.

Aquel día había decidido apartarme de aquellas almas tristes que poblaban la casa de al lado de la mía y la de todo el lugar. Parece que vinieron en busca de algo de tranquilidad o quizás de soledad, quién sabe, y al final, se acabaron aferrando a los grises días que los envolvían, y al blanco manchado de las cuatro paredes agrietadas que los acogían. Se pasan todo el día viendo el mundo desde una pantalla, sentados en sus cómodos sillones de cuero, con unas ojeras hasta el suelo, y acariciando a sus perros lanudos, como si así las atrocidades que pasan en el mundo exterior, ajeno al suyo, no les incumbieran.

Así que decidí irme a respirar la llegada de la primavera al bosque, lugar donde parece que el ruido de la ciudad no exaspera, ni el humo de las fábricas que, irónicamente, crean plantas inmortales hechas de petróleo y pintura, las que la gente pone en lugar de las vivas para no tener que cuidar de nada más que de si mismos. El bosque en que viven miles de las leyendas y cuentos de fantasía que me contaba mi abuelo, acurrucados al borde de la chimenea las noches de invierno junto a una taza de chocolate caliente, en las cuales, seres fantásticos, héroes y hazañas bondadosas vivían, un mundo bastante paralelo al nuestro, por desgracia. Y aunque hayan pasado algunos años de eso, debo reconocer que aún sigo teniendo aquel sueño que tanto me recurría en mi niñez, traspapelarme en alguno de los libros folclóricos adornados con gemas y pan de oro y acabar viviendo de alguna manera en alguno de ellos.

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⏰ Última actualización: Apr 27, 2020 ⏰

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