En la cantina de techo bajo, situada a muchos metros de profundidad, avanzaba lentamente al cola formada para retirar el almuerzo. No cabía ya allí un alfiler y al bulla era ensordecedora. De las ollas colocadas sobre un mostrador desprendíanse los vapores del rancho con un pronunciado y acre tufo a metal que no conseguía, sin embargo, disipar los de la Ginebra de la Victoria. En un extremo del local había un bar, o mejor dicho, un simple hueco en la pared donde por diez céntimos se obtenía un generoso trago de ginebra.
—A ti te andaba buscando —oyó Winston que decía alguien a sus espaldas.
Se volvió. Era su amigo Syme, que tenía un puesto en el Departamento de la Fantasía. Acaso no fuera «amigo» el término apropiado a la época, pues en estos tiempos solo había camaradas, pero entre estos últimos estaban algunos cuyo trato era más agradable que el de otros. Syme era filólogo, especializado en neolengua. En rigor de verdad, era uno de los eruditos que tenían a su cargo confeccionar la Undécima Edición del diccionario de la novísima lengua. Magro de carnes, aún más bajo que Winston, tenía los cabellos negros y unos ojos saltones que miraban melancólicos y burlones a la vez, como queriendo penetrar en el fuero interno del interlocutor.
—Quería preguntarte si te sobran algunas hojitas de afeitar —dijo Syme.
—¡Ni una sola! —se apresuró a responder Winston, ya puesto a la defensiva—. Las he buscado por todas partes, pero no queda una ni para remedio.
Todo el mundo andaba a la pesca de hojitas de afeitar. A decir verdad, Winston tenía dos sin usar, pero las guardaba como oro en paño. Hacía meses que venían escaseando las dichosas hojitas. Había mercadería que, en un momento dado, era imposible obtener en los comercios regentados por el Partido. Hoy eran botones; mañana, lana de zurcir; a veces, cordones de zapatos; actualmente, faltaban en absoluto las hojas de afeitar. Solamente era posible conseguirlas en el mercado «libre» en forma más o menos clandestina.
—Hace mes y medio que vengo usando la misma hoja —mintió Winston.
Avanzó la cola un paso más. Al hacer alto, se volvió de nuevo Winston hacia Syme. De una pila que había en un extremo del mostrador tomaron cada uno una bandeja de metal de grasiento aspecto.
—¿Fuiste ayer a ver ahorcar a los prisioneros?
—Estuve demasiado ocupado —respondió Winston, como no dando importancia a la cosa—. Ya lo veré en el cine, me figuro.
—Ah, pero de una a otra cosa va mucha diferencia —afirmó Syme.
Sus ojos burlones pasearon una mirada sobre el rostro de Winston. «Te conozco» —parecían insinuar aquellos ojos— y penetro en tus pensamientos. Sé muy bien por qué no has asistido al espectáculo».
Espiritualmente, Syme era un fanático ponzoñoso. Con sibaritismo nada disimulado, solía hacerse lenguas de las incursiones de nuestros helicópteros sobre las indefensas poblaciones enemigas, del juicio y las confesiones de los delincuentes del pensamiento y de su ejecución en los sótanos del Ministerio del Amor. Para poder entablar con él una conversación de cierta lucidez era necesario alejarlo de tales temas para llevarlo al terreno de neolengua, cuyo tecnicismo despertaba su máximo interés. Giró Winston un tanto la cabeza a fin de substraerse a la mirada inquisidora de aquellos enormes ojos negros.
—Fue un soberbio espectáculo, el de los ahorcados —iba diciendo Syme—. A mi juicio, eso de amarrarle los pies al ajusticiado echa la cosa un tanto a perder. A mí me gusta ver a los infelices agitando las piernas al aire. Pero más que nada me seduce cuando quedan con un palmo de la lengua afuera. No sé si te habrás fijado que la lengua de los ahorcados es siempre de color azul, de un azul subido. Ese detalle no me lo pierdo nunca.
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1984 (Mil Novecientos Ochenta y Cuatro) [George Orwell]
Science FictionNovela distópica, de las primeras en su clase. Venido de los horrores de la guerra civil española, habiendo visto con miedo de lo que eran capaces los ascendientes sistemas totalitarios, Orwell concibió esta obra como una mirada fría y lúgubre a un...