Cap 2

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Suspiró y trató de apartar los ojos tristes de Lucy de su recuerdo. Por fin estaba sola. Echó el pestillo en su puerta. En la casa-escuela, como en los centros de trabajo o incluso las viviendas particulares, no solía permitirse que alguien se encerrara, así que hasta su tutora, la dulce y servicial Janna, montaría en cólera cuando se diese cuenta, pero para entonces ya sería muy tarde. Había llegado el momento. Se asomó al ventanal que daba al jardín y se sintió, de nuevo, atraído por aquella oscuridad que lo rodeaba, por el silencio y la libertad. La noche había llegado. La política energética que exigía austeridad convertía las calles en ríos oscuros que fluían hacia el aeropuerto, situado apenas a un kilómetro de la casa-escuela, cuyas luces, esas sí, eran perfectamente visibles desde su ventana, atrayentes, hipnotizantes... Desde allí partirían esa misma noche los aerodeslizadores que marcharían hacia la Academia, esos vehículos que transportarían al puñado de elegidos entre los que él no se encontraba. Tomó el machete que mantenía escondido en el cajón con movimientos lentos, con cierta reverencia. No recordaba cómo había llegado a ella,ni si alguien se lo había guardado o lo encontró ella sola ; únicamente tenía la certeza de que era una de las pocas cosas que conservaba de su padre. ¿Viajó con él ese cuchillo al Este en su última misión? No, se dijo, imposible. Si ni siquiera habían podido recuperar su cuerpo... Desechó la idea de rencor que nacía dentro de ella,porque no tenía sentido. Apenas le recordaba. Apenas habían pasado tiempo juntos su padre y ella. Su trabajo había sido demasiado absorbente. Pertenecer al cuerpo de los Exploradores debería ser incompatible con adquirir compromisos familiares, con tener una pareja o unos hijos, pensó, y se sintió madura, muy madura, al verse capaz, ella misma, de renunciar a todo eso y sacrificarse por una causa. Ella lo tenía muy claro. Pertenecer al cuerpo de los Exploradores era saber que estabas preparado para morir. Por eso no había tantos candidatos, porque afrontar riesgos, correr peligros casi de manera voluntaria resultaba una realidad muy chocante en esa sociedad perfecta que la Cooperativa había puesto en marcha y por cuyo mantenimiento apostaban todos día a día. Pero para proteger esa sociedad perfecta, para garantizar los recursos que aseguraban su funcionamiento, para acabar con la pobreza, para que el resto de sus compatriotas pudieran morir de viejos, tenía que haber gente dispuesta a explorar caminos desconocidos, a enfrentarse al Este, aquel territorio hostil, y a afrontar peligros. Tenía que haber gente dispuesta a morir, si hacía falta. Y él lo estaba.
Empuñó con pulso firme el machete. ¿Miedo? ¿Había insinuado eso Lucy? No. Ella no tenía miedo. Estaba todo muy pensado y preparado. Llevaba una semana contemplando esa opción por si su mitad no nacía a tiempo. Desnudó lentamente su torso frente al espejo de cuerpo entero. Observó sus ojos claros y brillantes, su pelo rubio, liso, cayendo sobre sus hombros. Su rostro expresaba determinación. Solo alguien muy observador habría detectado el pequeño temblor de sus labios.

Habría otros métodos, seguro que sí, pero no tenía acceso a ellos

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Habría otros métodos, seguro que sí, pero no tenía acceso a ellos. No le dio tiempo a preguntarse si dolería, de nuevo. No cerró los ojos. Con fiera determinación comenzó a hundir el filo del cuchillo en su propia carne, venciendo la resistencia de la piel, mientras contemplaba el reflejo de su imagen sobre el espejo. El dolor punzante llegó un instante después de que él mismo viera la herida que se iba abriendo. Apretó los labios y jadeó para ahogar un grito. En su costado, algo se movió incómodo dentro de la bolsa incubadora. El cuchillo fue siguiendo una línea longitudinal y, por el camino abierto, el líquido en que su mitad flotaba mientras crecía fue derramándose con lentitud. Lucky, en su interior, comenzó a agitarse como si hubiera despertado bruscamente de un sueño. Kira dejó caer el machete y colocó sus propias manos para recibir a la criatura, que se movía angustiada, tratando de respirar. Apretando los labios y aguantando las lágrimas de dolor, la extrajo del todo con sus propias manos, ahora temblorosas. Era un gatito. Atigrado, diminuto, mojado y resbaladizo. Respiraba con agitación y tenía los ojos cerrados. Por un instante un sollozo de alegría desterró el dolor y sintió una emoción tan intensa y tan pura que tuvo miedo de no saber controlarla. Ese era Lucky. Por fín. Su mitad. Y no sabía muy bien si lo había imaginado así, pero era exactamente lo que deseaba. Lo secó torpemente con una toalla del baño y lo tapó con ella, para darle calor, antes de decidirse a cortar el cordón que aún los conectaba. Hecho. El dolor tremendo le hizo estremecer. Soltó a Lucky sobre la cama para poder apretar la toalla contra su propio costado, por donde la sangre empezaba a manar. Lucky boqueó un par de veces y pareció quedarse repentinamente sin respiración. Kira sintió que le temblaban las piernas y cayó al suelo de rodillas, mareada. ¿Qué pasaba? No había perdido tanta sangre. Anudó como pudo un pedazo de sábana a su cintura para sujetar la toalla, mientras sentía cómo se empapaba cada vez más y cómo le abandonaban las fuerzas. Sobre la cama deshecha, Lucky, con el diminuto morro abierto, permanecía inmóvil.
-Lucky... Lucky... —acertó a susurrar.        
El pulso le temblaba. En el espejo, sus brazos, su rostro y su pecho se habían quedado sin color. ¿Qué pasaba? ¿Habría perdido mucha sangre? No. Era Lucky. ¡Lucky! Se moría... Lucky se moría, adivinó. Era demasiado prematuro. Mierda. Todos tenían razón. Los médicos, Janna, incluso Lucy. Ahogó un sollozo y le palmeó levemente en el diminuto lomo. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se había empeñado? Hubiera deseado arrepentirse, pero ya no había marcha atrás. Lo tomó con cuidado entre sus manos y lo envolvió por completo en la toalla, frotándole contra su pecho. Apretó con suavidad el pequeño tórax del gato y comenzó a darle un masaje en la zona del corazón. Sentía el pánico crecer en su interior, y el miedo ponía un sabor amargo en su boca. Lo calentó entre sus manos, lo acunó como a un bebé y, taponando su naricilla, sopló aire en su boca minúscula.
-Vamos, Lucky. Vamos. Respira... Por favor...
Le fallaban las fuerzas. Ya no sentía el dolor, sino una debilidad infinita, como si sus miembros no le obedecieran. Si se desvanecía sería el fin para los dos. Quizá él no llegara a morir —a menos que nadie le encontrara hasta el día siguiente y se desangrara sin remedio—, pero si perdía a Lucky, incluso en ese estadio tan temprano de conexión, se convertiría en un triste, uno de esos seres desanimados, grises y sin vida que arrastraban la tragedia de haber perdido a sus mitades. Un ser desmotivado, como todos los tristes, vacíos de emociones, que vagaban por la vida como si esta no tuviera nada que ofrecerles, como si fuera tan solo la antesala de la muerte. Como si alguien les hubiera robado la mitad del alma. Lucky tosió, se agitó, gorgoteó y dentro de sus párpados cerrados dos leves bolitas se movieron, pugnando por ver. Recuperó los latidos, atropellados primero, más acompasados después. Tomó aire hasta normalizar su ritmo respiratorio y Kira sintió cómo volvían sus fuerzas. Sin darse cuenta, ella también había contenido la respiración. Sintió el calor regresar a sus miembros helados y el aire y la risa de alivio abrirse paso en su pecho. Con Hax en el hueco de sus manos, mojó un extremo de otra toalla en el lavabo y se lo acercó a la boca para humedecérsela y calmar un poco su sed. Temblaba. Le abrigó dentro de un jersey cálido, se aseguró de que le llegara el suficiente aire y lo introdujo en la parte superior de su mochila.  Todo lo demás estaba ya preparado. En un bolsillo lateral metió su identificación y su solicitud. En el otro, una botella de agua azucarada con una cañita pegada, de las que usaba en sus entrenamientos, y una hogaza de pan. Le pareció un alimento lo suficientemente neutro como para empezar a alimentar a su mitad; al menos, rezó a los dioses en los que no confiaba por que así fuera. Echó una última mirada al espejo. Improvisó un nuevo y apretado vendaje sobre el corte de su cuerpo, cambió sus pantalones por unos más amplios, llenos de bolsillos, y se abrochó el jubón —esa especie de chaqueta que todos llevaban— limpio que disimulaba su herida. Aún le dolía. Tomó un par de pastillas de laúdano para calmar un poco el dolor.  Y ahora, rumbo al aeropuerto.  Se aseguró de que no hubiera nadie por la calle y, con la mochila a la espalda, se deslizó por la ventana, solo una planta, hasta el exterior. Era impensable pedir un vehículo; no quería que nadie le llevase porque nadie en la casa-escuela podía tener conocimiento de lo que acababa de hacer.

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⏰ Última actualización: Jun 18, 2020 ⏰

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