Capítulo 2: 266 millas de libertad

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La tarde que partía a New Hampshire me despedí de mis hermanas y repasé el contenido de mi mochila temiendo olvidar algo

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La tarde que partía a New Hampshire me despedí de mis hermanas y repasé el contenido de mi mochila temiendo olvidar algo. Teléfono, cargador, identificación, dinero, mi Biblia. Lo básico estaba, el resto era prescindible.

Bajé las escaleras y me encontré con mamá; papá estaba cargando mi bolso en el coche. Mientras íbamos a la estación de autobuses, me llenaron de recomendaciones. Eran tantas que tuve que hacer una lista abreviada en mi cabeza:

Hacer quedar bien a la familia.

Mantenerlos informados día a día.

Ser siempre obediente.

Evitar a los extraños.

No salir de noche.

Prestar atención en clase.

Aprender más de Dios.

La lista continuaba, pero me distraje cuando una mujer nos pasó por al lado en bicicleta. Me recordó a la protagonista de la última novela romántica que había leído a escondidas. Ella vivía en Italia y también andaba en bicicleta.

Cuando leía o miraba k-dramas, a veces deseaba que la vida de los personajes fuera la mía. Lo que sucedía en la ficción era mucho más interesante que la realidad. Por lo menos, más que la mía. Y en ese momento me pregunté si la vida de esa chica que estaba pasando junto a nosotros se parecería a una novela romántica.

—¿Entiendes, Glenn? —interrogó mamá, devolviéndome al mundo real.

—Sí —contesté, pero no tenía idea de qué había dicho.

En la terminal, papá entregó la maleta por mí y los dos me despidieron delante de la puerta del autobús.

—Cuídate, por favor —rogó mamá, acariciándome las mejillas.

Papá apoyó una mano sobre mi frente y murmuró una bendición. Los abracé y me despedí con una sonrisa. Subí el primer escalón del ómnibus. Me volví y los saludé con la mano, como una niña. Ellos respondieron de la misma manera; papá tenía un brazo sobre los hombros de mamá y ella se enjugaba las lágrimas mientras cada uno agitaba la mano libre.

Terminé de ascender y empecé a transitar el pasillo. Recién entonces me di cuenta de que por primera vez me alejaría de casa sola, y se me anudó el estómago. Ser responsable de mí misma me daba bastante miedo.

Me senté con un fuerte deseo de bajar y regresar a mi casa. Había añorado ese viaje desde que papá había tomado la decisión de que fuera al seminario antes de empezar la universidad, pero ahora que el día había llegado, temía no resistir lejos de mi hogar. Nunca había dormido en otra cama que no fuera la mía, ni siquiera me dejaban quedarme a dormir en lo de mis amigas, y de repente estaba alejándome doscientas sesenta y seis millas de mi familia.

Un señor con una barriga enorme se sentó a mi lado. Me saludó con una sonrisa, a lo que respondí del mismo modo. Eso no quebraba la regla de cuidarme de los extraños, ¿cierto? Si no respondía, habría faltado a la norma de ser amable y respetuosa.

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