Introducción

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        Según la tradición tibetana, durante el siglo vii el rey Songtsen Gampo aunó los diferentes clanes salvajes y los feudos más remotos del Himalaya, haciendo al fin del Tíbet una nación unificada y tremendamente fuerte. Pero el mítico rey no solo trajo la paz y la creación de un idioma escrito propio, sino que además, y muy especialmente, introdujo por vez primera en la región el budismo procedente de la India.

        Los sucesores de Songtsen Gampo continuaron su legado, y en los siglos subsiguientes se construyeron multitud de monasterios que favorecieron la difusión del camino del dharma a lo largo y ancho del llamado País de las Nieves, proceso que culminaría con la traducción del sánscrito al tibetano de la totalidad de los textos canónicos budistas. El culto alcanzó tal popularidad, que incluso las instituciones monásticas comenzaron a ganar poder en detrimento de las familias nobles que gobernaban.

        La particular orografía del Tíbet, rodeado por inmensas cadenas montañosas, desiertos y pantanos de difícil acceso, lo protegía de forma natural contra las invasiones extranjeras hasta que, a principios del siglo xiii, el ejército del poderoso conquistador Gengis Kan se plantara ante sus fronteras.

        En aquellas fechas, la superioridad territorial del imperio mongol lo convertía en el más extenso conocido por la historia de la humanidad, abarcando desde Polonia hasta el mar del Japón, y desde los bosques de Siberia hasta el golfo Pérsico. En el año 1207 el Tíbet es conquistado sin derramar una sola gota de sangre, merced a un pacto según el cual los tibetanos debían pagar un tributo a los mongoles.

        Sin embargo, tras la muerte de Gengis Kan en el año 1227, los gobernantes dejaron de satisfacer el tributo y, como consecuencia de ello, el príncipe Godan, nieto del Gran Kan, invadió el Tíbet en 1240, destruyendo y saqueando cuantos monasterios, pueblos y aldeas fue encontrando a su paso…

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Al Karmapa se le apagaba la vida. Le había llegado la hora y él mismo, más que ninguna otra persona, era perfectamente consciente de ello.

        Un puñado de velas arañaba algo de luz a la penumbra que bañaba la estancia, dejando entrever un hermoso fresco pintado en la pared dedicado a Avalokiteshvara, la divinidad budista más popular entre los tibetanos. El incienso quemado como símbolo de purificación arrojaba un aroma intenso y penetrante, e impregnaba hasta el último rincón de los amplios aposentos. El Karmapa yacía en su lecho de algodón, casi agonizante, con un mala en las manos y un mantra en la boca. El mala —el rosario budista— lo tenía enrollado en la muñeca y, al tiempo que pasaba las cuentas, recitaba el incansable mantra de su propia creación, el célebre «Om mani padme hum», sin apenas mover los labios.

        El anciano líder budista aguardaba el momento de su expiración con una serena expresión en el rostro. Los ojos hundidos y las mejillas desvaídas se revelaban como los únicos signos de agotamiento de su cuerpo terrenal. El Karmapa había servido bien a su pueblo. La primera parte de su vida la había pasado recluido entre los muros del monasterio, formándose en las prácticas rituales y los oficios religiosos, aprendiendo los textos sagrados y meditando sin cesar. Pero la segunda la empleó en predicar las enseñanzas de Buda por todo el Tíbet y fuera de este de manera indistinta, tanto a los nobles y gobernantes como a los pobres y los desheredados de la tierra. La muerte de aquel viejo lama no sería una más. La figura del Karmapa, como cabeza de la escuela Kagyu, una de las más importantes del budismo tibetano, era venerada por cientos de miles de seguidores a causa de su incontestable liderazgo espiritual.

La esperanza del TíbetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora