-¡Aria Colin, o bajas ahora mismo a desayunar o subo y te traigo a rastras!
Los típicos despertares matutinos de mi madre hacían que ninguno de los vecinos residentes en un radio de 5km de mi casa, necesitase cualquier tipo de despertador. Por el timbre de voz que tenía al dar voces podría haber sido perfectamente un general del ejército o algo así. Se te metía en los oídos y te seguían zumbando durante al menos unas horas después.
Y así todos los días.
He de aclarar que por mucho que amenazase, mi madre cumplía a rajatabla el refrán de "perro ladrador poco mordedor". Llevaba dieciocho años despertándome con la misma frase (y sí, estoy segura que cuando aún era un bebé y tenía que pasarme las veinticuatro horas durmiendo ella ya me despertaba así) y todavía no me había llevado a rastras hasta la cocina.
Sólo tenía que hacerme la perezosa cinco minutos más para que mi madre desistiera y se diese cuenta que si seguía luchando aquella batalla con su querida hija adolescente, llegaría tarde a trabajar y yo podría irme a clase sin tener que probar bocado.
La comida era otro de mis problemas.
Mi madre me había llevado a todo tipo de médico, especialista y/o persona que ella considerase que iba a ser capaz de solucionar el "problema" que ella juraba que tenía.
Evidentemente, nada había dado resultado.
Llegó el día en el que se dio por vencida y decidió que yo mismo sería capaz de resolverlo cuando estuviese preparada y que ella seguiría intentando hacerme comer.
Yo le hacía feliz haciéndole creer que esto era así, pero que en verdad no.
Por desgracia para mí, por mucho que me abstuviese de comer, vomitase o lo que fuere, mi peso jamás se reducía. Seguía estando igual de gorda de lo que nunca había querido estar.
No me sentía a gusto conmigo misma. Ni con mi cuerpo. En resumen, me daba asco. Siempre intentaba ir lo más tapada posible para así no tener que observar mi piel desnuda -la cual también odiaba- y evitarme las visitas al baño más frecuentes de lo que ya lo eran.
Así era mi vida. Vacía pero llena de dolor y heridas.
Iba al instituto, éste era mi último año y yo ya estaba deseando salir de este pueblo de mala muerte en el que no encontraba mi sitio.
Por supuesto, Eros se vendría conmigo.
Mi compañero y amigo se encontraba tumbado a los pies de mi cama. Nunca nos separábamos. Excepto cuando iba a clase, ésa era otra de las razones por la cual odiaba tener que ir. No es que fuera mala estudiante ni nada de eso, si no sacaba mejores notas era sencillamente porque no me esforzaba. No me gustaba por los alumnos, porque no me integraba, porque todos me parecían unos estúpidos de cuidado. Inmaduros, infantiles y copias unos de otros.
Siempre había soñado con estudiar en Ámsterdam. No sabía qué quería estudiar, no encontraba la vocación que llenase mi vida de motivos por los que luchar y labrarme un futuro. Me había prometido a mí misma que este año pondría todo mi empeño en resolver esa incógnita. Esperaba que no fuese otro fracaso más que añadir a mi lista y tuviese que quedarme a vivir con mi madre.
El momento del día que más odiaba, era el de tener que mirarme al espejo cada mañana para intentar esconder todo aquello que se liberada de mí en la soledad de mi habitación. Sólo Eros me conocía tal y como soy. Desnuda. Sin máscaras. Así me sentía cuando me abría a la gente, cuando mostraba partes de mí. Por eso jamás lo hacía. Y dudaba que alguna vez llegase a hacerlo. Ni siquiera mi madre me conocía hasta ese punto.
Siempre me había dicho que esto que yo hacía no se podría llamar vivir, solo sobrevivía al día a día, que ya me parecía mucho y todo un logro. Muchos folios que escondo en el fondo del cajón junto a la foto de mi padre, juran que preferiría morir a vivir como lo hago. Pero soy demasiado cobarde incluso para quitarme del medio de una vez.
Lo único que me mantiene a raya, son las heridas que disimulo con la ropa y todas esas cosas que escribo en cuaderno que sólo yo leo. Para mí, es una manera de sacar todo el dolor que siente, de liberar por un instante todo lo malo que hay en mí, de pensar que a lo mejor, pueda salir de este pozo sin fondo que yo misma me he cavado.
ESTÁS LEYENDO
Unbreakable.
Novela JuvenilNo todos los cuentos tienen final feliz. Soy una chica triste. Rara. Amo a mi perro por encima de todas las cosas. Estoy rota y no tengo ninguna intención de arreglarme. Me llamo Aria, tengo 18 años y ésta es mi historia.