Donde termina el arco iris

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Rosie miró al hombre que tenía delante. Casi un metro noventa, de pelo moreno con canas en las sienes. Tenía la piel cansada y arrugada alrededor de los ojos y la boca. Tenía los ojos cansados, como lo estarían los de cualquiera que hubiese conducido cuatro horas hasta Connemara después de un vuelo de cinco horas. Pero aquellos ojos brillaban y refulgieron al humedecerse.
Los ojos de Rosie también se humedecieron. Notó que le apretaban el brazo con más fuerza.
Era él. Finalmente era él. El hombre que había escrito la carta final que había leído aquella mañana, rogándole una respuesta.
Naturalmente, después de recibirla, no había tardado nada en contestar. Y mientras el silencio mágico volvía a envolverlos cincuenta años después, lo único que pudieron hacer fue mirarse a los ojos. Y sonreír.

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