La ida.

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Una vez que estas en la calle, el frío te avisa que ya no hay vuelta atrás. Tenes que seguir, sí o sí. 

Esto de la independencia de transporte, o mejor dicho, la carencia de este último, te llevó a tomar algunas decisiones.
Primero te prometiste no gastar ni un solo peso más en intentar reparar tu bicicleta. Que ni siquiera es tuya, te la prestaron. Pero ya fue demasiada inversión en el bolsillo del señor bicicletero.

Hace tiempo que estas usando ese sistema de bicicletas públicas. Siempre caminas esas dos cuadras hasta la estación de anclaje pensando que sería mejor tomar un taxi, o quizá levantarte 15 minutos antes. Pero no querés. 

También pensas que a lo mejor al llegar no haya ninguna bicicleta disponible, lo que te obligaría a caminar unas cinco cuadras más hasta la otra estación más cercana. Algo que, lógicamente, no pensas hacer. 

Acercas la tarjeta gastada al lector. Este te notifica un error, y que debes retirar y volver a apoyar la tarjeta. Te irrita, porque es la tercera vez que te lo pide. Ya van cinco minutos de demora. Otra vez tarde. La cuarta es la vencida. Y vos, el vencido. 

Desanclas la bicicleta y acomodas la altura del asiento pensando en cómo puede ser posible que alguien pueda viajar con el asiento girado a la derecha, como una flecha que apunta al este. Pero la gente siempre puede sorprenderte con algo nuevo, así que te despreocupas. Arrancas. 

Encaras por el Boulevard, ya bastante apurado. Aunque sabes que no podes hacer nada para evitar la tardanza. -Son cinco minutos- Te consolás. Pero puede que sean diez. 

En el camino vas mirando a la gente, como estudiandolos. A veces envidiando, otras odiando. ¿Será odio?  ¿Será envidia?

El tipo que en pleno invierno sale a correr a las 9 de la mañana un día de Junio te parece sospechoso. Nadie en su sano juicio saldría de shorts de fútbol encima de unas calzas, abrigado con una camperita deportiva, a correr con seis grados de temperatura. Formulas la teoría de que todos esos han de ser unos hijos de puta. Quizás tengas razón. 

Por otro lado, sentís ternura de aquel que pasea su perro, viéndolo correr entre los canteros. Y pensas que con el tuyo es imposible. Tanto, verlo correr alegremente, como la prosiguiente existencia de los canteros. Te reís y lo extrañas un poco más. Debe estar acurrucado en la alfombra. 
Al final, no era más que pena.

El paisaje es siempre el mismo. Todas las mañanas. Las fachadas antiguas de los edificios nuevos. Una contradicción divertida. Porque no entendes qué sentido tiene preservar la fachada de un inmueble que fue totalmente demolido. Es como si a vos te cortaran en pedacitos, pero al menos te doblan la ropa.
Son cosas que te invaden cuando se te empieza a despertar una parte del cerebro. Y si, te reís.

Es muy curioso como somos todos iguales esforzándonos por ser distintos. Y con el paisaje de tu mañana pasa lo mismo. Por eso seguís haciendo el mismo recorrido todos los días. Pasa que si cambias el rumbo corres el riesgo de retrasarte aún más. Y ya sabes que lo de levantarte antes no es una opción. Y que cambie el paisaje, tampoco. 

Llegas pensando que algo te van a decir. Pero nunca pasa del - Buen dia-. Igualmente, siempre lo pensás. Una vez que marcas tarjeta te vas para el lado de los casilleros a dejar la mochila. Sacas el tupper con el almuerzo y guardas los accesorios de abrigo. Cerras el casillero, sin candado. Nadie usa candados ahí, no hay nada de valor. Al menos, para nadie más. 

Guardas la bolsa con el tupper en la heladera. Llegas a tu puesto y dejas la campera sobre el respaldo de la silla gastada, esas que desechan los de administración. Siempre van a parar ahí. Eso te hace sentir que son el depósito de lo que le sobra al resto.

Te sentas y te cambias los zapatos. Te pones los de seguridad, de punta de acero. Lo único que falta es que te caiga una caja en el pié. Aunque, a veces, un poco lo deseas.
 Encendes la computadora y ves como de a poco va iluminandose el monitor. Es prácticamente la única luz que tenes, sin contar los focos lejanos que cuelgan del techo. El frío te cala las manos. El frío y el desprecio. 

Se te viene a la mente esa frase de la canción de Hermética que tanto te gustaba de adolescente: "Tengo las manos cansadas de hacer ladrillos ajenos... " Siempre los ladrillos son ajenos, o las vaquitas, como decia Atahualpa, y parece que cuando queres encarar la construcción de los tuyos, las manos ya no sirven. Se gastaron.

Así arrancas el día, tu día. El que más dura. Y el que menos disfrutas. Miras el reloj y buscas consuelo. 

Solo nueve horas más. Nueve horas, y volvés.

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⏰ Última actualización: Jun 13, 2020 ⏰

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