El Emperador

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Cuando suena la campana, suspira de alivio. La clase de biología últimamente era más tediosa de lo que recordaba.

Toma todas sus cosas y va directamente hasta la biblioteca. Saluda a Nancy, la bibliotecaria, y camina hasta la sección de misterio. Rebuscando, encuentra el libro que ha venido leyendo desde hace un par de días, aquel que la tiene tan atrapada como para seguir yendo a la biblioteca de manera diaria.

Toma lugar en el quinto asiento —su número de la suerte— desde la punta derecha de la mesa, y acomoda sus cosas.

Lo abre en la página que había quedado, ya casi hasta la mitad, y sigue leyendo.

Las palabras del autor la atrapan inmediatamente, como siempre, y comienza a sentir un escalofrío mientras más se mete en la historia. Cada vez que se deslizaba por las palabras, era como si la magia la envolviera. Cada cosa que contaba aquel libro era extraña, encantadora y tenebrosa. Todo a la vez.

De repente, cuando ya lleva un buen rato, alguien toma lugar frente a ella. El muchacho de cabello castaño, cara angulosa y ojos claros la desconcentra, pero vuelve a intentar meterse en la lectura.

—Oye, ¿Qué lees?

Levanta la mirada del libro y le dirige una mirada asesina. Es una biblioteca, no se puede hablar.

— ¿Qué, acaso te ha comido la lengua el gato?

Se gira hacia Nancy, esperando que lo calle.

—No busques su ayuda, algo me dice que no está disponible, si quieres ponerlo así— marca la palabra y sonríe de lado.

Todo lo que pudo notar desde su asiento es que tenía la cabeza inclinada a un costado. Tal vez estaba durmiendo. A pesar de lo raro de la situación, lo dejó pasar, aquella mujer hacía más horas de las que debía.

— ¿Puedes responder mi pregunta?

—No veo el caso— fue todo lo que contestó, con una voz titubeante.

¿Por qué un chico que no conocía de nada le hablaría?

—Pero sí que lo tiene. Te he estado siguiendo— cuando se giró hacia él algo asustada, se puso a la defensiva —con todo lo normal que esa palabra pueda tener. Simplemente quiero saber por qué alguien viene todos los días a leer el mismo libro en vez de llevarlo a su casa.

Valerie comenzó a pensar. Ella había querido llevarse el libro a su casa muchas veces, pero siempre había algo que se lo impedía. Es como si una fuerza sobrenatural le advirtiera que eso era lo peor que podía hacer. Le daba miedo llevarlo.

—No me apetece hacerlo.

Él frunce su ceño.

— ¿Eso es todo?

Comenzó a cabrearse.

— ¿Sabes? No quiero responder a más preguntas, Ni siquiera sé cuál es tu nombre.

—Lo siento, que modales— levantó sus cejas, luego las bajó y adoptó un tono casi burlesco para presentarse, como si fingiera modestia —me llamo Alessandro.

Puso sus ojos en blanco, pero por supuesto que tendría un nombre impresionante.

—Ahora, Valerie, ¿me dirás qué estás leyendo?

Ella abrió mucho sus ojos mientras lo observaba. No le había dicho su nombre.

— ¿Quién eres?

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