II

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Como capitán del ejercito real, Mark se ausentaba casi todos los días y a veces debía irse por largos periodos de tiempo en que Louis no hacía más que esperar su regreso.

La mayor parte de su tiempo se la pasaba en su hogar bajo el cuidado de una nodriza, cuatro tutores y con la única compañía de los empleados y los animales del corral, la cual era por lo general muy entretenida. Algunos días los pasaba con los sirvientes a quienes veía como sus amigos y charlaban sobre cosas que el niño pudiera entender o les ayudaba con las cosas básicas de la limpieza y jardinería. Otros días se la pasaba correteando a las gallinas, charlando con la vaca o intentando montar al caballo, pero sin duda sabía como entretenerse a si mismo en la casa.

Eso estuvo bien al principio, pero cuando tenía cerca de diez años quiso sorprender a su padre con un regalo para su cumpleaños. Era obvio que Mark era la persona favorita de Louis, y por si fuera poco, siempre que regresaba de sus viajes le traía cosas increíbles, por eso queria hacerlo feliz con una sorpresa.

Resultó una gran coincidencia que el mismo día que su padre cumplía años, su nodriza se encontraba enferma y le dio la oportunidad de escaparse al pueblo para buscar el regalo perfecto, pero a pesar de haber buscado en todas las tiendas no pudo encontrar algo que considerase perfecto.

Fue cerca del atardecer que se le ocurrió algo que podría ser la solución a su conflicto. 

El bosque encantado.

Había escuchado cientos de rumores de las personas del pueblo sobre las maravillas que se escondían en aquel bosque, pero su padre le dijo muchas veces que no eran nada más que inventos salidos de proporción ya que no había ninguna prueba de que hubiera algo de especial en ese lugar. Aunque cierto o falso, no muchos se atrevían a entrar debido a lo fácil que resultaba perderse en su interior.

Quizás si pudiera encontrar alguna de esas maravillas podría dárselo a su padre como el mejor regalo de la historia.

—Quien entra ahí nunca vuelve a salir —recordaba que le había contado una vez su mejor amigo Liam, hijo de los panaderos—. Ninguna brújula sirve adentro, los árboles son prácticamente imposibles de escalar, no existe ningún mapa del lugar y no hay nada que sirva para guiarse, ni siquiera el cielo estrellado. Es la pesadilla de los exploradores.

Sabía que la mayoría de las cosas que el chico le decía eran rumores, algunos quizás inventados por él mismo, el chico soñaba con dejar la panadería de sus padres y volverse un explorador por amor de Dios, pero aún así no deseaba averiguar por sí mismo si había algo de verdad en sus palabras.

Así que con mucha determinación y una hogaza enorme de pan se adentró en el bosque. Asegurándose de dejar una migaja cada tres pasos para poder encontrar su camino de regreso a casa.

No más de un metro recorrido y ya podía entender porque representaba un reto su exploración, era un conjunto de robles y secuoyas; los segundos siendo tan altos y frondosos que dificultaba la vista del cielo, y la poca luz que lograba atravesar la copa de los árboles creaba demasiadas sombras.

Vagó por más de una hora sin encontrar nada que pareciera remotamente especial y mucho menos mágico —por favor, quiero encontrar algo increíble—, pidió al aire como una forma de no perder la esperanza.

Pero nada pasó, además de que ya casi se terminaba la hogaza, por lo que con gran decepción decidió que quizás era hora de regresar a casa.

Se giró y comenzó a seguir su camino de migajas, completamente orgulloso de de la idea que se le había ocurrido. Podría presumirle a Liam que había sido más inteligente que los demás exploradores que se habían perdido en ese mismo lugar.

El más grande cuento [L.S.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora