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El frío le hacía tiritar, pero no se detuvo. En la esquina de la calle había cuatro chicos, sentados en el cordón, riendo. Al ver llegar a Alan cesaron su charla.

—Llegás tarde.

—Sí, la puntualidad no es mi fuerte.

Santiago, con indiferencia, lo recorrió con la mirada. Vio que Alan llevaba una mochila negra, con una linterna atada a un costado.

—¿Y los otros?

—No tardan en llegar.

Pasado un rato se divisó una figura a lo lejos. Tardó un poco en llegar a la pequeña congregación. Con un gesto de cabeza, Gonzalo saludó al pelirrojo y dirigió la mirada al resto del grupo, pero estos ni lo miraron.

Unas fuertes luces aparecieron al otro extremo de la calle. Un reluciente Gol verde quedó en marcha, con el motor ronroneando y las luces encendidas. La puerta del conductor se abrió. Una mujer vestida de amarillo se bajó del vehículo y fue a abrir la puerta del acompañante. De ese lugar descendió un chico con lentes de montura negra y una camisa blanca remetida en los pantalones oscuros. La mujer se agachó hasta quedar a la altura del chico. Le dio un beso en la frente y se despidió con un "te quiero, mi patito". Unas risitas sofocadas se escucharon entre los Reyes.
La mujer regresó al auto y se subió, no sin antes saludar con la mano a los presentes. Luego se marchó. Patricio se arrimó al grupo con timidez.

—Muy bien, ya están todos —dijo Santiago—. Ahora mismo son las... diez y treinta y tres. Como acordamos, tendrán que pasar una noche en el bosque. Si quieren retirarse, ya sea porque no tiene el valor, la valentía y el coraje necesario pueden hacerlo ahora, porque luego no habrá marcha atrás.

Aunque los tres amigos estaban temblando por dentro, se mantuvieron firmes.

—Bien, vamos.

Los Reyes anduvieron en bicicleta por un tiempo mientras los tres amigos anduvieron a su lado. Luego de unos metros, dejaron las bicicletas a un lado y comenzaron a caminar. A unos veinte metros de ahí se empezó a notar el cambio de clima. Si antes hacia frío, ahora este apenas se notaba por la atención puesta en el imponente bosque que allí se erguía. Unos segundos más tardaron en dejar de contemplar esa fantástica creación.

—Bien, ya saben qué hacer. Mañana a las siete los esperaremos aquí... si es que sobreviven. Ahora entren, nosotros esperaremos un tiempo para ver que no se acobarden.

Los amigos se miraron y luego se encaminaron al bosque. Con un breve paso cruzaron una clara línea separatoria entre la calle y el infierno. Unas cuantas hojas se arremolinaron a sus pies por la ventisca. Al ver que no pasaba nada, dieron otro paso, y otro y otro. Así siguieron hasta que el bosque se volvió frondoso y la ciudad ya casi no se oía. Gonzalo se volvió para ver cuánto avanzaron. Sólo pudo observar árboles, raíces, hojas secas y oscuridad.

—Hay que seguir.

El pelirrojo y Patricio asintieron. Siguieron caminando mientras ramas crujían bajo sus pies y el olor a tierra mojada inundaba sus narices. El viento allí, en comparación de cuando habían entrado, se sentía cálido y acogedor. Pero esa sensación no duró mucho. A medida que se internaban en el bosque los árboles aparecían más seguidos y los cánticos de las lechuzas, grillos y varios insectos los inquietaban.

Un sonido sordo les llamó la atención. Gonzalo y Alan se voltearon y observaron a Patricio en el suelo, sobándose la rodilla con una mano y con la otra intentaba ponerse en pie. Sus amigos al instante lo ayudaron.

—Deberíamos ver que tenemos —dijo Gonzalo.

—Buena idea.

Los tres amigos vaciaron el contenido de sus mochilas. Gonzalo traía una linterna, una navaja, el último regalo sincero que su padre le había hecho, hacía ya demasiados años; unas botellitas con agua y una mantas. Además traía una botas de cuero, un tapado y dos bolsas de dormir (una para él y otra Patricio, que sabía que le sería imposible traer una). Su padre había sido militar y de pequeño lo llevaba a acampar del otro lado del bosque, donde había un bonito lago. Todo eso y su interés por aprender y desarrollar habilidades de supervivencia lo dejaron bien preparado. Aunque no se sentía seguro, su padre siempre estuvo presente para apoyarlo. Pero bueno, de eso hacía ya mucho tiempo. Alan traía menos posesiones: un encendedor, una linterna, varias frazadas y su bolsa de dormir. Además consiguió arrebatarle de la cocina de su madre unas galletas y una botella grande de gaseosa. Patricio solo traía la comida que su madre le preparó: varios sándwiches y unos dulces.

El bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora