De depredador a presa.

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Silenciosas eran sus pisadas sobre la hierba, teniendo absoluto cuidado en hacer cualquier ruido, si fallaba, se despediría del almuerzo.

Aunque eso era imposible de suceder.

Fue especialmente criado para eso, sobrevivir.

Ya sin rodeos se escondió entre unos arbustos, pegando su pecho al pasto, observando a lo lejos un pequeño conejito, quien ajeno a su penetrante mirada jade, comía un lecho.

Había preparado sus garras, sacando a relucir su magnífico filo en ellas, sus iris se volvieron finos, casi una línea inexistente. Preparado para comenzar la masacre, se vio obligado a pausarla cuando la criatura notó su presencia.

Confuso, admiró como el otro le veía con curiosidad, hasta fascinación diría él, pero decidió descartar ese pensamiento, ya que le parecía estúpido que su presa le viera con esos ojos y no unos aterrados.

Antes de darse cuanta, la bolita de pelos se acercó lo suficiente como para que apenas unos centímetros les separaran, ahora era su turno de fascinarse, era extraordinaria la valentía del animalito. Decidió olfatearle un poco, solo para probar que tan lejos iba a llegar el contrario, quien al instante empezó a imitarle.

En un descuido por mirar esos profundos orbes café, sus narices se tocaron, fue apenas un roce, pero el lince se alejó como si quemara, en cambio el conejo se asustó pero no se apartó, lejos de eso, se acercó aun más. Ahora fue turno de la mota pelinegra para acorralar a la bestia, quien algo temeroso dio pasos hacia atrás, chocando con la rama de los arbustos.

Viéndose atrapado, llegó a creer que aquel animalito le comería en venganza por consumir a los de su especie como si de un bocado se trataran, aunque bien tuvo ese pensamiento, le descartó nuevamente y se maldijo por ser un manojo de nervios ante ese pequeño ser.

Contrario a la discusión en su cabeza, el causante de todos sus disparates mentales se encontraba acomodando su cuerpecito entre sus patas, casi restregandose como un felino lo haría con su dueño. Poco a poco los párpados de la criatura parecían pesar, cerrándose y abriéndose, hasta caer dormido.

El lince no lo podía creer.

Había perdido la cuenta de las veces que verifico si el conejito efectivamente estaba durmiendo, siendo así el caso y no una vil broma, ya podía saborear la tierna carne sin necesidad de correrla antes.

O ese era su plan hasta que un ronroneo se oyó.

Incrédulo, miró a la bolita de pelos, ésta seguía disfrutando del reino de los sueños, ajeno a la realidad. Su respiración era tranquila, acompasada, y su pelaje azabache se mecía al movimiento de la cálida brisa veraniega. Temía que de lo cerca que se encontraba, escuchara las vibraciones en su pecho y fuera la burla del bosque por sentirse cómodo al lado de, la que debía ser, su presa.

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