Al empuñar el picaporte, advirtió que había dejado sobre la mesa el diario abierto, tan luego aquella página donde estaba escrito lo de «Abajo El Gran Hermano» con caracteres visibles que cualquiera hubiera podido leerlos desde el otro extremo desde la habitación. ¡Vaya imprudencia la que había cometido! Mas en medio de su desazón, recordó que no quiso echar a perder aquel papel satinado cerrando el libro con la tinta todavía fresca.
Luego de aspirar profundamente, abrió la puerta. Al punto sintió que una racha de tranquilidad invadía todo su ser. Junto a la puerta vio a una mujer desabrida, de apocado aspecto, cabellos ralos y rostro surcado de arrugas.
—Oh, camarada —comenzó diciendo la mujer en tono quejumbroso— me pareció oírlo cuando llegaba a casa. ¿Podría usted molestarse en venir a ver lo que pasa con el sumidero de nuestra cocina? No corre el agua y...
Era la señora Parsons, esposa de un inquilino que vivía en el mismo piso. (Lo de «señora» no era término grato al Partido, peor en presencia de cierta clase de mujeres, uno lo empleaba por instinto). De unos treinta años de edad, la señora Parsons aparentaba muchos más. Cualquiera hubiera dicho que las arrugas de su cara estaban marcadas con tierra. La siguió Winston a lo largo del pasillo. Reparar desperfectos caseros constituía una faena de todos los días. Victory Mansions era un edificio viejo, construido allá por el año 1930, y estaba cayéndose a pedazos. Del cielo raso se desprendía con frecuencia grandes trozos de yeso; reventaban las cañerías con cada helada; el techo se convertía en una regadera con las primeras nevadas, y la calefacción no marchaba sino a media presión, cuando no se la suprimía del todo por razones de economía. A menos que se prestaran a realizarlos los propios inquilinos, todo trabajo exigía engorrosos trámites, a veces demoraban un par de años en autorizar la reposición de un vidrio roto.
—Me he permitido incomodarle porque Tom no está en casa —iba diciendo la señora Parsons.
El departamento de los Parsons era más espacioso que el de Winston, pero de otro género de sordidez. Reinaba allí el mayor desorden y todo estaba patas arriba, como si en el departamento se hubiera soltado a un animal feroz; útiles de deporte —palos de hockey, guantes de box, una pelota de fútbol desinflada, un par de shorts dados vuelta al revés— aparecían desparramados por el suelo, y sobre la mesa, un montón de platos sin lavar y algunos deshojados cuadernos de deberes. De la pared colgaban gallardetes de la Liga Juvenil y de los Espías, además de un enorme cartelón con la efigie del Gran Hermano. También en aquella estancia se respiraban las consabidas emanaciones de coles hervidas, al igual que en todo el resto del edificio, pero matizadas con el vaho más particular de la transpiración, transpiración de una persona ausente en esos momentos, cosas de la cual se percibía uno al instante, sin explicarse la razón. En otra habitación, alguien trataba de acompañar con un peine envuelto en papel higiénico la marcha militar que proseguía transmitiendo la telepantalla.
—Son los chicos —explicó la señora Parsóns, dirigiendo una mirada furtiva a la puerta—. No han salido de casa en todo el día, y, claro...
Era costumbre en ella dejar en suspenso la mitad de la frase. El vertedero de la cocina rebosaba de agua sucia que olía como nunca a coles. Puesto de rodillas, examinó Winston el tubo de desagüe. Le desagradaba efectuar trabajos manuales y más que nada, inclinarse, pues eso le provocaba siempre un acceso de tos. Mano sobre mano, presenciaba la señor Parsons la operación.
—Claro que, si Tom hubiese estado en casa, esto lo arreglaría él en su momento —dijo la mujer—. Le encanta ocuparse de estos menesteres. Y es muy habilidoso para estas cosas, mi marido.
Parsons era compañero de tareas de Winston en el Ministerio de la Verdad. Hombre cargado de carnes, pero no por eso menos activo, era un bruto con ese género de embrutecimiento que paralizar las facultades mentales; atiborrado de exaltaciones majaderas, formaba en la legión de ganapanes sobre quienes descansaba la estabilidad del Partido, más aún que sobre la Policía del Pensamiento. A la edad de treinta y cinco años acababa de ser separado de la Liga Juvenil, luego de haber conseguido permanecer en sus filas cuando ya había sobrepasado con mucho el límite de la edad reglamentaria.
ESTÁS LEYENDO
1984 (Mil Novecientos Ochenta y Cuatro) [George Orwell]
Science FictionNovela distópica, de las primeras en su clase. Venido de los horrores de la guerra civil española, habiendo visto con miedo de lo que eran capaces los ascendientes sistemas totalitarios, Orwell concibió esta obra como una mirada fría y lúgubre a un...