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La lluvia nunca había molestado a Arthur Kirkland. Durante siglos había sido la personificación de Reino Unido, por lo que había terminado por acostumbrarse a la incómoda humedad del ambiente. Sin embargo, la lluvia y niebla londinenses eran muy diferentes a las de un funeral. Aunque fuese el mismo fenómeno, había algo de romántico en las despedidas bajo un manto de gotas; quizá fuese el apropiado gris del cielo, vestido para la ocasión, lo que completaba el rito fúnebre. Después de todo, los días oscuros siempre eran más adecuados para abrazar la tristeza.

Aquello era tan solo un acto simbólico, en realidad. Kiku Honda había desaparecido de la faz de la tierra hacía ya meses, evaporándose en el aire ante el horror del mundo. Las islas japonesas habían desaparecido bajo las aguas del Pacífico, y Kiku, como representación del país, había ejercido de buen capitán de su barco y había perecido con él.

La mayoría de países habían conocido personalmente a Kiku. Era un buen hombre, de aspecto muy serio y poco expresivo. Tenía el defecto de ponerse nervioso con facilidad alrededor de la gente, pero era igualmente apreciado por gran parte de las naciones. Arthur había sido una de las personas en las que más había confiado en vida; el británico no recordaba una ocasión en la que su compañero se hubiese encontrado incómodo o nervioso. Si la había habido, estaba dispuesto a rogar y arrastrarse por el suelo para obtener el perdón de Kiku. Por supuesto, no dejaría que ninguna de las otras potencias supiera esto; él era el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, no podía dejar que la percepción que el mundo tenía de él virase y se convirtiese en algo cercano a un hombre débil y sin principios. No, no era nada de eso. Arthur Kirkland siempre había sabido manejarse dentro del panorama mundial. No había suplicado a nadie y no pensaba hacerlo. Ahora que Kiku había muerto, no había persona o nación ante la que se hubiera arrodillado de buen gusto.

Los otros países no sabían nada acerca de su relación. Se habían mantenido en la clandestinidad desde el año en el que firmaron la Alianza anglo-japonesa. El tratado no era lo desconocido; el secreto radicaba en los verdaderos sentimientos que habían nacido a raíz de aquellas negociaciones.

Ahora, despojado de su tesoro más querido, Arthur sostenía un paraguas oscuro entre la multitud que se había reunido para el homenaje. Era uno más dentro de aquella homogénea mezcla de personas; personas que podían haber experimentado un momento o dos en compañía de Kiku, pero que nunca le habían conocido. Él, el hombre que más le había amado, se veía obligado a compartir espacio con seres que nunca significaron nada para ninguno de ellos. Eran otros Estados, sí, pero ahí se terminaba el vínculo que mantenían con el fallecido. Nadie derramaba lágrimas por él siquiera; se habían limitado a personarse vestidos con la guardarropía negra adecuada y representar sus respectivos papeles sobre el escenario. Pero eran pésimos actores.

Había sido un bonito homenaje, pensaba Arthur, mientras regresaba al hotel donde se alojaba aquellos días. Por supuesto, la organización había quedado en manos de Alfred F. Jones, Estados Unidos. Aunque era un completo desconocedor de las tradiciones japonesas de entierro y culto a los difuntos, no podía haber un asunto internacional en el que no se entrometiese. Ni siquiera cuando el hecho era tan dramático como la desaparición de un país entero. La tentación de mancillar la voluntad de Kiku imponiéndole un funeral a la manera occidental había sido demasiado fuerte para que Alfred se parase siquiera a pensar que el japonés hubiera preferido que se siguieran las costumbres de su ahora extinta nación. Arthur se sentía furioso; le hubiese gustado decirle todo aquello a Alfred a la cara, pero había tenido que mantener la compostura. A Kiku no le hubiera gustado que su aventura se hiciera pública póstumamente. Por respeto a su espíritu, Arthur había compuesto una expresión similar a las de los inafectados asistentes; grave y teñida de un falso y repugnante afligimiento.

De vuelta en su solitaria habitación, Arthur se sentó en una butaca y permaneció prácticamente inmóvil durante un espacio de varias horas. En varias ocasiones, su estómago le instó a que dejase el sitio y buscase algo de comer. Arthur ignoró el hambre; aquella noche no tenía ganas de tomar nada. En cualquier otra ocasión, no habría tenido problema en descender de nuevo a la calle y buscar algún pub cercano al hotel. Quizá a su garganta – en concordancia con su espíritu – le hubiese venido bien sentir la tibiez del ale descendiendo hasta su estómago. Por muy beneficioso que pudiera resultar, Arthur no planeaba emborracharse durante la primera noche de Kiku como cadáver. Tan importante debut en el mundo de las sombras no podía estar acompañado por un ebrio vivo gimiendo el nombre de su amante por las calles como un perro extraviado. Mantendría la fachada de caballero el mayor tiempo posible, para que el alma de Kiku no tuviera que avergonzarse todavía de él.

Ópera bufa | Asakiku/Iggypan/Inglaterra x Japón |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora