Prefacio

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Últimamente, prefería su propia compañía.

La muerte la había llevado a un naufragio. Estaba desolada, despojada de todo cuanto traía consigo y tan solo concebía la última certeza de que su corazón seguía latiendo. Su instinto de supervivencia aún estaba varado en las aguas que traían recuerdos y se llevaban lamentos. El mar entraba en sus ojos en forma de cascadas de lágrimas. Su pecho adolecía de las sacudidas de sus llantos. Su mente era la tormenta que acompañaba su naufragio desde hacía dos semanas. 

Alice Longbotton nunca había conocido un dolor como aquel. 

Era un ancla que desgarraba su carne por dentro y la ataba con un nudo que le impedía respirar. Su llanto desgastado se fue transformando en una expresión de vacío en su rostro. Como si a ella también le hubieran arrebatado el alma. ¿Y no lo habían hecho? 

Pensar en Albus Severus Potter, aunque tan solo fuera en el destello verde de su mirada, en el color azabache de su melena o en cómo sonaban sus botas sobre el Palacio de Skye; hacía temblar a su labio inferior. Le dolía físicamente su ausencia. Tan solo quería abrazar su ropa, embriagarse en lo que aún quedaba de su olor. Buscarle en todos los lugares de aquella casa en los que aún podía sentirle vivo. Y llorar abrazada a su jersey cosido a mano con una gran A en el centro, porque era lo más cerca que volvería a estar de él. 

No tenía pensamientos coherentes. Ni un discurso hilado. No había escuchado su propia voz en días. Tan solo contestaba con silencio a aquel que se había aventurado a visitarla en su duelo, su naufragio. Les hizo saber que quería estar sola. Tal vez sola para siempre. Pues, ¿no sería aquel un dolor eterno? Alice necesitaba todo el tiempo del mundo para hacerse a la idea de que Albus ya no estaba. Por mucho que su olor siguiera en su ropa. Por mucho que soñara con él. Albus solo vivía en sus recuerdos. Y sentía que, si no los recordaba todos con fuerza, dejaría de existir. 

Aquel día hacían justo dos semanas desde que perdió el alma de Albus Severus Potter. 

Ni siquiera había asistido al Memorial que el Temple le había dedicado. No había buscado a Scorpius Malfoy ni a Rose Weasley para anunciarles la muerte de... Había rechazado el Patronus de su padre, con el que se ofrecían a hacerle compañía, sus padres y Frank Longbotton, si ella les dejaba. Más quería estar sola. Sola podría jugar con la idea de que Albus seguía vivo. Si alguien más venía, solo era una sentencia de muerte. Una confirmación de su ausencia eterna. 

Solo aquel día encontró fuerzas. No supo de dónde. 

Llevaba puestos los pantalones holgados de Quidditch que Albus había utilizado para entrenar con el equipo de su Casa, por allá cuando creían que podían engañarse con la normalidad. Tenía puestas las botas enormes de Albus que le dificultaban el paso. Y la sudadera de Quidditch de Slytherin que rezaba "A. Potter". Rozaba la tela con tanto cariño como si fuera la piel de Albus. Tuvo, instantáneamente, el recuerdo de su cuerpo flotando en las aguas que se asomaban a la Bruma. Ni siquiera había recuperado su cuerpo para llorarle. 

Cogió la escoba que le regaló Albus para que practicara los vuelos. Salió del Palacio de Skye por primera vez desde que entró aquel día para anunciar a Ginnevra y Harry Potter, en un ataque de pánico, que había perdido a Albus. Tardaron en comprender lo que la muchacha les quería decir. Y mandaron a algún Auror para que estuviera con ella, mientras ella se escondía de la tormenta en su habitación para llorar. 

El sol la sorprendió. Era difícil encontrar algún día soleado y sin nubes en Skye. Eran aquellos los días en los que ambos hacían carreras por las escarpadas montañas. En los que se adentraban en las gélidas aguas escocesas. En los que Albus le hacía un té y se lo llevaba a uno de los acantilados donde acogían el silencio juntos. Se le escapó una lágrima. Respiró varias veces. Su pecho se preparaba para un llanto. Su labio inferior tembló. ¿Por qué creía que sería tan fácil como salir y disfrutar del sol? 

La tercera generación VIIWhere stories live. Discover now