Mis días pasaron secos. Absurdos. En blanco.
Todo lo que me venía a la cabeza era cómo se suponía que aceptaría la propuesta del señor Kim sin caerme de mi propia torre de orgullo, sin contar el hecho de que invadió mi espacio personal y arrastró al director con él. O quizá fue al revés, no tenía idea. No estaba queriendo ser tediosa, no quería comenzar una batalla de egos, pero me acusaban de ser egoísta cuando me ponían su bomba de tiempo en las manos, la gran papa caliente a punto de estallar y descuartizar cada muro de la escuela y mi vida. Quería ayudar, quería pensar que todo estaría bien, que los talleres seguirían y así tal vez dejar que mi conciencia vagara tranquila en alguna laguna anaranjada, pero eso sería mentirme en demasiadas formas diferentes. Y es que, sus palabras me habían llegado, pero estaba asustada.
El lunes pasó desapercibido en mi línea de tiempo. Geografía política, las charlas de educación sexual y un par de invitaciones para integrar el comité del baile de la luna llena terminaron siendo un espacio en blanco tapado por mi único pesar: ¿Cuál sería mi respuesta?
Si les decía que sí me encadenaría a un bloqueo escritor nivel uno, daba por seguro, desesperación crucial y un par de visitas al terapeuta para equilibrar mi autoestima escritora. Si decía que no, lamentaría no haberlo siquiera intentado, sabiendo que la posibilidad de emprender un viaje a otro país estaba al alcance de mis dedos. Además, ¿Qué pensaría Alexander si supiera que su creadora no quiere arriesgarse a completarlo? ¿Qué pasaría si me vuelvo y no termino su historia con Anastasia? ¿Qué sucedería si Lander se entera...?
Oh, no. Oh por Dios. Lo olvidé completamente, ¡La historia no es solo mía, es de Lander también! Pero claro, ¿Cómo pude pasar eso por alto?
Un punto más a mi favor, la historia no era del todo mía. Si bien era yo la que tenía la audacia de sentarme a escribir, Lander tenía epifanías espectaculares que revivían y agudizaban las esquinas de la trama, haciendo que fuera cada vez más interesante. Su perspectiva de la vida era tan singular que dolía pensar que lo mío podía llamarse inventiva, era como insultar a un genio.
Martes, un suplicio. Recuerdo haber pasado horas mirando a la pizarra con la cabeza recostada en el puño de la mano, trazando líneas imaginarias que me liberaban un poco de la ansiedad. Arranqué una hoja del cuadernillo de matemáticas y con un terrible pulso empecé a escribir lo que sentía. Era una carta para el universo, una carta que me desgastaba las articulaciones de tan rápido que la escribía, utilicé dos lapiceros enteros, o tres. O cuatro. Utilicé cada palabra que se desbordaba del hemisferio izquierdo de mi cerebro, una clase de verborragia que me destapara del manto de terror en que se estaba convirtiendo mi vida. Me dejé llevar por el momento y no me di cuenta cuando la profesora se paró en frente mío con cara de «Me levanté con el pie izquierdo y me voy a descargar contigo.» Terminé en el despacho del director, con una hora de castigo después de clases. Para resumir: la carta se trataba de mí rogándole al universo que me pusiera en un contexto mágico y sideral (como el de Alexander) y me concediera un único deseo, el cual usaría para liberarme del terremoto que se me acercaba a paso tortuoso.
El miércoles fue una basura, la profesora de matemáticas me echó el ojo encima en cada módulo de clase que tuvimos. El jueves apestó, la noche anterior no había podido dormir entre mis pensamientos y los ronquidos de mi padre. El viernes no fue tan malo, al fin y al cabo, era viernes, algo bueno podía sacar de él. El mayor disfrute que le di fue Netflix y una bolsa tamaño familiar de papas fritas mientras le lloraba a Rachel McAdams en Diario de una Pasión. La mejor decisión para un viernes a la noche, sí señor.
Así fueron pasando los días, las horas, los minutos, plasmándose como años de carga. Lo peor era que, a pesar de la abundancia de tiempo que tuve, no resolví ni una de mis inquietudes.
Recordé llamar a Kegan para intercambiar semanas antes de mi cumpleaños, pero el troglodita no cedió. Mis diecisiete serían un día después de la fecha límite de mi respuesta, así que esperaba que los resultados fueran más un regalo que una consecuencia negativa.
Esa mañana el abuelo estaba leyendo uno de esos periódicos sensacionalistas que papá le regalaba todos los días. Lo teníamos en casa antes que abandonarlo en su vieja motorhome, mientras la abuela promocionaba su —último, espero— libro de autoayuda por Europa. Sí, esto de ser escritora viene de sangre. Pero ya saben, lo que se hereda no se roba.
Franklin levantó la mirada de su diario y con el ceño emputado me observó. Bajó la vista y la volvió a subir para mirarme, confundido.
—¿Esto es lo que hace tu generación?
—¿Qué cosa?
—No comer carne.
Me detuve por un instante con la taza de café a medio tomar e imité su gesto. Analicé sus palabras.
—¿Ser vegano?
Refunfuñó.
—¡Bah! Tiene nombre. Es como una condición del movimiento izquierdista, entras si no comes carne, es el nuevo estilo de fascismo—espetó con desdén—. Ah, pero si te gustan las hamburguesas entonces te usan como sacrificio para honrar a Vladimir Lenin. Una hipocresía de terror, Angelita.
Terminé mi café en menos de un suspiro y escondí una sonrisa. En realidad no entendía casi nada de lo que me estaba diciendo porque no me gustaba la política, pero me resultaba gracioso ver como se quejaba y le saltaban las venas de la frente.
«Angelita», adoraba cuando me llamaba así. Y él adoraba hacerlo. Todos ganábamos.
Dobló el periódico en dos y lo dejó en un costado de la mesa, al lado de su té con leche. Escuché que me dijo algo, pero no le entendí.
—¿Qué dijiste?
Se despegó la taza de la boca y me miró.
—No dije nada, Angelita.
Entrecerré los ojos intentando adivinar dónde estaba la trampa, pero no percibí ningún tipo de farsa en su tono o en su cara. Me concentré para ver si podía escuchar algo más, la frase de la otra noche, un susurro o algo así. Pero no funcionó. Pensé que lo más seguro era que fueran efectos secundarios de la falta de sueño y que la presión me estaba por volver loca.
—¿Cómo has estado? —Preguntó despertándome.
—Bien. Trabajando para la escuela.
—¿Sigues en ese taller de mariposas?
—Abuelo. —Le di un manotazo en los nudillos, con delicadeza, reprendiendo su intento de insulto.
—Abuelo tus patrañas. —Se cruzó de brazos.
No le gustaba que lo llamara así todo el tiempo, pretendía permanecer en juventud.
Asentí con la cabeza y una sonrisa sin mostrar los dientes. Cuando sujeté la taza de cerámica, mis dedos me agradecieron el calor que emanaba y los acomodé allí.
—Sí. Sigo en eso.
Reprimí la sensación de pesar que me llegó hasta el corazón cuando dije que sí. No sabía cuántas veces más podría decir aquello sin que me atravesaran un escarbadientes de metal en el pecho cada cinco segundos. En un momento llegué a pensar que solo extrañaría la levedad del castigo, pero cuando pensé en Nahia y su masa marrón de acuarelas mezcladas..., algo se enterneció en mí. Ignoré mi corazón.
—En mis épocas los castigos eran diferentes. Nos paraban a todos en una fila tipo militar, al rayo del sol dejándonos ciegos, y nos amenazaban con una regla de madera. Si no admitíamos quien había sido el rufián, terminábamos con las piernas quemadas de tantos azotes.
Incliné la cabeza y enarqué las cejas. Desde ese punto de vista la propuesta de William no se veía tan tortuosa como me la planteé.
—Iré al punto de mi pregunta. Te he notado diferente esta semana, más pagada.
—No es nada, lo juro.
—¿Lo juras?
—Un poco.
—Eso suena poco creíble. Seré mayor (hasta cierto punto) pero todavía puedo ver, aunque no puedo escuchar tan bien como antes.
Saqué mi labio inferior hacia afuera y me encogí de hombros, yo tampoco sabía cómo hacer que me creyera, más, sabía que si lo dejaba pasar, él pensaría que no era nada serio y lo dejaría también.
—Buen día solecito. —Una radiante bola de energía entró por la puerta, también conocido como «Papá.»
Cuando lo veía no podía reflejarme menos en él. Su cabellera rubia lo atacaba como de costumbre, con un par de canas salvajes que no acaparaban toda la visión. Su nariz era recta, y pasaba el metro ochenta, delgado para sus pasados cincuenta. Me sonrió y un par de dientes chuecos me dieron la bienvenida como cada mañana en las últimas dos semanas.
Levanté la taza respondiendo al saludo.
Como dije, nada reflejada en él en lo físico, pero en la personalidad aseguraba que éramos un espejo de generaciones. Éramos reservados, no muy confianzudos, pero al momento de tomar al toro por las astas lo hacíamos. Más él que yo. Aún no controlaba mi voluntad ni mi indecisión y a veces prefería quedarme callada, ahora, si no tuviera más remedio, seguro que lo haría. Eso quería creer.
Y ya sé lo que están pensando: « ¡Toma el toro por las astas, Jordan, es tu oportunidad! » Pero era más fácil decirlo que hacerlo.
Tomé un sorbo de café y enseguida recibí una palmada en la espalda haciendo que me ahogue y escupa el café que se atravesó por mal camino.
—Mi niña..., su último día con dieciséis. Qué rápido pasa el tiempo.
—Diecisiete, eh ¿Qué sigue? ¿Drogas y alcohol? ¿Enamorarte de un motoquero mecánico? —Cuestionó el abuelo.
Sentí la sangre subir por mi cara cuando mencionó al motoquero mecánico e intuitivamente pensé en Nigel. Apoyé mi mano en mi mejilla para que no se dieran cuenta, pero no funcionó como yo esperaba.
—Parece que le acertaste, papá.
—Si estuviera Belinda...
—Si mamá estuviera aquí le recomendaría los anticonceptivos más efectivos. Eso es un no para mi niña; no motoqueros, no fiestas, no alcohol y ninguna pastilla anticonceptiva sin mi permiso.
Puse los ojos en blanco y me dejé caer en la silla con los brazos colgando a cada lado, estilo muerta.
—¡Papá!
—Cero quejas.
—Dante, Angelita tiene razón, no puedes prohibirle las pastillas anticonceptivas. No quiero nietos. Quiero morir como una leyenda urbana entre la juventud, así todos me recordarán.
—¡Abuelo!
Genial, perfecto. Todos aporten a mi inexistente vida sexual. En ese instante prefería un millón de veces más la charla de ESI que un absurdo intento de protección y empatía por parte de mi progenitor, y el progenitor de mi progenitor.
—¿Y si hablamos de otra cosa? ¿Qué les parece el día? ¿Va a llover?
Mi padre miró por la ventana y se echó a reír.
—No existen las nubes en Grecia hoy, Jordan, no seas ridícula.
Suspiré y me escondí detrás de mis manos. En mí mundo el cielo se había nublado desde el funesto día de mi condena como escritora, y el sol parecía desaparecido, nadie más percibía el llanto del sol como yo.
—Tienes quince minutos para prepararte. Te espero en la camioneta.
Quise quejarme y decirle que iría con Lander, como hacía casi todos los días, pero sabía que sería inútil porque es más terco que una mula.
Franklin me apretó la punta de la nariz con sus dedos mientras hacía morisquetas tontas. Me reí como si fuera lo más gracioso en el mundo porque para mí lo era, mi abuelo dándome cariño y haciéndome el cuento de que sería joven por siempre, a pesar de sus notables arrugas y las manchas amarillas que le salían en la piel. Siempre quiso darme la ilusión de ser eterno y estaba más que agradecida.
Con mi maletín en mano y la primera camisa a cuadros que encontré en el armario me subí a la camioneta, lista para despegar a mi fin.
Papá dijo algo.
—No entendí lo que dijiste.
Negó observándome desde el espejo retrovisor.
—No abrí la boca, cariño.
Acomodó el espejo para verse los dientes y sacarse un pedazo de algo verde con la lengua.
Bien, nadie me habló. Otra vez. Pero no estaba loca, apostaba todo por eso. Hacía un par de días que no dormía, subsistí a base de café y gomitas de osos azucarados, mi libreta estaba dando sus últimos alientos antes de morir erosionada por el viento— y eso me traía como loca—, tenía una decisión que tomar y eso era todo. No estaba loca en serio, solamente volada.
Sonó la campana y salí primera de clases. Estiré mi cuello hacia la izquierda y luego la derecha para hacerlo tronar mientras los estudiantes corrían de un pasillo hasta el otro. Las galerías colapsaron en dos segundos y eso era habitual, todos se movían a la velocidad de la luz menos yo. Yo estaba parada, mirando a la nada y pensando en nada. Mi poco entendimiento había fallecido culpa de la clase de química avanzada que me obligaron a tomar los tutores.
Me dirigí al jardín para esperar a Lander, con un jugo de naranja en la mano. Me troné los dedos de la mano libre y luego mordisqueé las uñas, inevitablemente ansiosa. Ni pensaba quedarme cerca de la sala de profesores por si me llegaban a ver y querían mi respuesta en el momento, era el día crucial y aunque parezca mentira —no parece mentira— no tenía la respuesta, y como si fuera poco, tampoco le había pedido permiso a Lander para quedarme con los derechos de la obra; era nuestro bebé, me sentía como cuando mis padres se divorciaron y tuve que elegir con cuál quedarme por primera vez. Alexander estaba en esa posición sin ser consciente de ello.
Caminé distraída intentando divisar los reflejos cobrizos entre la multitud cuando por accidente le pisé el pie a alguien. Lo escuché quejarse como un bebé. Es que, por favor, ni siquiera tengo el pie tan grande como para que le duela de verdad.
—Ethan—confirmé, pero también fue en forma de saludo—. Lo lamento.
Hizo un ademán con la mano restándole importancia, mientras se sobaba el pie con la otra.
—No pasa nada, ¡Me la debías!
Sonreí captando su buen humor, me hizo bien que se lo haya tomado con alegría y que no quisiera asesinarme por saludarlo, como el chico de la enfermería había hecho. Seguro que si ese chico hubiese tenido unas tijeras en mano me las habría tirado por la cabeza, sin dudarlo.
Me pregunté si se conocerían, ambos están en último año.
Se paró de un salto y noté nuestra diferencia de altura, como el día del accidente, solo que esta vez no me hizo sentir tan pequeña o vulnerable. Tal vez era su torpeza que me borraba su fachada de posible asesino serial.
Mordí la bombilla del vaso, nerviosa; no sabía qué se suponía que debía decir.
Carraspeó.
—Espero que tu nariz no me odie.
—Ni mi nariz ni yo te odiamos, Ethan. Fue un accidente.
Sonrió e iluminó toda Grecia con su blancura.
—Eso es fantabuloso—respondió con los brazos en forma de jarra. Luego se percató de la jerga que usó y tomó una postura más preocupada—. Quiero decir fantástico y fabuloso, no fantabuloso. No sé qué quiere decir, me la acabo de inventar.
Se rascó la nuca y apreció el suelo.
—Fantabuloso, anotado.
Vi como una chica con cabello negro y mechones verdes rodó los ojos y se miró las uñas, la misma que se lo llevó el día de la catástrofe nasal.
—Si algún día necesitas algo, lo que sea, algún favor grande o pequeño..., no es como si me importara el tamaño, digo, el tamaño no es importante sino saber usarlo... ¡El favor! ¡Saber usar el favor...!
—Ya. Te entendí, no te fuerces.
Apoyé una mano en su hombro y tomé del jugo de naranja. Ethan me sonrió de costado y acomodó su cabello rubio. Aún era incómodo después de todo, pero no podía cancelar a una persona por una cosa así, por lo menos no sabiendo que me estaba ofreciendo una recompensa por su torpeza.
Lander llegó a mi lado con el ceño fruncido.
—Hey. —Apoyó su mano en mi hombro—. ¿Vino a devolverte la sangre que te sacó?
Me reí.
—No te preocupes Lan. Todo arreglado.
Ella lo miró, recelosa, y se cruzó de brazos con su pose característica.
—¡En serio! Todo arreglado— Dijo Ethan e hizo un extraño gesto con las manos en forma de pistola. Se volvió a rascar la nuca y luego de perderse por un momento, se dirigió a su asiento con la chica de los mechones verdes.
Lander y yo sonreímos cómplices y nos sentamos en una maceta de cemento gris. Nos colocamos al lado de unos jazmines así que mis alergias no tardaron en hacerme estornudar. Rápidamente busqué un pañuelo en mis bolsillos, sin embargo, solo encontré un papel azul que utilicé y deseché de todos modos.
Miré la entrada de la escuela y pude ver dos hombres cargando un anaquel y depositándolo en una camioneta de carga. El profesor Kim salió por la puerta caminando enojadísimo, con unos papeles en la mano y media camisa fuera de los pantalones. Cuando acompañó la presencia de los hombres descifré un debate en gestos, inclusive se podía decir que una pelea violenta de gesticulación. Uno de ellos le mostró un papel y el señor Kim lo leyó, colocándose sus lentes. No quise ver más la escena, sabía lo que estaba pasando y la culpa tomaba forma de sombra.
—Jordan. —Se acercó William al verme. Se acomodó los lentes y ni siquiera se tomó el atrevimiento de usar su modalidad elegante. Esto se veía feo, muy feo para mí—. Tenemos que hablar.
Lander me lanzó una mirada desorientada que entendí, pero no se la devolví, estaba cabizbaja porque sabía que estaba a punto de tomar una elección importante.
«Recuerda que tu granito de egoísmo es la causa de la avalancha de otro» retumbó aquella frase en mi cráneo.
Tomé asiento en mi típico lugar en el taller que ahora se estaba quedando desnudo. Le faltaban los juegos de cortinas, una estantería y el anaquel que se habían llevado hacía unos minutos. Me mordí las mejillas cuando vi un dibujo hecho por alguno de sus alumnos donde estaba el señor Kim, el alumno y yo con cara de enojada.
Era impresionante como la energía de un lugar podía ir de un cien a un completo y total uno cuando empezaban a faltar muebles y decoraciones. No me arriesgué a mirar al señor Kim, pero sabía que había tomado su posición natural cruzando las piernas y entrelazando sus brazos sobre estas. Me atravesó con sus rayos láser y finalmente habló:
—No soy tocho, señorita, sé que me estuvo esquivando, pero requiero su respuesta inmediatamente.
Ese era el William Kim que yo conocía, pero más decidido. Nunca me habría imaginado que un hombre tan estructurado como él tomaría el toro por las astas y alguien tan jovial y estropeada como yo no podía siquiera encontrar el toro. Ni pude mantenerle la mirada de la vergüenza que me daba confesar que no iba a poder ayudarlo. Me pasé la lengua por los labios secos sin saber que más hacer para cerrar la boca, para no decepcionarlo, busqué un candado que me atravesara los labios y fuera mi excusa perfecta, me tragaría la llave para que no hubiera forma de abrirlo. Pero la vida real era más áspera y me empujaba a golpearme con un muro de ladrillos; debía decirle que no. Debía decirle que rechazaba la oferta.
«El quinto dedo encadena la alianza de la verdad» susurró la voz.
Silencio, Amapola, silencio.
(Le puse nombre a la voz fantasma para no ser descortés)
—Señorita, responda.
Me comió la lengua un ratón, profesor Kim. Ese ratón se llama miedo y se rehúsa a devolvérmela, no puedo declararme en su contra.
Parpadeé, era lo único que podía hacer.
—Jordan—dijo, en un tono molesto.
No podía decirle, no debía. Me odiaría por el resto de mi vida y tenía razón, no lo culparía si mandaba una carta de des-recomendación a la universidad que quisiera ir. Sería justo. Sería lo mejor que podría hacer. Sería...
—Responda.
—No lo haré.
Enmudeció.
La sala se tiñó de un gris claro que nunca en mi vida había visto, él se tiñó de blanco y azul océano, así de triste. Levanté por fin la mirada y lo vi meneando la cabeza mirando un punto fijo en el suelo. Sus ojos se llenaron de una angustia insondable y se me partió el corazón. Acababa de robarles el futuro a sus hijos, a los niños de ese taller, a él mismo, pero no podía hacerme eso a mí. No podía volver a ser la cerebrito de la escuela, no.
—Comprendo—masculló. Se levantó con pereza, condenado por la enorme carga que le acababa de pasar.
¿Era mi culpa haberme negado si en serio no quería? ¿Y si quería pero no estaba segura? ¿Si el tiempo que me dieron no había sido suficiente para tomar mi decisión? ¿Si me despertaba al día siguiente con diecisiete y me daba cuenta de que había cometido un error? Pero, ¿Ellos no me habían hecho cargar un problema que no era mío?
Estaba presionada por todo y por nada, y aunque siempre soñé con que este momento se sentiría como dejar la mochila en el camino y seguir mi propia ruta, se sentía más como arrojarle una mochila repleta de piedras a alguien más. Eso habían hecho ellos conmigo, sin querer o queriendo, pero no me sentía cómoda devolviendo con la misma moneda.
Me paré tirando la silla y me fui del taller con migraña.
Después de la clase de Proyecto ciudadano nos podíamos retirar. Lander me detuvo antes de salir por la puerta del A5 y buscó una explicación de mi actitud en lo que fue del día. Suspiré aliviada de que a ella le importara, pero recordé que no le podía contar la historia completa. Al final ya no importaba todo aquello, Alexander se quedaría con nosotras sin la necesidad de un divorcio.
—¿Estás bien?
—¿Sabes lo que se siente dormir con un oso pardo roncador?
Ella carcajeó.
—Si Nigel hiciera eso le pondría un corcho en la boca—dijo—. Pero lo peor es que yo sí ronco.
Sonreí al escuchar aquello. Claro, como olvidar las noches eternas escuchándola ser un ogro mientras dormía como una princesa. Dualidad perfecta
—¿Has visto a esos hombres musculosos afuera? —Asentí— Van a cerrar los talleres extraescolares.
Bufé.
—Bien por mí, quería terminar con mi castigo.
—Sí, eso creo. Pero era divertido, al menos no tuvimos que limpiar las puertas de los baños como Nick y Chloe.
—Dios. Sí. Huelen del asco.
—¿Nick y Chloe?
Rodé los ojos y suspiré risueña. Me acomodé el maletín en el hombro.
—Los baños.
Lander soltó un gemido de entendimiento con la boca bien abierta y riéndose de sí misma. Pero qué chica tan perdida.
—Voy a extrañar el taller de geografía.
—¿Elegiste ese?
—¡Ah, no! El castigo fue otro taller, uno diferente. Ese lo elegí por elección propia.
—Elegir por elección propia. —Me burlé. Me pegó un codazo en las costillas y me sobé la zona.
—Tú entiendes.
—Lo hago.
Llegamos a la salida y Lander buscó su bicicleta. Me preguntó si no la acompañaría y le comenté que mi papá me buscaría por ser mi último día con dieciséis y ser un testarudo cincuentero que no confía en mis habilidades con el tráfico.
A veces me sorprendía de la capacidad de Lander para manejar con tacones y vestidos o faldas, envidiable.
Me senté en el cordón a esperar con los codos en las rodillas y las manos en cada mejilla, resoplando. Vi llegar a los niños de primaria y apreté los labios cuando sentí el martillo de la justicia arremeter contra mi espalda con una oleada de culpa. Era justo, supongo, pero no había lugar para arrepentimientos ¿O sí?
Cuando llegó papá me levanté y noté que los mismos hombres de la mañana se llevaban una gran mesa de madera de roble. En realidad, los niños no entendían nada y eso era lo que más me partía el corazón. Excepto por uno. El niño que habló de las tortugas ninja corrió hacia los dos tipos y los siguió a paso acelerado, gritándole groserías para que detuvieran su paso, pero fue inservible. El señor Kim salió deprisa.
Papá tocó la bocina y me di vuelta para entrar a la camioneta, esta vez en el asiento de adelante acompañándolo a pesar de sus quejas de seguridad. Me puse el cinturón y me arrollé en el asiento.
Él me preguntó cómo me fue y le respondí lo de siempre, que me había ido bien.
De pronto sentí la necesidad de una respuesta rápida y segura, como si su respuesta fuera cara o cruz en la moneda, número par o impar, la decisión que definiría mi futuro.
—¿Cómo sé si tomé la elección correcta?
—¿En qué?
—No importa. Solo quiero saber eso.
Dante se tomó su tiempo pensando, rebuscando ideas o palabras.
—Si tu corazón te dijo que era la elección correcta, entonces eso está bien.
Pegué la frente a la ventana y cerré los ojos.
—¿Cómo sé que fue mi corazón el que habló y no mi mente?
—Son cosas distintas. Tu corazón te dice lo que sabes que es de buen juicio, lo que es justo, lo que está bien, cuando el deber te llama. La mente es un poco más egoísta y lógica, puede jugarte una mala pasada con la gente que quieres.
Abrí los ojos y miré el camino. Medité con cada aliento.
—Si..., si alguien te pone una responsabilidad en los hombros, y la oferta te parece tentadora pero no te crees lo suficientemente lista para afrontarlo entonces dijiste que no, ¿Eso está bien?
Resopló concentrado en la ruta.
—Me perdiste querida, si no me lo explicas no podré ayudarte.
Me pasé las manos por la cara estirándome la piel. Me mordí las uñas de la mano derecha.
—Me ofrecieron entrar a un concurso de escritura de primer nivel, papá, y yo dije que no.
—¿Eso es todo el problema? —Preguntó como si fuera simple.
—No. Es que..., no tengo el talento, no soy suficiente para ese puesto. Además entrar significaría que debo salvar los talleres, papá. Se quedaron sin presupuesto y soy su salvación. O lo era, hasta que me autoproclamé Judas.
Se quedó en silencio por un segundo procesando lo que dije.
—¿De qué hablas? Si te ofrecieron el puesto es por algo. ¿Compites por un premio?
—Sí. Creen que puedo ser un buen partido.
—Entonces, ¿Por qué lo dudas?
—Porque sé que no soy buena.
—Ellos creen que sí.
Me arrullé más abrazando mis piernas.
—No quiero llamar la atención.
Chasqueó la lengua, enojado.
—Escucha, si te vas a compungir entonces bien por ti, pero no estas generando nada. Te ofrecieron la entrada al cielo, Jordan, puedes decir que no si en serio no quieres participar, pero, ¿Decir que no por miedo? ¡A la mierda el miedo!
¿Acababa de decir una grosería? ¿Acababa de darme el empujón que necesitaba?
—Jordie. Ser valiente no es la ausencia del miedo, sino que sabiendo que existe, creer que hay algo más importante que él.
Me quedé muda. Tenía razón.
—Si ya tienes el «no», entonces no pierdes nada. Si lo intentas y no ganas, ya lo sabías. Pero ¿Y si ganas? ¿Lo sabías de antemano?
La revelación ante mis ojos, sí era el empujón que necesitaba. ¿Por qué no se me ocurrió hablar con él o con el abuelo antes? Quién diría que papá tenía tan buenos consejos. Despegué la frente de la ventana.
—Da vuelta la camioneta...
—¿Qué?
—¡Da vuelta la camioneta!
Dante dio un giro espectacular estando a dos cuadras de la casa. Con una velocidad regulada retomó el camino a la Secundaria McCry.
Me bajé como loca y me enredé los brazos con el cinturón, me había olvidado de sacármelo. Dejé el maletín debajo del asiento y crucé la calle para llegar a la entrada de la escuela, casi me atropellan un par de autos, pero nada que no se pudiera solucionar con más atención. Entré evitando a los de limpieza porque sabía que si me agarraban con las suelas sucias, me machucarían con escobazos, así que corrí en puntitas de pie para no pisar el líquido de limpieza y me aventuré hacia la puerta del taller.
Toqué un par de veces con el corazón a mil por hora y abrió el chico valiente, el de las tortugas ninja.
Me analizó de abajo hacia arriba y levanté las cejas, sorprendida de su falta de disimulo.
—Creí que eras uno de los tipos. —Se dio la vuelta y casi me cierra la puerta en la cara, pero pude detenerla a pocos centímetros de mi nariz—. Falsa alarma.
Dejé salir todo el aire de mis pulmones y toqué una vez más; entré pidiendo permiso. Vi al señor Kim analizarme, tratando de esconder su asombro sin éxito.
—¿Puedo hablarle un segundo?
Asintió y acomodándose el traje, salió.
—¿Qué necesita, señorita D'Angelo?
Sonreí.
—Necesito dejar de ser el granito que desate la avalancha.
Esbozó una media sonrisa que no pudo disimular.
—¿Eso quiere decir...?
—Acepto, profesor Kim. —Él sonrió pero no terminé allí—. Pero necesito que acceda a mis condiciones.
Se acomodó el saco con las manos, atento.
—Por favor.
—Primero en principal no revise mis cosas sin mi consentimiento, eso me hace sentir que no puedo confiar en usted—asintió, serio—. Segundo, necesito que me enseñe las reglas de la escritura, señor, porque lo que tengo de creatividad me falta en gramática.
—Dalo por hecho.
—Y tercero, no debe decirle a nadie que me eligió a mí. No tengo ninguna intención de ser el centro de atención.
—No podría estar más de acuerdo.
Ladeé una sonrisa y estiré la mano para cerrar el trato, pero se adelantó en hablar.
—La inscripción deja por sentado cosas puntuales. Número uno: permiso de sus padres para la participación y las horas extra de clase que recibirá. —¿Horas extra? —. Número dos: el relato debe hablar sobre el amor y debe ser explayado, técnico y creativo. Diálogos bien armados. Voy a necesitar su voluntad y pasión para este tiempo de aprendizaje. Número tres: debe estar dispuesta a tomar riesgos que nunca creyó poder tomar ¿Se atreve?
Exhalé como si mi vida dependiera de ello. Estiré la mano nuevamente aceptando, y él la estrechó. Ahora éramos aliados.
—¡C'est magnifique! —Exclamó—. Vaya preparando bosquejos y apunte cada idea que rebalse de su maravillosa cabecita, ¡Tiene dos meses para entregarla de punta en blanco!
Esperen.
Pregunta uno, ¿Acaba de hablar en francés? Pregunta dos ¿¡Dos meses!?
A pesar del monstruoso dato que me acababa de tirar como si fuera un gatito de peluche, me dejó sola en el corredor, con mis ideas y una nueva yo.
Creía que esa era la cúspide de lo peor.
Pero no tenía idea de lo que me esperaba al día siguiente.
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Lapislázuli
FantasíaJordan es una adolescente ordinaria de dieciséis años que considera tener el mundo en sus manos. Cree que lo más difícil de vivir su vida es lidiar con su hermano, decidir con cual de sus padres quedarse, enfurruñarse con sus abuelos e intentar evit...