Capítulo 18

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Ana salva una vida

Todos los hechos de magnitud están relacionados con los de poca importancia. A primera vista, parecería imposible que la decisión de un primer ministro canadiense de incluir a la isla del Príncipe Eduardo en una gira política pudiera tener algo que ver con el destino de la pequeña Ana Shirley, de «Tejas Verdes». Pero lo tuvo.
El premier llegó en enero, para dirigirse a sus partidarios y a los adversarios que se dignaran asistir a la asamblea que se reuniera en Charlottetown. La mayoría de los habitantes de Avonlea estaban con el premier y por ello, en la noche de la asamblea, casi todos los hombres y la mayoría de las mujeres habían ido a la ciudad, a cuarenta y cinco kilómetros de allí. La señora Rachel Lynde había ido también. Esta dama era una apasionada de la política y no hubiera creído posible que reunión alguna pudiera realizarse sin su concurso, aunque fuera opositora. De manera que fue al pueblo y llevó consigo a su marido —Thomas sería útil para cuidar el caballo— y a Marilla Cuthbert. La propia Marilla tenía un secreto interés por la política y como pensara que tal vez ésa fuera su única oportunidad de ver un primer ministro vivo, aceptó prontamente, dejando a Matthew y Ana al cuidado de la casa, hasta su regreso al siguiente día.
Por lo tanto, mientras Marilla y la señora Rachel se divertían en la asamblea, Ana y Matthew tuvieron para ellos solos la alegre cocina de «Tejas Verdes». En la vieja cocina Waterloo danzaba un alegre fuego y sobre los cristales brillaba la escarcha. Matthew cabeceaba sobre «El defensor de los granjeros» en el sofá y Ana estudiaba con determinación sus lecciones en la mesa, a pesar de las continuas miradas que echaba al estante del reloj, donde estaba el nuevo libro que le prestara Jane Andrews. Jane le había asegurado un buen número de estremecimientos o palabras de admiración, y los dedos de Ana ardían por tocarlo. Pero eso significaría el triunfo de Gilbert Blythe a la mañana siguiente. Ana se volvió de espaldas al estante y trató de imaginar que no estaba allí.
—Matthew, ¿estudió usted geometría alguna vez cuando iba al colegio?
—No, creo que no —dijo Matthew, saliendo bruscamente de su modorra.
—Me gustaría que sí —suspiró Ana—, porque me tendría compasión. No se puede tener la compasión correcta si nunca se la ha estudiado. La geometría está nublando toda mi vida. ¡Soy tan zopenca en ella, Matthew!
—Bueno, no lo creo —dijo Matthew, conciliador—. Me parece que eres buena en todo. El señor Phillips me dijo la semana pasada en el almacén de Blair que eres la colegiala más inteligente y que harías rápidos progresos. «Rápidos progresos» fueron sus palabras. Hay muchos que acusan a Terry Phillips y dicen que es un mal maestro, pero creo que no es así.
Matthew pensaba que cualquiera que alabara a Ana era bueno.
—Estoy segura de que me iría mejor en geometría si no me cambiara las letras —se quejó Ana—. Me aprendo los teoremas de memoria y entonces él los escribe en el pizarrón con letras distintas de las del libro y yo me confundo. No creo que un maestro deba utilizar unos medios tan mezquinos, ¿no le parece? Ahora estamos estudiando agricultura y he descubierto qué hace rojos a los caminos. Me tranquiliza pensar cuánto se deben estar divirtiendo Marilla y la señora Lynde. La señora Rachel dice que el Canadá se hunde por culpa de la forma en que llevan las cosas en Ottawa y que es una advertencia para los electores. Dice que si las mujeres pudieran votar, pronto veríamos un cambio favorable. ¿Por quién vota usted, Matthew?
—Por los conservadores —dijo rápidamente Matthew. Votar por los conservadores era parte de la religión de Matthew.
—Entonces yo también soy conservadora —respondió Ana decididamente —. Me alegro porque Gil... porque algunos de los muchachos del colegio son liberales. Sospecho que el señor Phillips es liberal, porque el padre de Prissy Andrews lo es y Ruby Gillis dice que cuando un hombre corteja a una muchacha tiene que estar de acuerdo, con la madre en religión y con el padre en política. ¿Es verdad eso, Matthew?
—Bueno, no lo sé.
—¿Alguna vez ha cortejado a alguien, Matthew?
—Bueno, no, no creo que nunca lo haya hecho —dijo Matthew, que ciertamente nunca había pensado en tal cosa.
Ana reflexionaba con la barbilla entre las manos.
—Debe ser algo interesante, ¿no le parece, Matthew? Ruby Gillis dice que cuando crezca tendrá muchos pretendientes, todos locos por ella; pero no pienso que sea muy excitante. Más me gustaría uno solo en sus cabales. Pero Ruby Gillis sabe mucho sobre el asunto ya que tiene varias hermanas mayores y la señora Lynde dice que las muchachas Gillis son un poco ligeras de cascos. El señor Phillips va a ver a Prissy Andrews casi todas las tardes. Dice que es para ayudarla en sus lecciones, pero Miranda Sloane también estudia para la Academia de la Reina y creo que necesitaría más ayuda que Prissy, pues es mucho más estúpida, y nunca va a ayudarla. En este mundo hay muchísimas cosas que no puedo comprender, Matthew.
—Bueno, ni siquiera yo puedo entenderlas todas.
—En fin, supongo que debo terminar la lección. No me permitiré abrir el libro que Jane me ha prestado hasta que haya terminado. Pero es una tentación terrible, Matthew; aunque le dé la espalda, puedo imaginarlo como si lo viera. Jane dice que la hizo llorar terriblemente. Me encantan los libros que hacen llorar. Pero me parece que voy a encerrar ese libro en la vitrina de la sala de estar y le voy a dar la llave a usted. No se le ocurra dármela, Matthew, hasta que termine la lección, ni aunque se lo implore de rodillas. Está muy bien eso de decir que hay que vencer la tentación, pero es mucho más fácil si no se tiene la llave. ¿Puedo bajar al sótano a buscar manzanas? ¿No querría usted algunas, Matthew?
—Bueno, no sé —dijo Matthew, que nunca las comía, pero conocía la debilidad de Ana por ellas.
Cuando Ana volvía triunfante del sótano con su fuente llena de manzanas, oyeron el ruido de rápidos pasos en el exterior y un momento después se abría la puerta de la cocina y entraba Diana Barry, pálida y sin respiración, con la cabeza envuelta en una bufanda. Ana, ante la sorpresa, dejó caer la fuente y la vela, y fuente, vela y manzanas fueron a parar al fondo del sótano, donde los encontró Marilla al día siguiente, quien los recogió, dando gracias a dios de que la casa no se hubiera incendiado.
—¿Qué ocurre, Diana? —gritó Ana—. ¿Cedió tu madre por fin?
—¡Oh, Ana, ven pronto! —imploró nerviosamente Diana—. Minnie May está muy enferma. Mary Joe dice que es garrotillo; mamá y papá están en el pueblo y no queda nadie para ir a buscar al médico. Minnie May está grave y May Joe no sabe qué hacer. ¡Oh, Ana, tengo tanto miedo!
Matthew, sin decir palabra, corrió a ponerse su gabán y su gorra, pasó junto a Diana y se perdió en la oscuridad del jardín.
—Ha ido a aparejar la yegua para ir a Carmody a buscar al médico —dijo Ana mientras se ponía el abrigo—. Lo sé como si me lo hubiera dicho. Matthew y yo somos espíritus gemelos y puedo leerle los pensamientos.
—No creo que pueda encontrar al doctor en Carmody —gimió Diana—. Sé que el doctor Blair fue a la ciudad y el doctor Spencer debe haber ido también. Mary Joe nunca ha visto a nadie con garrotillo y la señora Lynde no está. ¡Oh, Ana!
—No llores, Diana —dijo Ana alegremente—. Sé exactamente cómo debe tratarse el garrotillo. Te olvidas que la señora Hammond tuvo tres veces mellizos. Cuando has tenido que cuidar tres pares de mellizos, es natural que poseas mucha experiencia. Todos tenían garrotillo regularmente. Espera a que coja la botella de ipecacuana; puede que no tengas en casa. Ahora, vamos.
Las dos pequeñas salieron, cruzaron rápidamente el Sendero de los Amantes y el campo arado, pues la nieve estaba demasiado alta para tomar por el atajo del bosque. Ana, aunque sinceramente dolorida por Minnie May, estaba lejos de hallarse insensible a la belleza del momento y a la dulzura de poder compartir una situación así con un espíritu gemelo.
La noche era clara y fría, con sombras de ébano y nieves de plata; sobre los campos silenciosos brillaban grandes estrellas; aquí y allá, los oscuros y puntiagudos pinos se erguían con las ramas empolvadas por la nieve y el viento silbando a través de ellas; Ana consideraba un verdadero placer cruzar toda aquella belleza junto a una amiga del alma que ha estado tanto tiempo lejos.
Minnie May, que tenía tres años, estaba muy enferma. Yacía sobre el sofá de la cocina, febril e inquieta, y su ronco respirar podía oírse por toda la casa. Mary Joe, una rolliza francesita de la Caleta que tomara la señora Barry para que le cuidara los niños durante su ausencia, estaba desolada y anonadada, completamente incapaz de pensar qué hacer, o de hacerlo si es que podía pensarlo.
Ana empezó a trabajar con habilidad y rapidez.
—Minnie May tiene garrotillo; está bastante mal, pero los he visto peores. Primero, necesitamos muchísima agua caliente. Diana, me parece que en esa olla no hay ni una taza siquiera. Bueno, ahora está llena. Tú, Mary Joe, puedes poner leña en la cocina. No quisiera herirte los sentimientos, pero creo que si tuvieras imaginación deberías haber pensado antes en esto. Ahora desnudaré a Minnie May y la acostaré, mientras tú tratas de encontrar ropas de franela. Ahora voy a darle una dosis de ipecacuana.
Minnie May no tomó la medicina de buen grado, pero Ana no había criado en vano tres pares de mellizos. Tragó la ipecacuana no una, sino muchas veces durante la larga noche ansiosa en que las dos niñas cuidaron pacientemente a la sufriente Minnie May, mientras Mary Joe, honestamente deseosa de hacer cuanto pudiera, mantenía un fuego vivo y calentaba más agua de la que hubiera necesitado todo un hospital de niños con garrotillo.
Eran las tres de la mañana cuando llegó Matthew con el médico, pues se había visto obligado a ir hasta Spencervale para conseguir uno. Pero la urgente necesidad de asistencia había pasado. Minnie May dormía profundamente, mucho más aliviada.
—Estuve terriblemente cerca de dejarme llevar por la desesperación — explicó Ana—. Se agravaba cada vez más, hasta que estuvo peor que los mellizos Hammond. Casi pensé que se asfixiaba. Le di hasta la última dosis de ipecacuana de esa botella, y cuando llegó a la última gota, me dije (no se lo podía decir a Diana o a Mary Joe para no apenarlas más, pero me lo tuve que decir a mí misma para aliviar mis pensamientos): «ésta es la última esperanza y temo que es vana». Pero a los tres minutos expulsó la flema y empezó a mejorar. Puede imaginar mi alivio, doctor, ya que no puedo expresarlo con palabras. Usted sabe que hay cosas que no se pueden decir con palabras.
—Sí, lo sé —asintió el médico. Miró a Ana como si pensara cosas sobre ella que no podían expresarse en palabras. Más tarde, sin embargo, se las dijo al señor Barry y a su señora.
—Esa chiquilla pelirroja que tienen los Cuthbert es inteligente como ella sola. Les digo que salvó la vida de la niña, pues cuando yo llegué era demasiado tarde. Parece tener una habilidad y una presencia de ánimo perfectamente maravillosas para una criatura de su edad. Nunca vi algo como sus ojos cuando me explicaba el caso.
Ana había vuelto a casa en la maravillosa y helada mañana de invierno, con los ojos cargados de sueño, pero hablando incansablemente, mientras cruzaban el gran campo blanco y caminaban bajo el brillante arco de los arces del Sendero de los Amantes.
—Oh, Matthew, ¿no es una mañana perfecta? El mundo parece algo que Dios hubiera imaginado para su propio placer. Esos árboles dan la sensación de que uno los pudiera hacer volar de un soplo. ¡Estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay heladas blancas! Después de todo, estoy contenta de que la señora Hammond tuviera mellizos. De no haber sido así, no hubiera sabido qué hacer con Minnie May. Siento de verdad haberme enfadado alguna vez con la señora Hammond porque tuviera mellizos. Matthew, tengo tanto sueño que no podré ir al colegio. Sé que no podría tener los ojos abiertos y eso sería muy estúpido. Pero me disgusta quedarme en casa porque Gil... porque alguien será el primero de la clase y es difícil reconquistar lo perdido, aunque cuanto más difícil es, más satisfacción se tiene al reconquistarlo, ¿no es cierto?
—Bueno, supongo que te las arreglarás muy bien —dijo Matthew, mirando la blanca cara con grandes ojeras—. Vete directamente a la cama y duerme bien, que yo haré las tareas de casa.
Ana fue a acostarse y durmió tan profundamente, que cuando despertó y descendió a la cocina era bien entrada la rosada tarde de invierno. Marilla, que en el ínterin volviera a casa, estaba allí tejiendo.
—Oh, ¿ha visto al primer ministro? —exclamó Ana en seguida—. ¿Cómo era?
—Bueno, no llegó a ese puesto por su apariencia —dijo Marilla—. ¡Con una nariz como la suya! Pero sabe hablar. Me sentí orgullosa de ser conservadora. Rachel Lynde, como es liberal, desde luego que no lo apreció. Tienes el almuerzo en el horno, Ana, y te puedes servir ciruelas en almíbar. Sospecho que debes tener hambre. Matthew me ha estado contando lo de anoche. Te digo que fue una suerte que supieras qué hacer. Ni siquiera yo lo hubiera sabido, pues nunca vi un caso de garrotillo. Bueno, no hables hasta después de almorzar. Por tu aspecto puedo decir que te mueres por hablar, pero puedes esperar.
Marilla tenía algo que decir a Ana, pero no lo dijo entonces pues sabía que la subsecuente excitación de la niña la arrancaría de asuntos tan materiales como el apetito. Cuando Ana hubo terminado, dijo Marilla:
—La señora Barry estuvo aquí esta tarde. Quería verte, pero no te desperté. Dice que le salvaste la vida a Minnie May y que siente mucho haberse portado como lo hizo respecto al asunto del vino casero. Dice que ahora sabe que no tuviste intención de emborrachar a Diana y espera que la perdones y que seas otra vez buena amiga de su hija. Si quieres, puedes ir esta tarde a su casa, pues Diana no puede salir por culpa de un resfriado que cogió anoche. Por favor, Ana Shirley, no saltes por el aire.
La expresión no era extemporánea; tan ligera y exaltada fue la actitud de Ana, que saltó sobre sus pies, con la cara iluminada.
—Oh, Marilla, ¿puedo ir antes de lavar los platos? Los fregaré cuando regrese. En un momento tan emocionante, no puedo atarme a algo tan poco romántico como lavar los platos.
—Sí, sí, corre —dijo indulgente Marilla—. Ana Shirley, ¿estás loca? Vuelve al momento y ponte algo. Es igual que si le hablara al viento. Se ha ido sin gorro. Será un milagro si no enferma.
Ana volvió bailando a casa, a través de la nieve, alumbrada por la púrpura luz del crepúsculo. Lejos, al sudoeste, sobre las siluetas de los abetos, brillaba la titilante luz perlada de una estrella vespertina en su cielo dorado pálido y rosa etéreo. El tañido de las campanillas de los trineos entre las nevadas colinas llegaba como un sonido élfico por el aire helado, pero esa música no era más dulce que la del corazón de Ana.
—Tiene ante sí a una persona completamente feliz, Marilla —anunció—. Soy totalmente feliz, a pesar de mis cabellos rojos. En estos momentos, tengo un alma por encima de los cabellos rojos. La señora Barry me besó, lloró y dijo que lo sentía mucho y que nunca me lo podría pagar. Me sentí horriblemente embarazada, Marilla, pero le dije lo más gentilmente que pude: «No le guardo rencor, señora Barry. Le aseguro de una vez por todas que no tuve intención de intoxicar a Diana y que, por lo tanto, cubriré el pasado con el manto del olvido». Ésa fue una forma bastante digna de hablar, ¿no es cierto, Marilla? Diana y yo pasamos una tarde preciosa. Diana me enseñó un lindo tejido de crochet que aprendiera de su tía de Carmody. Ni un alma lo sabe en Avonlea fuera de nosotras y juramos solemnemente no revelárselo a nadie más. Diana me dio una hermosa postal con una guirnalda de rosas y un poema:
Si me amas tanto como yo a ti,
Sólo la muerte nos puede separar.
»Y ésa es la verdad, Marilla. Vamos a pedir al señor Phillips que nos permita sentarnos juntas en el colegio otra vez y Gertie Pye puede ir nuevamente con Minnie Andrews. Tomamos un té elegante. La señora Barry sacó su mejor juego de té, como si yo fuera una visita de importancia. No le puedo decir el estremecimiento que me produjo. Nadie había usado antes su mejor loza conmigo. Comimos torta de frutas, bollitos y dos clases distintas de confituras. La señora Barry me preguntó si quería té y dijo: "Querida, por favor, ¿quieres pasar los bizcochos a Ana?".
»Debe ser hermoso ser mayor, Marilla, cuando es tan lindo sólo que te traten como si lo fueras.
—No lo sé —dijo Marilla con un suspiro.
—Bueno, de todas maneras, cuando sea mayor —dijo Ana, decidida—, siempre hablaré a los pequeños como si fueran mayores y no me reiré de ellos si emplean palabras largas. Sé por triste experiencia cuánto duelen esas cosas. Después del té, Diana y yo hicimos caramelo. Lo que salió no estaba muy bueno, supongo que porque ni Diana ni yo habíamos hecho antes. Diana me dejó removerlo mientras ella enmantecaba las fuentes; yo me olvidé y lo dejé quemar, y cuando lo dejamos secar al aire, el gato pasó por encima de una fuente y hubo que tirarla. Pero hacerlo fue divertidísimo. Cuando volvía a casa, la señora Barry me pidió que fuera cuantas veces pudiera, y Diana me echaba besos desde la ventana. Le aseguro, Marilla, que esta noche tengo ganas de rezar y que voy a pensar una nueva oración especialmente para el acontecimiento.

Anne With An E; Primer libro original "Ana de las Tejas Verdes"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora