IV

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Angelika se fue tarde de casa aquella noche, después de cenar yo mismo la llevé en el coche, aunque trató de convencerme de todas formas posibles que no lo hiciera. Aquel incidente no se volvió a charlar más entre nosotros, y en las tres semanas siguientes nos vimos mucho, tanto en la cafetería como en el club donde el equipo entrenaba, pero a veces nos conformábamos con caminar por los patios y jardines de la universidad, bebiendo una Pepsi y conversando casi en susurros, con Angelika apoyada en mi antebrazo o en mi hombro. Pronto fuimos el rumor de la clase, y luego de medio instituto. Todos comentaban que "la fascista muda" había conseguido novio, que como podía ser posible. Y las chicas eran las peores, se cuestionaban que me había visto, preguntaban por qué estaba conmigo. Los chicos eran más sencillos, más simples y directos, algunos compañeros de clase me habían preguntado en reiteradas ocasiones si ya se había acostado conmigo, y demás poesías propias de jóvenes hormonales.

Por supuesto, contestaba que no estábamos saliendo ni mucho menos, solamente éramos amigos que se llevaban de maravilla, y ellos se iban enojados, hablando que mentía y en realidad éramos pareja, y de nuevo las especulaciones y demás habladurías. Yo, por mi parte, hacía poco más de una semana que me había anotado para los Ángeles Negros, el equipo de rugby de la universidad, y desde entonces siempre que podía permitirse un momento libre, Angelika me acompañaba, para sentarse en una de las gradas y observar desde allí nuestro entrenamiento rutinario.

Mi oportunidad de ingresar al equipo de la universidad había sido meramente casual. Todo comenzó cuando la noticia de que Billy Trelawney había sido expulsado por agresión se había dispersado como reguero de pólvora, y tampoco me había asombrado en lo más mínimo. Trelawney era el clásico patán abusador que tenían todos los colegios, todos los institutos y todas las universidades del mundo, por regla general, parecía que la vida te ponía un Trelawney en el camino al menos una vez, y éste, era un imbécil en toda definición de la palabra misma.

Se había forjado su reputación y estima con sus semejantes a base de reiterados abusos sin distinción de víctimas, poco le importaba si era discapacitado, diez centímetros más bajo que el mismo, el cual gozaba de un grandioso metro noventa y nueve, si era una mujer, o uno de sus propios amigos. Alto, fornido, botas de motorista y cabello lacio y negro atado en una coleta hasta la mitad de la espalda. Intimidaba nada más verlo, y aquel día había agredido a alguien que no debía, para luego ser expulsado, y el rumor de que el jugador rival había terminado con varias piezas dentales rotas, rodó por toda la universidad prácticamente enseguida.

El equipo suspendió dos juegos por tener el plantel incompleto, y pronto se abrió un llamado voluntario para quien quisiera registrarse en el lugar de Trelawney. Yo fui uno de los anotados en lista, casi desde el primer día que me enteré de todo esto, y para mi sorpresa fui sorteado como titular. Max O'connor, un chico que cursaba ciencias sociales, fue elegido como suplente. Y desde ese momento ya no generaba rechazo cuando especulaban sobre Angelika y yo, sino que la envidiaban. Las chicas eran mordaces, y reunidas en ronda cuchicheaban sobre cómo podía ser que esa maldita alemana estuviera saliendo con alguien de los Ángeles Negros, que quien era ella, que se creía. Yo reía, cuando escuchaba estas cosas, y las comparaba con buitres, porque eso es lo que eran para mí, simples aves de carroña muertas de envidia.

Aquel día habíamos charlado en la cafetería, quedamos para encontrarnos a las siete de la tarde en las gradas de la tribuna, donde ella siempre se sentaba a observar. Sin embargo, eran siete y diez y aun no aparecía, de modo que confundido, intenté llamarla a su teléfono celular. Sonaba unas cuantas veces, sin atender. Y algo comenzó a decirme que todo aquel idilio había pasado, sin más, que sencillamente no iba a venir.

¿Se habría aburrido de mí? No quería pensar en que todo aquello era un juego absurdo. Y más pronto que tarde, comprendí que la extrañaba. Y si no le decía lo que sentía cuanto antes podría perderle, se podría cansar de todo esto.

Cuando el Mal viste de hombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora