Capítulo IV: "El alijo del arquero"

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El silencio imperaba sobre la nocturna lobreguez. El cuerpo inerte de la capitana tapizando los restos de la Dalia, desmoralizaba continuamente al desamparado muchacho. Tampoco ayudaba para nada el hedor del lago que no paraba de interferir en su concentración, ya que su olor se le hacía un poco más desagradable con el pasar de los ratos. La situación de Corban Quinn demandaba una manera de resolver todo el desconcierto que había sucedido. Pues él reconocía que si se quedaba más tiempo sin reaccionar, los daimones, espíritus habitantes del inframundo, comenzarían a reclamar su alma.

El vampiro entonces decide no vacilar más sobre su realidad y comienza una intranquila búsqueda de algún elemento que le pudiese servir entre las ruinas del Dalia ton Ágape. Pues algo tendría que valerle para protegerse de los obvios peligros del Érebo. Buscando entre las tablas recuerda algo muy importante, algo que por causa de la situación había pasado inadvertido.

- ¡Mi féretro! ¿Dónde habrá quedado ese cajón? - iluminándose - Oh santo panteón, pido que esté intacta - suplicaba a la suerte mientras se precipitaba a retirar las tablas de los escombros de la nave - Si lo encuentro tal vez pueda hallar alguna manera de regresar a la superficie - susurra a la vez que intenta no tomar en cuenta el estado del cadáver de Eco - Me pregunto si habrá podido sobrevivir alguien más a esta cosa - interesándose en el asunto mientras se detiene para estirar su cuello y peinar con su vista los alrededores del lago. Un grito de desespero le hace exclamar solo - ¡Pero qué difícil! - quejándose - ¿Cómo puedo saber si estoy muerto o no? - desviando su vista al cuerpo de la capitana.

Corban estaba lleno de válidas dudas. Después de todo, el espectro, en el mundo de los vivos ya estaba muerto. Su cadáver impoluto, antes de los acontecimientos, se encontraba dentro de un hermoso féretro que custodiaban con extremado celo los camaradas epíbatas del trirreme. Demás está decir que él no era un "ser común", ni siquiera era un ser humano normal. Era un brucolaco. Un hombre que al morir, por una reservada maldición familiar, su alma nunca pudo desasirse completamente de su cuerpo, haciendo de esta manera que el chico nunca hubiese conocido algo más allá de los límites de la vida. Esto en otras palabras, le convertía tal vez en algún tipo de criatura vampírica.

El muchacho no se detenía. Pues estaba decidido a salir de allí de la manera que fuese necesaria para conseguirlo. No importaba cómo, ni qué iba a hacer para lograrlo. El lío era que rendirse no le parecía una legítima decisión. El espectro comienza a caminar en círculos, pensativo. Cada paso que trataba volvía a su mortificación inoportuna.

El sitio no dejaba de describir un ambiente incómodo, fastidioso, a pesar de que todo lo que se veía se percibía absolutamente tranquilo. El silencio que le habitaba ya le estaba siendo fatigoso al chico fantasma, sentía como que casi de alguna manera le podía acariciar e incluso hasta respirar. Lo cierto era que resultaba un escenario terrible. La intranquila peste cadavérica, el olor a heces del lago vecino y la constante sensación de acoso que se sentía originar de las paredes del recóndito lugar, estaban a punto de enloquecer al caballero.

Su cuerpo se estremecía con escalofríos. Estaba cansado y lleno de miedos. Pero todo su pesar se iluminó de repente cuando pudo divisar, enterrado en las inmediaciones de las ruinas de Dalia, el alijo secreto de Andréas. Los colores le trascendieron a su rostro. Pues para él era obvio que Andréas había sobrevivido a todas sus anteriores aventuras gracias a los secretos artefactos que el toxote solía recolectar.

Corban se acerca y se posa ante las pertenencias de su amigo, se arrodilla y comienza a valorarle. Por un momento no quiso abrirlo, tal vez por el respeto que aún le tenía a su compañero. Pero lo cierto era que su conciencia no le permitía registrar las ignotas posesiones.

Poco tuvo que luchar el noble caballero con su consciencia. De algún modo su mente aún no podía ignorar que tal vez su propietario estuviese muerto. Tras pensarlo por varios segundos, se decide a abrir el alijo. Por dentro el cajón de Andréas era desorganizado, lleno de documentos, libros, artefactos (algunos conocidos por el mismo, otros no) y comienza a comprender varios de los secretos que habitaban el interior. Aquello no tenía forma alguna y por breve tiempo Corban se comienza a confundir, exclamando:

La Dalia ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora