2. Los nuevos compañeros

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“Me acabo de mudar, me acabo de mudar, me acabo de mudar…”
   Aquellas palabras resonaron continuamente en mi cabeza. Y en un segundo lo entendí todo: Gabriel diciendo a Agni hacía un rato que se había mudado, los últimos días de ajetreo en el rellano… Todo estaba relacionado, todo coincidía.
   Gabriel… iba a vivir… enfrente de mí…
   —Así que vamos a ser vecinos —comentó.
    Sí… Sí, eso parecía…
   Salí del ascensor sin saber muy bien dónde mirar. Me fijé en que Gabriel llevaba una bolsa de basura y recordé que nosotras también teníamos unas cuantas en la entrada. ¿Pero qué importaba eso en aquel momento? No estaba siendo educada.
   —Bu… Bueno —tartamudeé, sujetando la puerta hasta que la agarró él—. Si necesitas algo, ya… Ya sabes dónde estoy.
   —Lo mismo te digo.
   Asentí con la cabeza y saqué la llave temblando. Pasé a mi casa antes de que él entrara al ascensor y apoyé la espalda en la puerta.
   Una ciudad. Y una ciudad grande, además. Con cientos de calles muchísimo más extensas, interesantes y ajetreadas que aquella. Asturias entera, de hecho. Y tenía… que haberse mudado… justo frente a mí.
   Miré a las bolsas de basura que había a mi lado. Hacía ya tiempo que mi prima había decidido que nos repartiéramos algunas tareas domésticas, y aquella era una de las labores que nos turnábamos cada semana. Y mi prima era una persona muy despistada, demasiado para mi gusto, además de que siempre que tenía que salir de casa lo hacía con el tiempo justo. Y por eso olvidaba las bolsas. Al principio yo hacía siempre ese trabajo, incluso cuando le tocaba a ella, no me importaba. Pero llegó un día en el que pensé que, si seguía haciéndolo, ella terminaría por olvidar sus responsabilidades. Por eso últimamente era de lo más frecuente que la basura se fuera acumulando junto a la puerta durante una semana. Y aquella tarde, por un momento, entre emocionada y nerviosa, me planteé coger todas las bolsas y correr calle abajo. Quizá, con un poco de suerte, aún tuviera la oportunidad de cruzarme con Gabriel.
   “Vale, ¿y qué le digo?”, me pregunté. Nada, no tenía nada que decirle.
   Suspiré, resignada, y me asomé al salón. Ayu, mi prima, estaba ahí, como todos los días que no le tocaba ir a trabajar.
   —¡Nana! —exclamó, girándose un poco—. ¡Bienvenida! Te estaba esperando para comer.
   Sonreí.
   En realidad, Ayu y yo casi nunca coincidíamos, y menos aún a la hora de la comida. Mientras que yo iba a clase por las mañanas, ella trabajaba por las tardes y el día completo los fines de semana, aunque libraba los lunes. No obstante, lo que más le gustaba hacer en el mundo en su tiempo libre (además de preparar postres) era tumbarse en el sofá y ver series o películas, aunque últimamente había cogido el gusto a los juegos del móvil. Llevaba unas semanas con uno de decoración de interiores, pero por regla general prefería otros mucho más competitivos.
   Ayu y yo éramos muy parecidas físicamente, en general ambas habíamos heredado los genes de nuestros respectivos padres: pelo liso y castaño, piel pálida y ojos grandes y verdes. Aunque hasta ahí llegaban nuestras similitudes. Y es que en mi rostro apenas se apreciaban los rasgos asiáticos de mi madre, pero sí es verdad que la constitución de mi cuerpo era bastante fina y, a pesar de que mi estatura no era notablemente pequeña, mi prima me superaba unos diez centímetros. Además, ella tenía las caderas anchas y los pechos grandes. Por otra parte, aunque yo llevaba el pelo largo, el suyo le llegaba hasta casi las nalgas, y se lo teñía de un rojo anaranjado que, bajo mi punto de vista, no le quedaba igual de bien que su tono natural, aunque Ayu no era muy propensa a aceptar sugerencias. Una vez, por ejemplo, hacía cuatro años, una amiga le había pedido que se quedara con uno de los cahorritos de la numerosa camada que había tenido sus dos perros. Era el último que le quedaba por dar en adopción y, aunque nuestra casa era bastante pequeña para un Husky Siberiano, Ayu aceptó. El perrito tenía apenas unos días, ni siquiera había abierto aún bien los ojos, y mi prima decidió llamarle Hana. Intenté convencerla de lo segura que me encontraba de que se trataba de un macho y, aunque no me importaba la clase de nombre que tuviera, sabía que Ayu había escogido ese porque se pensaba que era una hembra.
   Ella lo negó todas las veces que pudo y más: el cachorro era chica, y no había más que hablar. Paro cuando el tiempo y las evidencias me dieron la razón, ya nos habíamos acostumbrado a llamarle “Hana”, y de paso Ayu había repetido continuamente que lo iba a regalar, ya que un perro con heterocromía no podía esconder nada bueno. Hana tenía los dos ojos azules, pero uno considerablemente más oscuro que el otro.
   Cuatro años más tarde aún no lo había regalado. De hecho, ahí estaba aquel día cuando llegué, sentado en el suelo junto a ella. Se acercó a saludarme mientras Ayu seguía concentrada en su reforma. Una media hora después tuve que recordarle yo que era hora de comer.

***
Me pasé toda la tarde planteándome si escribir a Dafne y Agni para contarles quién era mi nuevo vecino, pero intuí que si lo hacía me presionarían para que llamara a su puerta, por eso terminé apagando el móvil y me dediqué a contar a Ayu lo molestaba que estaba por la fusión de grupos.
   A la mañana siguiente, me aseguré de levantarme más temprano de lo habitual. Cuanto antes saliera de casa, menos probabilidades tendría de encontrarme con Gabriel.
   O eso pensaba.
   Apenas había terminado de desayunar cuando oí un débil golpe en la puerta. Para que Hana no se pusiera nervioso y despertara a Ayu, fui rápidamente a comprobar de quién se trataba, y a través de la mirilla vi una imagen algo distorsionada de Gabriel.
   Angustiada, hice un gesto a Hana para que no ladrara y prácticamente lancé las bolsas de basura dentro de la cocina. Después, abrí la puerta muy despacio. Menos mal que ya estaba arreglada.
   —Nanami —me saludó Gabriel con una sonrisa—. ¿A qué hora sueles salir por las mañanas? Había pensado que podríamos ir juntos al instituto.
   Tragué saliva. ¿Lo que me restaba pidiendo era real… o yo estaba soñando? ¿Ir… juntos?
   —Eh… —No sabía qué decir. No sabía dónde mirar—. Yo…, yo iba a salir ya…
   —Estupendo. ¿Te importa que vaya contigo?
   ¿Me importaba?
   Negué despacio con la cabeza y me coloqué la mochila. Me di cuenta de que no me había despedido de Hana cuando ya hube cerrado la puerta.
   Hace ya diez años de aquella mañana, aunque he de confesar que, a pesar de mis nervios y de no dejar de mirar al suelo al principio, lo recuerdo todo bastante bien, especialmente lo mucho que me notaba la cara arder cuando subimos juntos a ese ascensor tan estrecho. Supongo que por eso respiré luego con más entusiasmo de lo habitual el aire de la calle.
   —Yo… siempre voy andando —logré decir, poniéndome en marcha. La parada de autobús estaba en el sentido contrario.
   —Genial, me gusta caminar.
   Haciendo un esfuerzo enorme, y mordiéndome un poco el labio inferior, me atreví a mirar a Gabriel. Sonreía. Me pregunté por qué siempre estaba sonriendo.
   Sinceramente, aquel podría haber sido un paseo de lo más incómodo, ya que yo no estaba por la labor de ponerme a hablar. Pero tuve mucha suerte, porque él era diferente.
   Él sí sabía romper el hielo.  
   —¿No tienes hermanos? —me preguntó con naturalidad.
   —No —respondí—, soy hija única.
   —Ya veo. Yo tengo un hermano mayor, está estudiando Ingeniería.
   Asentí, y me mordí la lengua para no decirle que ya lo sabía.
   —Nos hemos mudado por él —siguió Gabriel—. Acaba de pasar una época de depresión, y la calle en la que vivíamos era demasiado estresante. Mis padres me preguntaron si me importaba cambiarme a un lugar más tranquilo y les dije que no. Además, he podido quedarme en el mismo instituto.
   Me dio la sensación de que estaba feliz, y creo que por eso terminé sonriendo un poco.
   —¿Tú has vivido siempre aquí? —se interesó.
   Puede que en realidad estuviera siendo algo entrometido, o al menos eso es lo que yo hubiera pensado de cualquier otra persona. Pero con él, a pesar de que aún seguían temblándome un poco las piernas, me empezaba a sentir agusto.
   —No —respondí—. En realidad soy de un pueblo muy pequeñito, al norte de aquí. Me vine hace cinco años con mi prima.
   —¿Tu prima?
   —Sí. Cuando consiguió plaza en la universidad, decidió mudarse sola. Le hacía muchísima ilusión estudiar Periodismo y no quería distracciones. Pero al final me trajo con ella.
   —¿Y eso?
   —La relación que tengo con mis padres no es muy buena.
   —Ya veo…
   Esperé un poco, por si Gabriel me hacía alguna pregunta al respecto. Pero no lo hizo. Y aquello… me gustó. Y por eso me animé a seguir hablando.
   —Al final, Ayu, mi prima, dejó Periodismo. Al segundo año se dio cuenta de que no le gustaba. Ahora trabaja por las tardes en una cafetería, lo cual le viene bien, porque no le gusta nada madrugar.
   —¡Una cafetería! ¡Tendremos que ir un día a tomar algo!
   Sonreí.
   El resto del camino lo pasó hablando él. Me contó que aún no tenía claro qué carrera quería estudiar. A sus padres les hubiera gustado que estudiara Arquitectura, pero él entró en el Bachillerato de Humanidades porque Lengua y Literatura le llamaba demasiado la atención.
   —Creo que quiero ser editor —me confesó—. Me gusta mucho leer y corregir textos, aunque nunca me he atrevido a escribir nada.
   Evidentemente no le hablé de los relatos románticos que tenía escondidos en mi armario.
   Solo cuando llegamos al instituto me percaté de que no estaba tan tensa como al salir de casa. Y lo gracioso es que, a pesar de habernos marchado tan pronto, ya el aula estaba prácticamente llena cuando nosotros entramos. De hecho, vi a Dafne hablando con Agni. Sin embargo, ellos no tardaron en darse cuenta de nuestra presencia, y estoy segura de que nunca se me va a olvidar la cara de sorpresa e incredulidad que pusieron. Gabriel se acercó rápidamente para contarles que ahora éramos vecinos. Agni me guiñó un ojo. Dafne me echó su mirada de “Bien. No la cagues”.
   Y eso hice: procurar no cagarla. Cada vez que Gabriel me hablaba, me esforzaba con creces por responderle, aunque es verdad que cuando estábamos solos era capaz de hacerlo con muchísima más naturalidad que dentro del aula. Además, había algo que jugaba en mi contra: Gabriel tenía demasiados amigos y, de estos, la gran mayoría eran chicas de lo más pesadas que no se movían de su alrededor. En realidad, éramos muy pocas las que, por unos motivos u otros, al final terminábamos alejadas de él. Y yo me encontraba en ese grupo, por supuesto.
   Frustrada por la situación (y por mi propia vergüenza) me pasaba los descansos de entre clase y clase mirando por la ventana y odiando a Dafne. Y es que, por su culpa, cada vez que había unos minutos libres, se acercaban a nosotras varios compañeros. Para hablar con ella, claro, pero igualmente a mí me molestaban. Dos de esas chicas eran Luna y Leyla. Ya las conocía de cursos anteriores, aunque nunca había hablado con ellas. Eran bastante diferentes la una de la otra: Luna era verdaderamente pequeña, casi parecía una niña de once o doce años, y que siempre llevara su pelo negro recogido en dos coletitas no ayudaba a darle un aspecto más maduro; Leyla, en cambio, era bastante alta y ancha de espalda, tenía el pelo rojo y corto, los ojos marrones y la cara llena de pecas. En verdad, esta última no era muy habladora, cuando se juntaban las tres, quienes llevaban el peso de la conversación eran Dafne y Luna. Así que, precisamente por esto, Leyla era la candidata perfecta para caerme bien y, quizá, tener una nueva amiga. Sin embargo, contaba con un defecto, un defecto enorme, y es que… venía con regalo. Su mejor amigo había pasado el curso anterior en el otro grupo de Humanidades, por eso, ahora que estaban juntos, no se separaban en ningún momento, y cada vez que Leyla se acercaba a nosotras (en realidad a Dafne, pero yo estaba sentada al lado), también lo hacía su amigo. Y ahora, una verdad incuestionable: a mí el chico no me caía bien.
   Se llamaba Ilan, y era bastante alto, casi tanto como Gabriel. A mí no me parecía especialmente guapo, lo consideraba un chico de lo más normal. Y no porque sencillamente tuviera el pelo y los ojos marrones, algo que parece que es aburridamente común (no lo es, pero la gente lo dice mucho), sino porque tenía la nariz muy larga y los ojos un poco saltones. Y precisamente por eso no me entraba en la cabeza cómo podía tener tanto éxito con las chicas, y es que muchas venían del grupo de Ciencias para hablar con él, incluida Vega. Aunque ahora mismo no me apetece hablar de ella.
   Pero lo peor de todo, lo que me hacía enfadar continuamente, lo que no soportaba y hubiese ido rumiando cada día de vuelta a casa si no fuera porque Gabriel me acompañaba y me daba conversación, era que… Ilan no se daba cuenta. Se limitaba a ser excesivamente alegre y escandaloso todo el rato (idiota), y a mí tanta felicidad me exasperaba. Hablaba mucho con Dafne e incluso, en ocasiones, tuvo la osadía (y la mala idea) de añadirme a la conversación. Yo le echaba una mirada seria y me centraba de nuevo en mis cosas, que solía ser mirar por la ventana o fingir que escribía algo interesante.
   Ilan, por su parte, tenía otro amigo, mucho más de mi agrado. Era bastante callado y solía mantenerse al margen de todo. Escuchaba, escuchaba mucho, pero rara vez intervenía. Se llamaba Darío. Era delgadísimo, tenía la cara ovalada y los paletos separados. Nadie le hacía mucho caso. Y, aunque era otra de las muchas personas con las que yo nunca había cruzado palabra, de alguna manera me llamaba la atención. Me gustaba que, al contrario que Ilan, no tuviera que estar gritando siempre todo lo que se le pasaba por la cabeza. Y por eso se notaba que lo meditaba todo bien. Y por eso no dudaba cuando abría la boca.
   Su rostro tendía a ser inexpresivo. Era prácticamente imposible saber lo que pensaba. Pero cuando se dirigía a Dafne… siempre esbozaba una sonrisa torcida e incluso cambiaba un poco el tono de voz. Más de una vez le pidió ir a tomar algo después de clase.
   Lo que me llamaba la atención de la situación era que Dafne le rechazaba, y era la primera vez que hacía eso con un chico. Al principio fingía no darse por aludida, pero cuando las sugerencias de Darío fueron haciéndose cada vez más insistentes (y obvias), ella comenzó a darle respuestas cortantes. De momento no aceptaba citas. Y no hubiera habido problema, claro, si él no hubiese continuado.
   Una semana después de empezar el curso, cuando sonó el timbre que anunciaba el inicio del recreo, Dafne salió del aula a una velocidad asombrosa, sin mirar a nadie. Luna y Leyla se miraron entre ellas, e Ilan dio un par de pasos apresurados en la misma dirección, aunque enseguida se detuvo y terminó por encogerse de hombros.
   Pero yo no tenía que demostrar nada ante nadie. No tenía que quedar bien delante del resto del “grupo”. Por eso, ordené rápidamente todas las cosas que había en mi mesa, cogí mi sandwich y le dije a Agni que iba a ver qué pasaba. Él asintió. Le noté algo preocupado.
   Encontré a Dafne en un rincón del patio. Los alumnos de cursos más bajos ya estaban saliendo, así que tuve que abrirme paso entre ellos como pude, procurando no tocar a nadie. Dafne estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Comía su bocadillo tranquilamente y de vez en cuando daba sorbos a su zumo de frutas. Me senté a su lado.
   Al principio, ninguna de las dos dijimos nada. Ella no me echó, lo cual ya consideré una pequeña buena señal, y yo me dediqué a esperar.
   De los treinta minutos que duraba el recreo, esperé veinte.
   —No quiero quedar con Darío —me soltó de pronto Dafne. Me fijé en que aún no se había terminado el bocata.
   —Pues no quedes con él.
   —Ya…
   Suspiró. Estaba seria, y en principio aquello no me alarmó, pues la expresión natural de Dafne era de pocos amigos. Pero cuando me fijé bien, vi que… era otra clase de seriedad.
   Preocupación.
   —Hay algo… —empezó, pero tuvo que tragar saliva—. Creo que quiero contarte algo…
   —Adelante.
   Y volví a esperar. Y Dafne dejó su bocadillo en el suelo, encogió las piernas y se abrazó las rodillas. Me dio la sensación de que pretendía hacerse muy pequeñita.
   —He quedado con tantos chicos, Nana… —Su voz era algo aguda en comparación a lo grave que solía sonar—. He quedado con muchos, y lo sabes. Creo que no he tenido una sola cita de la que no te haya hablado. Pero la cuestión es… que ninguno me ha gustado.
   —No pasa nada, ya aparecerá el adecuado.
   Supe que era una respuesta bastante vaga, incluso un poco tópica. Pero tampoco sabía qué más decir. En realidad, por aquel entonces, yo no era muy buena consolando. Sigo pensando que quizá debería haber ido Agni a verla, y no yo.
   Dafne esbozó una sonrisa algo torcida.
   —¿Y si no aparece? —me preguntó.
   —Lo hará. Todo el mundo encuentra el amor.
   —No, no lo hará.
   —Dafne, ¿qué te pasa?
   Ella no era así de pesimista. Definitivamente, algo me ocultaba.
   —Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie —dijo.
   —Te lo prometo.
   —Nana, esto va en serio…
   —¿Cuándo he contado yo un secreto?
   Me había molestado un poco su desconfianza.
   Al fin Dafne suspiró y se arrimó las piernas aún más al cuerpo.
   —Creo… No he estado cómoda en ninguna cita, pero… Hay…
   Tuve la sensación de que Dafne quería decir muchas cosas a la vez y ninguna le convencía. Hasta que terminó escondiendo la cara entre las rodillas.
   —Creo que me gustan las chicas.
   Lo dijo tan bajito, y encima con la cara ahí metida, que me costó un poco entenderlo. Pero cuando procesé bien la información, rodeé con un brazo los hombros de mi amiga (aun convencida de que me dolería el pecho; y sí, lo hizo, pero muy poquito) y no dije nada más. Consideré que era obvio que me parecía bien e incluso, aunque ella no fuera consciente, además de compañía acababa de regalarle suerte; o eso esperé, al menos.
   Lo que no compartí con ella fue lo mucho que me apenaba verla así de avergonzada. Ella era Dafne, y yo nunca había conocido una Dafne con miedo.

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