Tres días, habían pasado tres días. Estábamos a miércoles y aún no había vuelto a ver a Kiba. Bueno, a Kiba y casi a Hotaru, porque por las mañanas una de las dos salía como un cohete hacia el trabajo antes que la otra. Cuando era yo, ella aún no se había levantado. Cuando era ella, lo hacía con el tiempo pegado al culo y no tenía tiempo más que para un “me voy”. También estaba segura de que evitaba cruzarse conmigo. Cuando la sorprendía mirándome al irse, tenía impresa en la cara una expresión de culpabilidad que, en otras circunstancias, me habría dado lástima. Así que empecé mi segundo día de turno de tardes con muchas ganas de salir de casa. Había una extraña y oscura vibración allí que
quería evitar tanto como pudiera.Comencé mi ronda por la habitación de la señora Prescott, Amanda se
llamaba. En esos días, había entablado una relación cordial con ella.―Buenos días, señora Prescott. ¿Cómo se encuentra hoy? ―Ella estaba acostada en la cama y, aunque intentó sonreír, algo me decía que no se encontraba bien.
―Un poco mareada.
―Vamos a tomarle la tensión y la temperatura.
Intenté apartar el rostro de ella y su marido para esconder mi disgusto por lo que veía, pero él estaba demasiado pendiente de todo lo que se relacionaba con su mujer, así que enseguida notó que no me gustaban los datos que registraba su gráfica.
―¿Qué sucede?
―La tensión está un poco más alta que ayer. Voy a comentarle al doctor. Tal vez por eso esté algo mareada. ―Salí de la habitación con paso normal y, nada más cerrar la puerta a mi espalda, corrí al puesto de control―. ¡Llama al doctor Lewis!, ¡Deprisa!
―¿Qué ocurre?
―La señora Prescott tiene 16/7 de tensión arterial. Está muy descompensada y se marea.
El doctor tardó menos de 10 minutos en estar dentro de la habitación de la paciente. Revisó la información y tomó las constantes de nuevo. Pidió un PET y una ecografía urgentes y me hizo acompañar a la paciente en todas sus pruebas, haciéndole llegar los datos en cuanto estuviesen disponibles. Cuando llegamos a la habitación, el doctor ya estaba esperando. Estaba claro que había estado hablando con el marido de Amanda, porque su expresión estaba más preocupada de lo normal.
―Vamos a practicar una cesárea.
La mano de Amanda cogió los dedos de la mía y los agarró con fuerza. Sus ojos estaban clavados en su marido, suplicando su apoyo. ―Tom. ―El Dr. Lewis la miró con seriedad.
―Vamos a prepararle para el quirófano. Su marido puede esperar fuera, pero no podrá entrar.
Noté como su agarre se crispaba. Estaba asustada, y podía comprenderlo. Se enfrentaba a una situación muy complicada, y lo haría en una habitación que ya daba miedo de por sí y rodeada de extraños. Entonces hice algo que se excedía de mis obligaciones, pero que mi corazón me pedía a gritos.
―Yo me quedaré contigo, Amanda. No me iré a ninguna parte. ―Miré al
doctor Lewis buscando su aprobación y él asintió.―Acompáñela a preoperatorio, enseguida me reuniré con ustedes.
Caminé al lado de la cama de hospital, aferrando la mano de Amanda, notando su miedo, intentando absorber todo lo que pudiese de él con aquel pequeño gesto. Mientras subía en el ascensor con ella, eché un vistazo al reloj de mi muñeca. Mi turno terminaría en breve, pero me daba igual. En casa nadie se daría cuenta de que llegaba tarde y ella me necesitaba, así que no había nada que pensar, nadie a quien avisar.
Había estado en más de un parto e incluso en alguna cesárea, pero aquella vez todo me pareció diferente. El quirófano se sintió más frío, el personal más distante, y el tiempo más lento, más pesado. Pero sabía que no era así, era tan solo que la situación me arrastraba. Volví mi atención hacia Amanda y le hice centrarse en mí mientras tomaban la vía para introducir la medicación. Acaricié su frente, apartando los cabellos que se pegaban a su sudorosa piel.
―Mis niños.
―Estaré aquí, yo los vigilaré. A todos.
Pude sentir sus músculos relajarse, pero no era por mis palabras. Sus ojos se enturbiaron y noté como su consciencia se perdía. No solté su mano durante toda la operación, pero tampoco me distancié de la conversación que se desarrollaba a mi alrededor. Los cinco chicos de la señora Prescott estaban de camino. Cinco niños, pensé, pobre mujer, un hogar lleno de testosterona le esperaba.
Uno a uno, los bebés fueron saliendo de su cálido refugio y noté cuándo el ambiente del quirófano cambió. Cuando la tercera criatura fue extraída, la prisa y las miradas nerviosas se adueñaron de todos.