Alerta roja indefinida

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  Dejaron el norte y se adentraron en la ciudad cuando ya comenzaba a oscurecer. Nadie dijo una palabra en todo el trayecto, y solo se escuchaban los sollozos del superintendente. En su radio se pudo escuchar como declaraban alerta roja indefinidamente. Conway la apagó. Gustabo agarró su mano temblorosa, Jack la estrechó y cerró sus ojos. Se apoyó sobre Gustabo y descansó la mano que aún mantenía libre sobre su pecho, que se hinchaba con dificultad. A Gustabo se le partía el corazón con cada suspiro.

  Horacio aparcó frente a la comisaría, donde les esperaban varios agentes. Se acercaron al coche y ayudaron a bajar a Conway, que se mantenía en pie a duras penas. Lo escoltaron hasta el interior y lo llevaron a su despacho. Gustabo y Horacio entraron también. Los agentes salieron y quedaron los tres solos. El superintendente se apoyó en la mesa; miraba directamente al suelo y apretaba los puños con tanta fuerza que los hacía temblar.

  —Necesito ir al aseo. —dijo Conway. Gustabo asintió y le acompañó hasta el lavabo. Él esperó en la puerta mientras el superintendente se refrescaba el rostro.

  El sonido de un disparo y el estruendoso sonido de cristales cayendo al suelo asustaron a Gustabo, que entró en el aseo con rapidez. Conway estaba apuntando al espejo, ahora partido en mil añicos. Gustabo puso la mano sobre el arma y la hizo bajar. Se la quitó de las manos y la tiró frente a la puerta.

  —Ven, siéntate. —le pidió Gustabo a Conway. Los dos se apoyaron sobre la pared libre y se sentaron en el suelo. El superintendente se apoyó sobre Gustabo y escondió su rostro.

  Gustabo agarró la radio de Conway y pidió a un agente que entrase en el servicio y se llevase las armas que el superintendente poseía. Le quitó el taser, la porra y el resto de objetos que pudiese llegar a usar para autolesionarse y los tiró junto a la pistola.

  —Quien entre, por favor, que no pregunte, tan solo que coja las armas y salga del servicio, gracias. —Gustabo apagó la radio.

  Conway pasó sus brazos por el torso de Gustabo y se aferró a él, a lo que él respondió apoyando su cabeza sobre la del superintendente y acariciando el brazo que más cerca tenía. La puerta se abrió, una mano asomó y recogió las armas. Después salió y el silencio se volvió a apoderar de la situación. 

¡Volkov, Ivanov!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora