Odiaba el verano. Odiaba el calor. Odiaba el sol. Odiaba todo eso, pero más aún que las vacaciones se acabasen. No es que fuese a añorar esa estación del año, al contrario, la odiaba. Pero el sólo hecho de pensar en tener que volver a pisar el instituto, me daba arcadas.
Mi mirada descendió hacia mis muslos. Más concretamente, el interior de ellos. Justo en la línea que separaba el short vaquero que llevaba, de mi pierna desnuda. Me toqué la piel blanquecina, que también odiaba. Era tan blanca, que se me notaban casi todas las venas de mi cuerpo. Parecía tan frágil. Aunque bueno, no es que lo pareciera, es que lo era.
Deslicé la patera del pantalón con el dedo y me estremecí.
Allí estaban. Mis heridas de guerra. Cicatrices rojas recorrían el interior de mi muslo izquierdo. Levanté la patera de la pierna derecha y pasé el dedo por ellas también.
Aquel era mi mayor secreto. Mi mayor miedo. Mis monstruos dibujados en mi piel.
Nadie sabía de aquello. Y ojalá no se enterasen nunca, pues no sabría ni cómo explicarlo. Sólo sabía que eso me ayudaba a sacar el dolor de mí, al menos por unos segundos. Cuando clavaba la cuchilla y la sangre corría, tan roja y caliente, me hacía sentir... aliviada. Vacía. No podía pensar en otra cosa que no fuese en cerrar los ojos y por unos instantes, no sentir absolutamente nada que no fuese el dolor de la herida que me acababa de provocar. Pero irónicamente, ese dolor hacía que el resto, el que permanecía dentro de mí, desapareciese.
Una lágrima silenciosa se deslizó por mi mejilla izquierda. Sabía que aquello daría paso a un llanto del que ya estaba demasiado acostumbrada.
Dudo que alguien supiese lo que era darse asco a uno mismo. No poder ni mirarte al espejo porque no sirve para otra cosa que para odiarte aún más. No sentirte bonita, bien contigo misma. Tener envidia del resto de chicas porque ellas sí que puedan disfrutar de eso.
Y lo peor de todo, es que nadie sabía de aquello. Todos se pensaban que era feliz solo por el mero hecho de que sonreía. Pero cómo iba a enseñarle al mundo el verdadero rostro que escondía. Esos monstruos que habitaban debajo de mi piel, silenciosos. Que salían a flote cuando oscurecía. En mí. No en el cielo.
Tampoco podía hablarle a nadie de las voces que invadían mi mente cuando me camuflaba en la soledad de mi habitación y lloraba como si no hubiese mañana. Estaba acostumbrada a quedarme dormida con lágrimas en los ojos, era mi rutina. Despertarme y que las ojeras recorriesen mi rostro.
No tenía amigos. No los quería. Nadie me entendía, no encajaba en ningún sitio. Ni siquiera en mi casa.
Mi madre trabajaba tanto que no sabía apenas de mi existencia.
Mi padre nos abandonó cuando yo tenía tres años. No me acordaba de él. El único recuerdo que guardo es una foto medio rota y arrugada que guardo en el fondo del último cajón de mi armario. Allí donde no me la pueda encontrar. Sólo me recuerda que la gente que se supone que te quiere, antes o después termina dejándote.
No tenía hermanos.
La única compañía que tenía era la de mi perro, Eros. Un labrador rojizo que era mi amigo incondicional. El único que nunca me abandonaba, acudía a mí siempre que me notaba triste, o sea, la mayoría del tiempo. Digamos que no nos separábamos nunca. Me hacía compañía a cambio de unos mimos de vez en cuando, de tener el bol lleno de pienso y de los paseos en los que nos olvidábamos juntos que el resto del mundo existía.
Sí, soy una chica triste. Rara. Amo a mi perro por encima de todas las cosas. Estoy rota y no tengo ninguna intención de arreglarme. Me llamo Aria, tengo dieciocho años y ésta es mi historia.
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Unbreakable.
Roman pour AdolescentsNo todos los cuentos tienen final feliz. Soy una chica triste. Rara. Amo a mi perro por encima de todas las cosas. Estoy rota y no tengo ninguna intención de arreglarme. Me llamo Aria, tengo 18 años y ésta es mi historia.