La Isla de Pascua es una formación volcánica de apenas doce kilómetros de ancho por veinticuatro de largo, poco más que una mota de polvo enclavada en mitad del océano Pacífico. Su particular situación geográfica la convierte, además, en el lugar más alejado de cualquier otro rincón poblado del planeta:al Este dista 3.600 kilómetros de las costas chilenas y al Oeste, 2.600 kilómetros de las islas Mangareva de la Polinesia Francesa. Desde la Isla de Pascua, el lugar más solitario del mundo, tan solo se alcanza a divisar un horizonte de aguas infinitas, salvo de noche, cuando la luna suspendida del firmamento constituye el único pedazo de tierra que los nativos han tenido a la vista a lo largo de toda su historia.
El poblamiento de la isla —de origen todavía incierto— se produjo hace aproximadamente unos mil seiscientos años, según estima la ciencia. Y pese a las evidentes limitaciones de espacio y a la absoluta carencia de influencias externas, desafiando todo atisbo de lógica o razón, se desarrolló una portentosa civilización capaz de esculpir, transportar y erguir cientos de colosales estatuas de piedra, así como de crear un sistema de escritura propio, único en toda Oceanía.
El primer contacto con el mundo occidental no se produjo hasta el siglo xviii, y sus efectos fueron tan devastadores, que apenas bastaron cien años para colocar a la población indígena al borde de su extinción. Como consecuencia de ello y de otros colapsos sufridos en el pasado, la memoria del pueblo rapanui acabó perdiéndose para siempre, sin que sus supervivientes, al ser preguntados por los etnólogos y antropólogos del siglo xx, supieran ya ni cómo ni por qué sus antepasados lograron realizar semejantes prodigios.
La tradición oral rapanui se encuentra sesgada y repleta de interrogantes. El tiempo y las catástrofes sepultaron la historia de sus ancestros, la cual procuraron reconstruir sus modernos habitantes a base de mitos y leyendas. La Isla de Pascua conserva aún intacto su halo de misterio y su pasado más remoto persiste entre tinieblas, constituyendo hasta la fecha uno de los principales enigmas de la arqueología.
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Año 1195 a. C.
Isla de Pascua
Los primeros pobladores de Pascua arribaron a la isla tras un largo periplo de ciento diecisiete días. El suyo no era un pueblo de grandes navegantes, pero no les había quedado otra opción. Habían partido de costas peruanas en enormes balsas de troncos provistas de una vela cuadrada, una orza de deriva y una espadilla de popa. Se habían echado a la mar con la esperanza de hallar tierra en algún punto de la incierta travesía. Y cuando por fin divisaron la isla, velada por una tiniebla blancuzca y rodeada de elevados farallones, les pareció que estaban soñando o que la dureza del viaje les había conducido hacia su delirio final.
Eran apenas un centenar. Los últimos de los suyos que quedaban sobre la faz de la Tierra.
Ellos habían existido desde los albores de la humanidad, hace miles de años, repartidos por todos los rincones del planeta, desde el continente americano hasta Asia central. Sin embargo, como consecuencia de la gran inundación acaecida en la Antigüedad, sumada a la propia acción del hombre, habían acabado reducidos a un número muy escaso, obligados a huir para procurar su supervivencia.
La historia de su pueblo había sido trágica desde sus comienzos, pues los hombres habían sentido siempre un miedo irracional hacia los de su raza y los habían combatido con fiereza, ansiosos por lograr su erradicación. Era tal el pavor que sentían hacia ellos sus enemigos, que darles muerte no resultaba suficiente. Después quemaban sus cuerpos y hacían trizas sus huesos, en una suerte de conjuro para que los de su especie no volviesen a resurgir.
Pese a que ellos eran más fuertes, en las batallas siempre llevaban las de perder. Los hombres eran más numerosos, además de que luchaban movidos por un visceral odio hacia lo diferente, del que se valían para infundirse un coraje mayor. Si a las masacres derivadas de las guerras le sumabas las provocadas por las enfermedades, ante las cuales los de su raza parecían sucumbir con especial facilidad, indudablemente el destino de los suyos no podía ser otro que la extinción.
Atracaron en la bahía y descendieron de las balsas con la intención de explorar la isla. Pronto certificaron que se hallaba desierta. La isla tenía forma de triángulo y en cada uno de sus vértices se alzaba el cráter de un volcán inactivo. La fauna era prácticamente nula, pero la vegetación abundante, con grandes extensiones de palmeras y espesuras de toromiro e hibisco. Se adaptarían a los recursos del entorno. Obtendrían los alimentos mediante la pesca y la agricultura, y verían satisfecha su sed, además de por las lluvias, gracias a los manantiales de agua subterránea que discurrían por las interioridades de la isla, plagada de cavernas que horadaban tanto la meseta como los acantilados.
El líder del clan confirmó aquel lugar apartado del mundo como el nuevo hogar de su pueblo. Sabía que los hombres, antes o después, acabarían por llegar incluso a aquella remota isla enclavada en mitad del vasto océano, pero estimó que aún transcurrirían varios siglos hasta entonces, tiempo durante el cual esperaba que los últimos de los suyos pudiesen vivir en paz.
Su pueblo gozaba de una larga tradición en arquitectura monumental, a la que aplicaban las más sofisticadas técnicas, habiendo llegado a edificar en tierra continental inconmensurables fortalezas de las que protegerse del invasor. Enseguida los ingenieros y escultores localizaron una cantera de piedra en la falda de un volcán, cuya materia prima podía resultar idónea para sus construcciones. En la isla no tenía sentido alguno levantar una fortificación defensiva, pero de un modo u otro, el laborioso pueblo deseaba dar rienda suelta a su creatividad y continuar la tradición de sus ancestros, por lo que todos aguardaron ansiosos la decisión de su dirigente.
El líder alzó su poderosa voz para hacerse oír por encima del impetuoso clamor de las olas contra los arrecifes.
—Construiremos colosales esculturas que reproduzcan con fidelidad los rasgos de nuestros rostros, tan denostados por los hombres. Y llenaremos la isla de estatuas erguidas en nuestro honor —sentenció.
Los últimos de los suyos sabían que habían recalado en la isla para morir, aunque fuese dentro de mucho tiempo. En todo caso, y hasta que llegase aquel momento, nadie les impediría cimentar un legado que dejar para la posteridad.
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El llanto de la Isla de Pascua
Misterio / SuspensoUn arqueólogo español entra a formar parte de una ambiciosa excavación que pretende arrojar un poco más de luz sobre los numerosos enigmas que todavía hoy persisten en torno a la Isla de Pascua. Un crimen atroz y la sospecha de hallarse ante un desc...