El forastero

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El tren se detuvo en la estación. Jeremías cerró su libro y trató de ver por la ventanilla el nombre del pueblo, pero fue imposible; ya era de noche, y en la estación la luz era escasa, apenas un pequeño farol. En el vagón, ya solo quedaba él, por lo que volvió a mirar el mapa en su bolso; parecería que esa era la estación. El tren, en tanto, no se movía, como esperando que se bajase; trató de encontrar el guarda, pero tampoco pudo. Tuvo la sensación de que se había vuelto un "tren fantasma", y con algo de temor, prefirió bajar en esa estación, aunque se equivocara, pero salir de ahí lo antes posible. Ni bien bajó, el tren arrancó, luminoso y raudo, con el mismo bullicio en su interior que tenía al comienzo del viaje, en la ciudad. El joven sonrió, pensando que debía darle un poco de descanso a Edgar Allan Poe, y, tal vez, buscar en el "Romancero gitano" de García Lorca, algún verso con el que galantear a la luna, que parecía sonreírle desde el cielo.

Su equipaje era solo un par de maletas y unas cuantas cajas, repletas de libros. Jeremías, era un joven escritor, en busca de un lugar tranquilo dónde establecerse para poder escribir; su familia había quedado anonadada, cuando el muchacho había renunciado a su más que prometedor empleo en el buffet de abogados, abandonando sus estudios de derecho, y despilfarrado sus ahorros, para ir tras la locura de encontrar una vieja casona donde crear un personaje al estilo de Sherlock o Poirot, valiéndose de su experiencia en investigación criminalística. Y, ese lugar, cuyo nombre desconocía, parecía ser perfecto. Si bien, debía tratarse de algún pueblito olvidado de la provincia de Buenos Aires, de esos, que ni siquiera figuran en los mapas, tenía a la luz de la gran luna llena, cierto aire a las comarcas europeas, tenebrosas y frías, que tanto había recorrido en los relatos de terror y misterio, de los que gustaba leer. Fue por eso que pensó que, aunque no fuese el lugar al que había querido llegar, sería el sitio perfecto para llevar adelante su proyecto.

Sin encontrar a nadie en la estación, cargó su equipaje y comenzó a andar. Las fuertes campanadas, lo sobresaltaron. "Pueblo chico" pensó "es normal que los campanarios suenen para dar la hora". Contó doce campanadas, por lo que debían ser medianoche. Al verificar la hora en su reloj, sonrió para sí, pensando que hasta la hora de su llegada al lugar, era ideal para un cuento de terror.

Tal vez, por lo mucho que leía historias de crímenes y misterios, tal vez por su instinto de abogado e investigador, tal vez por simple escepticismo, no era en absoluto supersticioso; sin embargo, sentía que ese lugar guardaba un misterio y, ahora más que sus ansias de escribir, lo embargaba el deseo de descubrir ese misterio. Seguramente, terminaría resultando una gran historia.

Cruzó la solitaria plaza y se encaminó hacia la única luz que logró encontrar. Era una pequeña hostería, algo sombría bajo la luminosa luna; un hombre de anteojos, flaco y pálido, del que era imposible determinar la edad, lo recibió con cierto asombro.

-Buenas noches -saludó Jeremías- acabo de llegar al pueblo y estoy buscando dónde pasar la noche...

-¿Forastero? ¡Qué extraño! -exclamó el hombre- ¡Hace tantos años que no llega ninguno al pueblo!

Jeremías lo miró sin saber qué responder.

-Acabo de llegar en el tren... -relató- Voy de camino a Chascomús, ¿Conoce?

-¡Claro! -exclamó el hombre- ¡La ciudad del Presidente! No sería argentino si no lo supiese.

Jeremías lo miró extrañado; el Presidente de la Nación era oriundo de Tandil, no de Chascomús. Imaginó que hablaba de Alfonsín con respeto por su trascendencia histórica.

-No, jovencito, está bastante alejado de Chascomús -continuó sin advertir la extrañes de Jeremías- Es raro, ¿dijo, usted, qué llegó en tren?

-Si, ¿por qué?

Historias entre páginas amarillentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora