Todo había empezado dos años atrás. Y, como muchas otras historias, empezó con un golpe en seco y el derrumbamiento que le siguió.
El profesor de química tuvo que llamarle varias veces por su nombre antes de que Elías reaccionase. Este regresó de su nebulosa de pensamientos y se enfrentó a la mirada del profesor, temiendo una buena regañina por su falta de atención. Algo a lo que, desde el punto de vista de Elías, ya deberían haberse acostumbrado más de la mitad de sus profesores.
-Elías, han venido a buscarte - dijo el profesor con suavidad. Elías frunció el ceño y dirigió su mirada hacia la puerta del aula donde, ciertamente, se encontraba el director del centro esperándole. Nada más cruzar su mirada con la del hombre notó como volvía a formarse un nudo en su estómago, junto la sensación de que algo malo estaba por suceder, que llevaban persiguiéndole las últimas semanas.
Elías casi podía leer las malas noticias en la expresión del aquel hombre, que empezó a guiarle hasta su despacho sin mediar palabra. El joven le examinó con atención; las arrugas que solían surcar el rostro de un hombre que había superado los cincuenta habían desaparecido. Al igual que su habitual enfado e impaciencia, que también parecían haberse esfumado por completo. Esto solo conseguía poner más nervioso a Elías. La tensión aumentaba y se adueñaba su cuerpo a cada paso que daba. Para cuando se sentó en una de las sillas del pequeño despacho sus músculos estaban totalmente agarrotados.
El director se situó delante de él y Elías pudo ver como se debatía consigo mismo, tratando de encontrar las palabras adecuadas para decirle lo que fuera que iba a contarle. Elías se contuvo para no gritarle que lo soltara ya. El hombre boqueó un par de veces, lo que le hacía parecer un pez fuera del agua, como si los sonidos que intentaba pronunciar no fuesen capaces de salir de su boca. Se detuvo, respiró hondo, carraspeó y finamente habló.
- Elías, lamento informarle de que su madre ha sufrido un accidente de tráfico. Y me temo que no ha sobrevivido.
Ahí fue cuando Elías recibió el primer golpe. Al principio se quedó mirando al director, con la mirada llena de una esperanza basada en la desesperación. Se negaba a creer lo que acaba de oír. Esperaba a que el director se diese cuenta de que se había equivocado de alumno. Esperaba que eso fuese una broma cruel procedente de una mente perversa. Esperaba el oído del propio Elías le hubiese jugado una mala pasada.
Cualquier cosa le valía.
Pasaron varios minutos antes de que al cerebro de Elías se le acabasen las posibles opciones por las que aquello podría haber sido un error. Minutos en los que un silencio sepulcral había llenado la habitación. Un silencio que Elías quiso romper gritándole a aquel hombre que era un mentiroso y que bromas como esa no tenían gracia.
Pero sabía que no era un mentiroso y que aquello ni era una broma ni era un error.
Entonces recibió el segundo golpe, infinitas veces más doloroso y devastador que el primero. Elías sintió que se ahogaba. Trató de coger aire pero lo único que consiguió fue emitir algo parecido a un sollozo. El director le dijo algo pero él no lo oyó, las palabras llegaban a él pegajosas y amortiguadas, como si hubiese metido la cabeza en un barreño de agua.
Elías se levantó de golpe, tambaleándose, y salió corriendo por el pasillo. Las lágrimas le impedían ver con claridad pero aun así consiguió llegar al aula de dibujo, vacía en ese momento. Corrió a esconderse dentro de uno de los armarios donde se guardaba el material. No le importó mancharse entero con los restos de pintura que había. Se sentó como pudo y se abrazó las piernas, que se sacudían en violentos temblores.
Cerró los ojos con fuerza, esperando que, al abrirlos, se encontraría a sí mismo descubriendo que todo había sido una pesadilla, un producto de su imaginación.
Ni siquiera tuvo fuerza suficiente para abrir los ojos.
