¡Hola a todos! ¿Cómo los trata la cuarentena (aún)? Espero que mejor que a mí jajaja. ¡Ánimo! Nada dura para siempre. ESPERO T___T
Este es mi primer IwaOi. La pareja de abuelitos que todos amamos, y tengo alto pánico de despertar odios. ¡Quieranme! Jajajaja.
¡Nos vemos pronto!
Cuando Tooru Oikawa y Hajime Iwaizumi se conocieron eran demasiado pequeños para recordarlo. Demasiado pequeños para mantener en el filo de sus memorias el momento exacto en que se vieron por primera vez. Quizá por eso, sus madres llenaban los espacios en blanco: y las anécdotas no paraban desde ese instante. Desde el momento en que Tooru corrió a toda velocidad con sus regordetas piernas y embistió el cuerpo de su futuro mejor amigo, como una bola de boliche a los pinos al final de la pista. Y todo comenzó.
Hajime Iwaizumi era un alfa de nacimiento. Esos niños tan buenos como el pan remojado en leche, pero el rostro rígido y un carácter temerario. El primero en una expedición. La linterna guía en una noche oscura. El sujeto con el machete despejando el camino sinuoso. Por eso, Oikawa había tomado la costumbre de sujetar la falda de su camiseta y evitar perderse. O de su pantalón. O su hombro. O su mano. La realidad era que, siempre que su brazo terminara en Iwaizumi como un puente conectando un puerto seguro, Tooru se sentía seguro. Sentía que no había oscuridad tan profunda ni monstruos tan grandes. Como si tuviera una luz tan grande frente a él, como el gigante Júpiter hecho de estrellas.
Cuando Tooru Oikawa y Hajime Iwaizumi se conocieron eran demasiado pequeños para recordarlo. Demasiado pequeños para mantener en el filo de sus memorias el momento exacto en que se vieron por primera vez. Por ese motivo, cuando cumplieron ocho años y Tooru comenzó a rodearse de niñas curiosas por su cabello sedoso y enormes ojos café, Hajime no reconocía esa punzada en la boca del estómago. ¿Habría comido algo en mal estado? No. Claro que no. Comió tierra una vez y nada malo le pasó. Su madre había hablado de dolores menstruales una vez. ¿Sería eso...? No. Supuso que no. ¿Entonces qué cara...?
—¡Iwa-chan! —lo oyó gritar mientras corría hacia él con una sonrisa tan amplia como llena de dientes reluciendo al sol—. ¡Mira! ¡Miki-chan me regaló dulces! ¿Quieres come...?
—¡Cállate! —vociferó. Más fuerte de lo que hubiera querido. O pensado.
El rostro de Oikawa quedó petrificado en sus facciones de porcelana. Los ruidos y voces de la plaza a su alrededor como una catarata de sonidos dentro de una caja de cemento hundida en el fondo del océano. Una expresión que no podía ni quería decifrar. Por eso, volvió a hablar.
—¡Me duele el estómago! ¡Vuelvo a casa!
Y girando en sus talones, Iwaizumi comenzó a caminar. Tantos pasos seguidos como Tooru no podía contarlos. Como si le hubieran crecido más piernas de las que podía contar. Un ciempiés enfadado, como ese que atrapó junto al escarabajo emperador hacía unos días.
Tooru reaccionó de la única forma en que Tooru sabía hacerlo: como una reina.
—¡Iwa-chan bobo! —gritó con todas sus fuerzas. Las mejillas rojas e hinchadas de aire. El cabello sedoso brillando al sol.
Masticó todos los dulces de un solo bocado, como si fuera una ardilla escondiendo nueces. Los ojos café llenos de lágrimas. Los puños cerrados y firmes. Su estómago también dolió esa noche. Y ninguno de los dos lo contó sino hasta muchos años después. Una anécdota dentro de otra anécdota.
El primer acercamiento en el baile de Marte y Júpiter.
ESTÁS LEYENDO
La danza de Júpiter y Marte
RomansaSiempre bailar juntos. Nunca llegar a tocarse. La historia de la danza en el cosmos que parece nunca terminar.