Dos en un millón.

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Me desperté de sopetón, con el corazón en la boca. Había escuchado una ligera respiración, como un susurro ¿O fue una pesadilla? No lo creo. Esto se sintió diferente, vívido. Exploté mis pulmones con oxígeno e inflé mis mejillas, aguantando el aire con el objetivo de disminuir el violento palpitar de mi motor.
«El quinto dedo encadena la alianza de la verdad» susurraba aquella voz fantasmal. Estaba paralizada, no siempre sufría trastornos del sueño, no obstante, cuando finalmente pasaba me negaba a reaccionar con coherencia o audacia.
Me despojé de las frazadas y caminé hasta el baño a paso rápido, e intentando obviar mis temblorosas manos, me lavé la cara con agua tibia. Tal vez mamá tenía razón y debía dejar de dormir con un espejo en frente de la cama, a pesar de no ser muy creyente de lo paranormal, no me resistí a la idea de quebrar el espejo con mis propias manos si fuera necesario. Resoplé, no era la primera noche que me sucedía, pero hacía un par de semanas que el murmullo del mal se había dado unas vacaciones. Sin embargo, aquella noche volvió más ruin que nunca y sin ningún presagio que la anunciara.

Miré mi figura a través del espejo y lo vi empañado, como si alguien acabara de salir de una ducha a mil grados. Vacilé un poco, eran como las cuatro y media de la mañana ¿Quién estaría bañándose a esa hora?
Entonces distinguí en la esquina derecha la misma frase escrita con dos dedos. Casi me da un paro cardíaco. Pestañeé mirando el cuarto esperando encontrar algo con lo que borrar el espejo, una toalla color durazno apareció en mi radar y sin dudar la usé, sin sutileza, eliminando los restos de «El quinto dedo...».
Salí con la frente sudorosa y me percaté de la torrencial lluvia que empapaba el ventanal de mi habitación. Aunque las gotas topándose con el techo se me hacían el sonido más atractivo y relajante del mundo, la oscuridad no me gratificaba con su tétrica belleza y la cobardía me regaló insomnio. Un trueno partió la ciudad en dos y decidí descender hasta la sala para presenciar el espectáculo desde allí. Amaba la tormenta, era ese punto perfecto entre el estilo de poesía melancolía en el desconsuelo de los sueños rotos y el estilo del bulevar de las innovaciones cosmogónicas. Para ser sincera prefería el segundo porque le daba un toque de romance a la tempestad.

Tomé asiento al lado de la cristalera, tragándome el vértigo que me ocasionaba mirar para abajo —pero lo prefería antes que mi tonta cama llena de espíritus—. Habitábamos el piso catorce, departamento ciento treinta y dos, con la idílica vista de una isla perdida en Grecia. Lo gracioso era que, a pesar de mis marcadas características étnicas, mi padre era italiano y mi madre española, por lo que mi personalidad era una combinación de culturas muy distintas. Amaba la maravillosa Grecia, con mayor cantidad de islas que arquitectura y más tabaco que parques de estacionamiento, pero era placentero habitar aquella parte de Europa. Otra cosa que amaba era escribir sobre Grecia y romper los estereotipos de las personas.
Fue entonces cuando me di cuenta que no iba a conciliar el sueño de nuevo, mi mente ya había comenzado a revolotear en lugares sin sentido, y determiné que lo mejor sería despejarme un poco y olvidarme del susurro fantasma. Pensé en prepararme un té y tostadas con mermelada de arándanos y subir a buscar mi decrépita libreta, así que me encaminé hacia las escaleras.
En ese instante una claridad interrumpió el suelo desde la cocina. Había alguien despierto en plena madrugada.

Asomé la cabeza por la puerta corrediza y avisté a Kegan apoyado en la mesada, desecando una pobre botella de agua hasta arrugarla y dejarla como un bollo de papel.
—A que me encontré un peregrino a la caza de una cascada divina —dije en voz baja, intentando evitar que el sonido retumbara y despertara a mamá.
—¿Qué haces despierta? Son como las cinco de la mañana—respondió. Me encogí de hombros.
—Mal augurio.
—Ah, tuviste una pesadilla.
No supe discernir ni tampoco explicar lo que había sentido. Lo dejé pasar.
—Da lo mismo.
—Seguro es el peso de tu conciencia condenando las veces que el director tuvo que citar a Dante e Isabel para felicitar tu participación escolar, con el fin de amortiguar la perorata de tu carácter perruno.
Bufé y me dirigí a los estantes para sacar una taza. En realidad no estaba mintiendo, y menos me sentía orgullosa. Puse a hervir el agua y busqué unos saquitos de té de manzanilla, la mermelada, una cuchara, pero no encontré el pan de molde.
—Solo fueron tres veces.
Asintió, con una mueca socarrona.
—Tres veces que ellos se enteraron de tus estupideces —dijo —, no la cantidad de metidas de pata que pegaste en la institución. Esas siguen vigentes.
Me arrodillé en la mesada y me estiré hasta alcanzar el azúcar, sabiendo que si me caía mi única salvación sería el espíritu santo.
—¿Te bañaste? —cuestioné al notar su perfume y el cabello mojado. Eso me calmó, para mí tenía más sentido que Kegan hubiese decidido tener higiene por primera vez en años en vez de que un espectro me estuviera acosando.
—Sí, deberías hacer lo mismo, apestas a queso.
Arrugué la nariz. Ah, era un tremendo troglodita.
—Por lo menos no soy alérgica al sol.
Ignoró mi respuesta y desechó la bola de plástico.
—Ya que estamos me gustaría pedirte un favor—solicitó.
 Hice un ademán con la cabeza, esperando que hablara.
—Intercambiemos la semana. Te vas con Dante y yo me quedo con Isabel por quince días.
Solté una carcajada sarcástica. Bajé de la mesada con un aire enclenque y apenas aterricé lo miré a los ojos, confirmando el parloteo que acababa de concederme.
—Buen chiste—me burlé.
—¿Qué es lo gracioso?
Aguardé a que mi cerebro procesara la información. Acababa de comenzar mi semana con mamá, no tenía sentido que me fuera, era su turno convivir con papá y el abuelo. A ver, no es que detestaba pasar horas escuchando anécdotas repetidas o comer pizza recalentada, pero teníamos un trato familiar. Fruncí el ceño.
—No juegues.
—¡Es que no lo hago! —Observó mis movimientos, atento, y me dedicó un gesto desorientado—. ¿Qué estás buscando?
—El pan —contesté impetuosa. No podía creer lo que me estaba pidiendo —. ¿Por qué quieres hacer eso?
Puso los ojos en blanco y se acercó a la alacena, abrió una puerta y sacó una bolsa transparente con el bendito pan. Me lo lanzó y lo atrapé enseguida.
—Anoche peleamos  y no quiero verlo. Fin de la historia.
Apagué el agua hirviendo y la serví en la taza naranja de cerámica. Agregué azúcar y revolví con suavidad, mientras mi mano libre rebuscaba un plato en donde apoyar las rodajas que serían tostadas en la brevedad. No me tentaba romper las columnas de la estabilidad que nos había costado tanto construir ¿Y si mamá pensaba que prefería más a papá? ¿Y si el abuelo creía que Isabel era mala madre y terminaba en un encontronazo entre los dos? Tampoco quería hacerme la cabeza, pero fue demasiado tarde.
—Lo siento, no cederé.
 Esbozó una risilla inocente, como si tuviera el plan maestro que lo convertiría en el malhechor más codiciado de la isla, pero les aseguro que lo único que lograría sería mi odio eterno. Acaparó unos segundos mi burbuja de espacio personal, lo que fuera que se trajera en manos no iba a ser un plan divertido para mí, definitivamente. Tragué fuerte.
—Claro que sí —advirtió —. O de otro modo le contaré a nuestros padres sobre una trampita de segundo año...
Aflojé el peso de mi cuerpo en el mármol. No sería capaz el muy imbécil.
—Eso era un secreto.
—Y no lo será nunca más.
 Le atravesé el cráneo con rayos láser. O eso deseé. 

¿No podía pedirle una maldita cosa tan simple como guardar un secreto? 
 Recordatorio: nunca más pedirle ayuda a Kegan o tomará provecho. 

Medité mis chances de salir viva si me delataba y la probabilidad estadística dio cero. Titubeé, estaba teniendo un colapso de dimensiones épicas.
—Bien —acepté, no tenía escapatoria. Él festejo golpeando el aire con sus flacuchos brazos —. Será mejor que le des una buena excusa a mamá.
—Bah, ella entenderá.
Sin más que decir subió las escaleras creando la mayor cantidad de vibraciones en las paredes posible, ni siquiera le importaba que la mujer que nos dio la vida estuviera durmiendo a dos pasos de nosotros.
Suspiré, cavilando en mis decisiones de vida y palpando la vergüenza ajena que escoltaba aquellos recuerdos. Claramente, si reconociera a todas las personas que conocí en cierto lapso de tiempo en el que mi madurez era nula, les estrecharía la mano y diría: «Permíteme presentarme de nuevo». No me sentía orgullosa de mí misma, pero no podía cambiar el pasado.

Relajé el cuello y me di cuenta que ya había terminado con las tostadas, acerqué una bandeja y percibí un trueno más. Sonreí mientras acomodaba mis cosas como si fuera el desayuno de una princesa y dejé la bandeja en la mesita ratona que estaba al lado del ventanal. Me trasladé hacia mi habitación para hallar el único elemento que faltaba en mi madrugada de escritura, tenía mucho material para plasmar de aquella noche. Escudriñé el portafolio con la mancha verdeyazul —que ni me esforcé en quitar—, en cada bolsillo y compartimiento, pero no encontré el cuaderno. Se me congeló el alma y una agresividad fuera de mí me penetró, violentamente lo di vuelta, pero no conseguí cambiar los hechos. No estaba. Había perdido mi libreta y diario personal en algún lugar de la isla.


LapislázuliDonde viven las historias. Descúbrelo ahora