Tooru era popular. Muy popular. De esos muchachos que día a día recibían pequeñas risas agudas como sensores de sus pasos por el pasillo de Kitagawa Daiichi. Siempre alto, apuesto, como uno de esos seres mitológicos que uno cree, son sólo producto de la imaginación de alguien superior. Y según Hajime, con una personalidad tan de mierda que lo hacía querer vomitar justo después de golpearlo fuerte en la cabeza.
Siempre caminando a su lado, hasta que sus pasos continuaban solos porque un conjunto de niñas se cruzaban en el camino, cerrando el paso del más alto y nunca resistiéndose con una sonrisa encantadora. ¿Que si jodía? ¿Eh? ¿Por qué jodería? Lo que hiciera ese grandísimo imbécil le importaba tan poco que le resultaba irrisorio siquiera significarlo en su mente. Medirlo era imposible porque primero debía existir. Y si. Le jodía. Claro que le jodía. Porque Tooru Oikawa no era quien mostraba ser. No era esa sonrisa encantadora y llena de dientes brillando al sol de la media tarde. No era esa voz edulcorada con miel espesa. No era esa risa clara y seductora que lograba el temblor en las piernas de cuanta chica se le acercara. No era absolutamente nada de eso. Y no le molestaba realmente que él se mostrara con una máscara azucarada (aunque sí). Lo que no podía tolerar era que se rindieran ante eso. Que eso fuera lo que estuvieran viendo. Que esa imagen falsa, irrisoria y obnubilante les impidiera ver al verdadero Tooru Oikawa. Al que él conocía desde que tenían memoria. ¿Cómo podía alguien conformarse con lo falso y caer de rodillas ante eso, cuando la realidad era mil veces más especial?
¿Que qué era entonces Tooru Oikawa?
Un imbécil. Esa era la definición absoluta que Hajime Iwaizumi tenía para Tooru Oikawa. Un imbécil, pero también un animal.
Porque en algún momento, entre los juegos de disfraces de aliens contra dinosaurios, los partidos de voleibol alentados en televisión y el comienzo inocente de los lanzamientos en el club de primaria, algo había pasado. Y es que Tooru Oikawa se había convertido en una bestia hambrienta. Un general liderando montados. El líder que todos querían seguir. Alguien excepcional. Alguien que necesitaban tener en vista. Alguien cuya delgada espalda parecía inspirar legiones. Eso era Tooru Oikawa. Así lo veía Hajime Iwaizumi. Y así continúa esta historia.
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―¿De verdad no quieres, Iwa-chan? ¡Están deliciosas!
―Vas a terminar rodando si sigues comiendo todo lo que te dan, Mierdakawa.
―¡Eso fue agresivo y sin contexto! ―se defendió con el rostro ofuscado. ¿Por qué siempre lo llamaba así?―. Además, todo se convierte en músculo gracias a nuestro entrenamiento.
Iwaizumi bajó la vista casi con cansancio, sus ojos fijos en el trasero de su mejor amigo. Eso no iba a bajarse jamás.
Las salidas de clase solían ser siempre iguales: entrenamiento diario. Duchas. Cambiarse. Irse lado a lado como la pareja dorada de segundo año que eran. El mismo camino transitado durante su ida al instituto era el que utilizaban para volver, como si temieran perderse si cambiaban algunas calles al regreso. Y en el fondo, Iwaizumi casi, casi lo entendía. Porque así como lo veía despreocupado y risueño, algo ya no era igual en él. Y todo comenzó ese mismo año, cuando Tobio Kageyama apareció en la nómina del equipo de voleibol masculino de Kitagawa Daiichi.
Un prodigio, decían algunos.
Un genio, tildaban otros.
Un talento que aparece cada diez años, seguían.
Iwaizumi podía sentir las estacas clavadas en los dedos de Oikawa cada vez que alguien mencionaba al recién llegado. Incluso no tenía problemas en descifrar esa mirada dirigida al rostro infantil, tímido y recatado del muchacho de primero: era odio. Y del puro. Porque si había algo que Tooru Oikawa odiaba más nada en el mundo, eran los genios.
―Parece que ya te calmaste ―le dijo luego de una pausa. Sabía que estaba escuchándolo aún cuando la vista chocolate seguía mirando al frente―. ¿Dejaste de comportarte como primate?
Una bofetada. Así se sintió. Como una bofetada con manopla de hierro. Pero no lo demostró en su respuesta. Porque volteó el rostro sin una sola imperfección hacia su amigo con la sonrisa más brillante.
―Iwa-chan, ¿te sientes solo y me llamas mono para no estarlo?
Dolió. Esa bofetada real sí dolió. Y la patada. Y el golpe en la nuca. Iwaizumi se estaba volviendo cada día más y más fuerte, incluso cuando siempre tuvo bastante. Porque así solía sentirlo, incluso desde niños. Él era el cerebro. No porque fuera más inteligente (aunque sí lo era y no lo negaría nunca), sino porque Iwaizumi podía estar insultándolo de todos los costados, y aún así lo seguiría. Con golpes incluído, siempre estaba su lado. Tanto que no concebía mirar a su derecha y que él no estuviera. Con esa mirada cascada, dura y el rostro serio como si nada en el mundo le causara gracia. Y aún así, esa presencia se hizo tan potente que la dio por sentada. Pasara lo que pasara, Iwaizumi estaría ahí. Y...
―Te pasas el día hostigando a un niño. Eres peor de lo que pensaba ―le dijo. El rostro duro como siempre.
Oikawa frunció el entrecejo como solo lo hacía al oler algo desagradable. Casi tanto como ese niño. ¿Que si le había hecho algo? ¡Se la pasaba persiguiendolo! Era como una pequeña plaga con ojos enormes y cabello negro. Siempre pidiéndole que le enseñara a sacar. Siempre suplicando que lo ayude. Siempre mostrando reverencia. ¡Mocoso impertinente! Si hubiese tenido insecticida se lo habría vaciado en la cara. Pero...
―¡No le hice nada! ―gritó muy agudo en defensa propia. Esas pequeñas arrugas en el puente de la nariz indicando el enojo supremo―. ¡No tengo la culpa de que se me pegue como chicle masticado!
―Es un niño, Mierdakawa ―la voz cansada comenzaba a sonar rasposa, como siempre que a Oikawa parecía reducirsele la edad y comportarse como infante―. Solo te admira. No entiendo por qué, pero te admira.
―¡Que admire a otro o que no me moleste!
Si. Definitivamente, Tooru Oikawa odiaba a los genios. Y algo le decía que ese año iba a ser muy, muy largo.
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La danza de Júpiter y Marte
RomanceSiempre bailar juntos. Nunca llegar a tocarse. La historia de la danza en el cosmos que parece nunca terminar.