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Días más tarde, cuando fueran acechados en el bosque, recordarían que todo aquello comenzó con un pelotazo.
Los tres caminaban en el patio de la escuela, hablando de las virtudes de Star Wars: el imperio contraataca. Entonces algo tiró a Patricio al suelo. Más sorprendido que adolorido, buscó sus lentes en el suelo, se los colocó y con el único cristal sano vio lo suficiente: la pelota de fútbol, las risas, la condescendiente mirada de los alumnos. Huyó de allí lo más rápido que pudo. Sus dos amigos lo siguieron. Patricio se fue al baño y se lavó la cara. Tenía el cachete colorado y los ojos llorosos.

—Si querés vamos y lo cagamos a piñas —dijo Alan.

Se suponía que Patricio riera, ya que bastaba ver la constitución física de los tres para saber que no serían capaces de vencer ni a un chico unos años menos que ellos; pero Patricio no les prestó atención. Alan miró a Gonzalo, el tercer amigo, en busca de ayuda. Este pensó unos segundos y dijo:

—Tampoco te vió tanta gente. Ya vas a ver que para mañana nadie se acuerda.

Patricio habló mientras cerraba la canilla de agua y se secaba la cara con una toalla de papel.

—Sí se van a acordar. ¿No vieron quien fue? Lucas. Hasta hace algunas semanas, si hubiéramos querido, nos podríamos haber reído de él. Pero no. Ahora somos nosotros los que estamos en su posición. Caímos a lo más bajo de la escala social.

Pareció querer agregar algo más, pero no se animó. Se fue resignado del baño. Alan y Gonzalo lo dejaron ir. Estaban procesando lo que Patricio había dicho. Tenía razón. Estaban en lo más bajo.

El noticiero en el televisor disimulaba el crudo silencio del comedor. En otra época, tan sólo unos meses atrás, su madre o su padre le habrían preguntado qué le pasaba. Pero ahora su padre no estaba, y su madre estaba ahí sólo físicamente, con los ojos enturbiados por el Malbec. Revolvió sin apetito los fideos en el plato. Incluso su hermanita, de sólo seis años, ya se había acostumbrado al silencio. Hacía tiempo que no reía.
Alan le daba vueltas al asunto del pelotazo. Patricio, como de costumbre, tenía razón. Habían caído bajo. Recordó a sus amigos del colegio anterior (sus rostros ya se difuminan en el recuerdo), y añoró lo bien recibido que era. Pero luego recordó lo rápido que se olvidaron de él cuando se marchó. Tomó un poco de jugo y se levantó de la mesa. Su hermana le dirigió una pícara mirada antes de retirarse.
Se arrojó a su cama, en la oscuridad. Pensó en su llegada al colegio actual. Fue rechazado al instante, y no se sentía lo suficientemente bien como para intentar ser aceptado. Se unió, casi sin darse cuenta, a sus dos únicos amigos actuales. Con el correr de los meses, abandonó la coraza que se había formado en su corazón, y comenzó a percatarse de su desafortunada posición. Ahora debía de invertirla.
En la escuela, como en todas, hay un determinado grupo que parece ser el dominante. Ese grupo, en este caso, tenía nombre: "los Reyes". Era un grupo fundado por Santiago Reyes, un chico un año mayor, que había repetido un curso y que podía pasar tranquilamente por un chico de dieciséis años. Si conseguía entrar a aquel grupo, los tres pasarían automáticamente a ser admirados y temidos por los demás. Se sintió entusiasmado ante la idea, y sólo logró conciliar el sueño tras una larga vigía.

Al día siguiente, mientras entraba a la escuela, se encontró con sus amigos. Sin importarle las miradas molestas de los demás alumnos o que estuviera interrumpiendo el paso en la entrada, se lanzó a relatarles su plan.

—No sé, no me cierra.

—A mí tampoco —dijo Patricio, ajustándose los lentes y apretujando la mochila contra su pecho—. No me sentiría muy cómodo con ellos, y tampoco veo cómo vas a conseguir que nos dejen entrar.

—Es muy fácil. Bueno, más o menos. Ustedes me contaron que los que quieren entrar al club deben cumplir un reto de iniciación, un desafío, ¿no? —los demás asintieron—. Bueno, ahí está. Cumplimos cualquier reto tonto que nos quieran poner y listo. No es tan complicado, y la recompensa es el paraíso.

El bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora