Era una vez, en una ciudad cerca del mar vivía una mujer pálida pero morena sin hogar que se la pasaba mendigando.
Como todo mendigo comenzó pidiendo monedas, y la gente de vez en cuando dejaba monedas en sus huesudas manos, consiguiéndose algo que comer o beber. Sobreviviendo a duras penas, sin mucho que decir o sueños por cumplir.
Las estaciones pasaban lentas para la pobre mujer y ella envejecía junto con los días y los meses, perdiendo de a poco sus cabellos negros, enflaqueciendo su cuerpo y sus ojos nublados por las lagañas y el sol potente.
Un día, justo el día de fin de año, la mujer cambio de ropas, un viajero le había visto, sentido compasión y regalado un suéter amarillo mostaza lo suficientemente grande para que cubriera por completo a la mujer y está no sintiera frío nunca más.
Ella, anonadada por su nueva adquisición y por como lucía en ella, se sonrió por primera vez en mucho tiempo y abandono en la basura su antigua camiseta roja, su corazón cambio en algo importante dentro de sí: ella ya no iba a mendigar por monedas.
Al día siguiente, después de todas las fiestas y crudas la gente noto este cambio, la ropa, la sonrisa chueca pero divertida y los pocos pelos recogidos en una cola alta. Ahora más gente se acercaba, moneda en mano para la mujer, pero antes de que se las dieran ella decía:
"Gracias, pero preferiría que me diera un abrazo" y abría los brazos con su sonrisa chueca aún más grande.
La gente se detenía, miraba alrededor como inseguros y apenas le daban unas pocas palmaditas en el hombro a la mujer "Me dispensará pero es que estoy muy apurado, quizás otro día" sonreían avergonzados y se iban. A veces algunos eran amables y dejaban las monedas en la mano de la mendiga.
Pero se iban, y no volvían casi nunca. Solo la miraban de lejos, sin tratar de abrazarla.
Seguían pasando por la plaza montones de personas que se acercaban, la miraban y se negaban a abrazarla. "Pides cosas imposibles, esas cosas no se piden a desconocidos" le gruñeron una vez, escupiendo en su cara, en su suéter amarillo.
La mujer trataba de no alterarse, de que no doliera y le debilitará más todo esto. Ahora tenía muchas más monedas de las que había tenido jamás, pero ya no la llenaban, ya no era suficiente y se sentía débil conforme le negaban los abrazos.
"¿Por qué pides abrazos mujer?" le preguntaron cuantiosas ocasiones pero la mujer se negó a contestar hasta el último de sus días, en su lecho de muerte, rodeada de su suéter y las monedas amarillas.
"Porque es lo que todos quieren y todos deberían pedir" declaró moribunda "Porque el hombre que me regaló este suéter dijo que brillaría más que las monedas que me regalan si me abrazaban con amor y yo quiero verlo todo de amarillo solo una vez en mi vida"
Los oyentes se impresionaron ante las palabras de la mujer, y a pesar de que aseguraban que todo eso eran mentiras y delirios de la pobre mujer hubo algunos que se adelantaron y la rodearon, lloraron con ella y pintaron en el demacrado rostro la sonrisa más llena de amor que jamás hubieran visto.
La mujer no murió esa noche, vivió muchos más días con la diferencia de que ahora aquellos que la a abrazaron en su peor momento, ahora la saludaban y despedían con un abrazo y un beso en el cachete.
Y no podían ser mejor recompensados si miraban aquella sonrisa chueca y sentían como les iluminaba el ánimo y la vida.
Siguió así muchos años, la mujer de suéter amarillo y brazos abiertos se convirtió en un símbolo de la ciudad y como por arte de magia, a la hora de su fallecer, se convirtió en una estatua dorada que le recordaba a todos la alegría que se podía tener si hay alguien que nos ama por y a pesar de todo.
ESTÁS LEYENDO
M e t (h) a f o r a s
RandomHIstorias que te hablan al inconsiente. Si eres lo suficientemente listo, descubriras el mensaje intrinseco. Hecho con amor y un toque de realidad.