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Tras siete semanas de aislamiento, siete semanas de distanciamiento social, siete semanas de caos mundial pero una inquietante tranquilidad interna se dio cuenta de que llevaba más tiempo en cuarentena de lo realmente establecido. Sin darse cuenta hacía ya unos años que esa chica de indescifrable físico y compleja mentalidad se había sumido en su propio distanciamiento del mundo, su propia cuarentena interna. Tal vez, porque pensaba que, como lo hace la actual cuarentena, se estaba protegiendo. ¿De qué?

Después se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo rodeada de gente sin notar que estaba sola. Y entendió que le daba igual. Estaba bien sola, y eso le abrió los ojos para ver a la gente más detenidamente. Sin querer hacerlo analizaba hasta los más mínimos detalles de la personalidad de la gente a su alrededor, era como un superpoder que había desarrollado al poder ver las cosas desde un tercer plano, ya que no le afectaban tanto como deberían y empezaba a dudar si eso era una ventaja o un problema. Al mirar a las personas ahora veía toda su vulnerabilidad, todo el dolor y las batallas personales de cada uno, y como todos las ocultaban tras personalidades aparentemente fuertes y menospreciaban a aquellos con la suficiente valentía para mostrar sus debilidades como si ese mismo acto los hiciese más débiles a su vez.

Todas esas emociones que veía en la manera de actuar de la gente la abrumaban y también el no saber qué hacer con todo aquello. Y vio que había gente que estaba tan sola como ella, aunque siempre tuviesen gente a sus lados, pero vio que a la mayoría de ellos no les gustaba estar solos, al contrario que ella, o al menos una gran parte del tiempo. ¿Por qué a veces nos sentimos solos aun teniendo compañía? Se atrevió a preguntar esa pregunta a un adulto. Gran error.

La única respuesta de ese sabio adulto, nótese la ironía, fue: "cosas de adolescentes".

¿Acaso lo que sentimos tiene menos valor dependiendo de la etapa en la que estemos? Es evidente que cuando crecemos vemos que durante la adolescencia hacíamos grandes montañas de un triste granito de arena, pero no porque desde fuera se vea una exageración debemos menospreciar los sentimientos de esa gente. Son nuestros problemas, por muy absurdos que sean siguen siendo problemas, siguen siendo igual de validos que los de cualquier otro y la mayoría de las veces seguimos necesitando ayuda.

Después de llegar a esa conclusión se preguntó que podía hacer para ayudar a todos los demás adolescentes que también se sentían solos y vacíos y eso les afectaba, pero primero se preguntó lo siguiente: "¿necesito yo ayuda?". Como había dicho ya, las cosas habían dejado de afectarle como deberían, es decir, al igual que le afectan al resto, y seguía pensando en su duda respecto a eso, ¿problema o virtud? Se dio cuenta de que había dejado de sentir las cosas igual que antes, eso la había llevado a pensar que al haber dejado de tener ilusión por las simples cosas que ilusionaban a los demás adolescentes, se había quedado sin poder sentir en lo absoluto. Nada más lejos de la realidad. Realmente sentía más que nunca, con una intensidad que incluso la asustaba, pero todos esos sentimientos iban dirigidos hacia temas mucho más complejos que la habían llevado a dejar atrás su tonta ignorancia. Fue después de que esos pensamientos pasasen por su ajetreada cabeza que llego la respuesta a su duda: Madurez.

La madurez es una virtud para aquellos adultos que por muy maduros que lleguen a ser nunca olvidan que una vez fueron niños. Puede ser una tortura para esos otros adultos que olvidan su infancia, y confunden depresión con su absurdo concepto de madurez. Puede ser un muy grave problema cuando llega demasiado pronto, a niños que nunca pudieron llegar a ser niños antes de ser maduros adultos en cuerpos diminutos porque así lo requerían las circunstancias de sus vidas. Para ella era un sinónimo de fuerza en su caso. Le había costado barbaridades encontrar su propia definición de madurez ya que también era algo nuevo para ella y que se sentía tan extraño que apenas podía manejarlo, por eso eligió la palabra fuerza. Su pequeña "transición" a la madurez le había abierto los ojos de una manera demasiado agresiva, pillándola completamente desprevenida. Siempre había sido una persona analítica, por lo que, llegado el momento de mirar a su alrededor y ver tanto caos, el hecho de que no se había dado cuenta antes parecía burlarse de ella con todas sus fuerzas. Se arrepintió al momento de haber pasado tanto tiempo deseando ver más las cosas, ahora podía verlas claramente. Y no le gustaba para nada. Quería gritarles a todos aquellos que causaban esos problemas para luego poder volver a su ya anhelada burbuja.

Se convenció a ella misma que lo correcto era nadar con la corriente e ignorar todo, total, ella no podía hacer nada para cambiar las cosas, todos quieren cambiar el mundo a su manera, pero en su defecto aprendió a cómo hacerle frente. Pero no siempre fue autosuficiente, las diferentes opiniones de los demás la hundían y la hacían sentir diferente. Y cuanto menos dejaba que eso le afectase, más libre se sentía y toda su mente se expandía en muchas distintas dimensiones al plasmar todas sus emociones y pensamientos a tinta negra en las aparentemente infinitas páginas de sus diminutas libretas.

E aquí un fragmento:

"Como se nota que los que le temen a la muerte                                                           no saben cómo es en realidad la vida.                                                                           No entiendo a esa gente.                                                                                               También la envidio."

Si cualquier adulto hubiese leído eso, le hubiese respondido "que vas a saber tú de la vida".

Durante las siete semanas de distanciamiento, físico, del resto de personas había entrenado a su ajetreada cabeza posiblemente más de lo que jamás habría aprendido estando en el instituto. Puede que no aprendiese a hacer ecuaciones de segundo grado o a analizar frases de maneras complejas. Pero si aprendió sobre sí misma, aprendió a entenderse. Había pasado mucho tiempo siendo su única compañía, resguardada en la familiaridad de las cuatro paredes de su habitación, y había disfrutado mucho de esa compañía. Quizás demasiado. Llego a tal punto que cuando el gobierno dejo que los niños y adolescente salieran a la calle, ella ni si quiera se enteró. Tampoco quería enterarse. Estaba bien. O al menos se sentía bien. La soledad puede ser adictiva, una potente droga, y una vez que te das cuenta de lo bien que se siente, ya no quieres volver a la realidad. Y eso tampoco estaba bien. 

Aunque pareciese contradictorio, se había vuelto adicta a estar sola, pero cada día que pasaba odiaba más el silencio, porque en realidad nunca había silencio. Su mundo solo era silencioso cuando a su vez estaba inundado de ruido. Definitivamente en su mente había tanto caos como el que había visto fuera. La música siempre la estaba ahí, de fondo. Da igual lo que estuviera haciendo, sus canciones favoritas sonaban en un bucle casi infinito de versos y melodías con letras de complejos significados. Menos cuando tenía la cabeza entre las amarillentas páginas de sus libros. Saltando de historia en historia. Viviendo apasionados romances, adentrándose a diversas aventuras y luchando grandes batallas que decidían el final de una importante guerra. Casi igual de importante la guerra y grandes las batallas como las que le tocaría batallar años después. En su futura vida. Una de las muchas que viviría. Eso no lo sabía todavía.

El caso es que la música y la literatura habían conseguido callar a su cerebro, el cual parecía ser un pozo sin fondo; en su interior había grandes maravillas, solo que para presenciarlas tenías que entrar dentro, donde estaba oscuro y usualmente asustaba y acababa ahuyentando a todo aquel que se acercaba demasiado al borde. El arte.

En un intento de los suyos por seguir auto evadiéndose más de lo necesario centro toda su atención y sus energías en eso, en el arte. Al fin y al cabo, el arte era una forma de desahogo y de expresión. De alguna forma tenía que sacar todo lo que había en aquel pozo. Aunque para ello tuviese que entrar en toda esa oscuridad. Dibujaba, pintaba, escribía, cantaba, bailaba, gritaba, y hablaba sola en voz alta sobre todos los problemas que por ninguna razón en concreto pensaba que algún día tendría que resolver. No se equivocaba del todo, en cierto modo. Aunque sí que tenía claro que todos esos problemas le quedaban demasiado grandes, también sabía que, si nadie empezaba a hacer algo con toda aquella bola de caos, nunca dejaría de crecer. Si tenía que ser el general en todas las futuras guerras mentales de los demás, estaba dispuesta a ello. Había demasiada gente sin ayuda. La falta de solidaridad entre los seres humanos era lo que había generado todos aquellos problemas. Eso iba a cambiar.

Así acaba la historia que en realidad no acaba nunca, sobre los pensamientos de la chica que debatía mil problemas consigo misma, a su vez sin resolver ninguno. La chica de las mil vidas aun sin vivir y una única historia.

Fin.

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