PRÓLOGO

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Ácidas lágrimas de sal y herrumbre cristalizaban sobre las estructuras. Mecidas por el arisco viento del desierto, entonaban largos desgarros. "La ciudad lloraba" dirá algún atrevido poeta de las estepas.
Sibilinos quejidos silbaban al desierto suplicando clemencia. Podía escucharlos en el viento, como los arrastraba reverentemente hacia él. Implorando. Pero era inmutable.

La ciudad exhalaba su último aliento. Antaño un oasis, un refugio entre las dunas. Ahora solo el espectro del sueño que fue. Solo el penoso espectáculo de una lenta y agónica muerte.

De ella quedaba un amasijo de herrumbre y resquebrajados cascotes de negro hormigón. Entre los escombros que conformaban las ruinas, rojas torres de metal se alzaban desnudas, meciéndose bajo el eterno canto del desierto. El tiempo, implacable, las había desnudado hasta los huesos, y sus estructuras, ahora desprotegidas, se habían cubierto de aquella costra rojiza.

Pese a todo, había vida en ella, probablemente. Siempre la había allí donde algo se alzaba atrevido, ofreciendo refugio del inclemente sol que regía aquel páramo que era el mar de sal.

Sobre una gran duna, su oscura figura se añadía al abrupto horizonte que conformaba las tambaleantes torres de la ciudad, recortando en negro un cielo teñido de intensos naranjas.
La arena, que cabalgaba atrevida sobre el gélido viento nocturno del desierto, arañaba su coraza y acariciaba su piel. Intentaba llamar a su atención, portavoz de la agonía.

Aguardaba paciente, inmóvil. Desde allí, contempló durante horas el cambio en los colores del atardecer y el suave desplazamiento de las dunas entorno a las ruinas.
La vista era tétricamente preciosa. Pero él no comprendía de belleza, no se le permitía.

Al sur, oscuras nubes se alzaban imponentes. Cualquiera habría tenido un mal presentimiento. Aquellas nubes no eran corrientes, no eran un fenómeno atmosférico, había algo más. Arrastradas por el viento se desplazaban amenazantes hacía la ciudad. 

Hay quien habría dicho, que la ciudad lloró aún más fuerte cuando aparecieron en el horizonte. Que la prisionera bestia, incapaz de huir, gritó en desesperada súplica, agitando sus torres como si fueran extremidades, para recorrer kilómetros con su chirriante llanto, en busca de una ayuda que no encontró.

Podría llegar a parecer, que las torres se inclinaban aterradas ante la negra masa que sobre ellas se cernía.

Pero él no escuchaba nada, no entendía de llantos. Él no comprendía la desesperación. Tan solo permanecía impasible contemplando la escena.

De su cuerpo, de apariencia orgánica, un cable suelto chisporroteaba sobre su piel. Pero no sentía dolor. No podía escuchar el crepitar de su carne quemada. No entendía el susurro de las dunas, ni el llanto de las metálicas torres. No estaba programado para ello.
No escuchaba el repetitivo pitido de su sistema de alerta de geo-actividad cuando la nube apareció en el horizonte. No percibía la belleza de la dantesca escena que ante sus ojos, de alguna manera aún orgánicos, acontecía. El baile de destrucción de unas oscuras nubes que estrujaban y retorcían, cómo si de una enorme bestia gaseosa se tratase. Engullían con ansiedad moribundos rascacielos. Y como todo cesó. El llanto, el baile. La nube se disipó, y la ausencia de todo se impuso de tal manera que ni el osado viento del desierto se atrevió a perturbar su silencio. Él, no comprendía lo sobrecogedor de la escena. Sólo percibía datos.

Si no, habría llorado.

Pese a que sus biónicos implantes auditivos le permitían captar los llantos de los desgraciados que entre las ruinas se habían creído seguros. No pudo entender como los gritos eran ahogados por el estruendo y la muerte que ello significaba. Las pardas torres de la ciudad, habían desaparecido junto con todo lo demás.

El impasible observador esperó a que los datos se hubiesen enviado antes de abandonar la escena del crimen. Su corazón latía, pero su conciencia dormía. Era otro el que manejaba el timón.

El Mar de SalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora