Mi mandíbula se descoloco y podrían haber entrado moscas a no ser que no haya hecho un charco de baba. Le tomé la mano con dureza, pero ella se zafó y se alejó, victoriosa. Me había atrapado. No tenía idea de cómo lo había hecho.
Me recosté y al instante la cara mugrosa de mi hermana interrumpió mi tranquilizadora mirada al techo. Por más que no quisiera hablar con ella, tuve que sentarme y hacerlo. Se lo debía. Había matado a mi propia madre.
Me miró otra vez, consternada, y se fijó en mi cabello. Había sido literal que me había arrancado un mechón de la desesperación. Me acarició dulcemente con una intención de paz que me hizo sentir despreciable al mentirle. Ella no tenía nada que ver con ello, no tendría que haber estado involucrada.
El día pasó y a medida que las comidas pasaban eran peores. Mi ánimo empeoro y también mis ganas de hablar con alguien. No podía charlar ni con Leví ni con Damon y me iban a castrar por olvidar mi celular en el auto.
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Pasamos todo un día en la comisaría, aburridos, y sin consolación. El grupo se dividía en los llorones, creo que por su nombre ya se sabe que hacían todo el día, los impacientes, y los “relajados”. Con relajados me refiero a las que todavía no habían actuado ni iban a actuar frente al simple hecho de una muerte, entre ellos, yo.
Como no había nada que hacer, comencé a imaginar las mejores maneras para escapar de allí. Una de ellas consistía en golpear a alguien al azar y amenazarlo con que no diga nada, entonces esa persona iría a hablar con los policías, y ya que había creado mi perfecta distracción, escaparía. El problema era que la mayoría me daba pena.
Indiana todavía me lanzaba miradas rápidas, comprobando su victoria. Sabía que yo quería saber cómo había obtenido el brazalete, pero no sin antes explicarle lo que “supuestamente sabía”.
Observé por largo rato mi reloj, y comprobé que se había paralizado, a las 4:09. Supuse que las pilas se le acabaron. Me acosté en las terribles camillas, y mire el techo, como por una hora. No tenía casi noción del tiempo y menos sin ver la luz del día. Lo último que hice fue cerrar los ojos, disfrutar la penumbra, y aunque pensé que descanse horas, solo fueron minutos.
La puerta principal se abrió de un golpe, que podría haberse roto. Me levanté, exasperado. Busqué la figura de mi hermana, y la vi, aliviado de ver a aquel ser repulsivo dos camas hacia mi izquierda. Observé la puerta. Se había abierto sola, o eso pensé. Eso no era posible.
No encontré otra razón para no escapar, tenía todos los elementos a mi favor, y a mi hermana la recogería mi padre. Me puse las gastadas zapatillas y caminé a hurtadillas hacia la puerta, crucé ese bloque de cemento y sentí plena libertad. Lo complicado viene aquí.
Había un gentío, dormido, en la acera. Pero nunca se habían escuchado voces o algo desde adentro de la comisaría. Como cortaban el paso, caminé hacia la otra dirección. Vi el nombre de la calle y la identifique al instante. “Gilbert Street”. Era la calle de la casa de Leví, aunque no recordaba que la jefatura se hubiera mudado. Seguí caminando y vi la mansión.
Toqué timbre, pero nadie contestó. ¿Dónde mierda estarían? Deberían ser más de la una de la madrugada y se hubieran despertado al tocar el timbre. Insistí unos minutos más y lo dejé, para continuar por la calle. Mi plan era llegar hasta el centro de la ciudad misma.
A dos cuadras del pequeño centro vi que cada luz existente allí estaba encendida, y sentí en ese momento aquella sensación de temor. Troté hasta la plaza principal y vi a mucha gente de mi escuela, barrio y toda la ciudad reunida allí. Alguien me pego en la nuca desde atrás cariñosamente, volteé y era Damon. Y más atrás Lev, sus dos caras denotaban tensión y miedo aunque intentaban ocultarlo. Antes de poder decirles algo me tomaron los dos de cada brazo y me arrastraron a un lado, sin gente.
