Barba de Pizarra era el dragón más anciano del valle. Había vivido más de lo que podía recordar. Hacía mucho que sus escamas no brillaban, pero aún era capaz de escupir fuego, y los más jóvenes le pedían consejo cuando no sabían qué partido tomar. Cuando todos los demás dragones se apiñaban ya ante la cueva, Lung despertó a Barba de Pizarra. Se había puesto el sol. La noche, negra y sin estrellas, se cernía sobre el valle, y aún llovía.
Al salir de su cueva, el viejo dragón miró malhumorado hacia el cielo. Le dolían los huesos por la humedad, y el frío entumecía sus articulaciones. Los demás dragones retrocedieron con respeto ante él. Barba de Pizarra miró a su alrededor. No faltaba ninguno, pero Poel de Azufre era el único duende allí presente. Caminando con torpeza y arrastrando la colá, el viejo dragón cruzó por la hierba húmeda, dirigiéndose hacia una roca que descollaba en el valle como la cabeza cubierta de musgo de un gigante. Subió a ella resoplando y miró en torno suyo. Los demás dragones alzaban la vista hacia él igual que niños asustados. Algunos eran todavía muy jóvenes y sólo conocían ese valle; otros habían venido con él desde muy, muy lejos y recordaban que el mundo no siempre había pertenecido a los humanos. Todos ellos venteaban la desgracia y confiaban en que Barba de Pizarra la conjuraría. Pero él era un dragón viejo y cansado.
–Sube, Rata -dijo con voz ronca–, y cuenta lo que has visto y oído.
La rata subió de un salto a la roca, trepó por el rabo de Barba de Pizarra y se sentó en su espalda. Bajo el cielo oscuro reinaba tal silencio, que sólo se oía el rumor de la lluvia y el merodear de los zorros que cazaban en la noche. Rata se aclaró la garganta.
–¡Vienen los humanos! –proclamó–. Han despertado a sus máquinas, las han alimentado y se han puesto en marcha. Están a sólo dos días de aquí, abriéndose camino con esfuerzo por las montañas. Las hadas los detendrán un rato, pero tarde o temprano llegarán aquí, pues su meta es este valle.
Los dragones suspiraron, levantaron la cabeza y se apretujaron todavía más en torno a la roca que ocupaba Barba de Pizarra.
Lung se mantenía algo apartado. Piel de Azufre, sentada en su espalda, mordisqueaba una seta seca.
–Parece mentira, Rata –murmuró–, ¿no podías haberlo dicho con palabras más amables?
–¿Qué significa eso? –preguntó uno de los dragones–. ¿Qué buscan aquí, si ya lo tienen todo donde ellos viven?
–Ellos nunca tienen todo lo que quieren –respondió la rata.
–¡Nos escondernos hasta que se marchen! –exclamó otro dragón–. Como hicimos siempre que uno de ellos se extravió por aquí. Están tan ciegos, que sólo ven lo que quieren ver. Volverán a tomarnos por rocas y árboles muertos.
Pero la rata negó con la cabeza.
–¡Llevo mucho tiempo avisándoles! –gritó con voz estridente–. Les he repetido cientos de veces que los hombres maquinaban algo. Pero los grandes no escuchan a los pequeños, ¿verdad? –miró enfadada a su alrededor–. Se esconden de los humanos, pero no les interesa lo que hacen. Mi estirpe no es tan estúpida. Nosotros entramos en sus casas. Los espiamos. Por eso sabemos lo que se proponen hacer con este valle –Rata carraspeó y se acarició sus bigotes grises.
–Ahora vuelve a hacerse la interesante –susurró Piel de Azufre al oído de Lung, pero el dragón no le prestó atención.
–¿Qué se proponen hacer? –preguntó Barba de Pizarra fatigado–; habla de una vez, Rata.
La rata se retorcía nerviosa un pelo del bigote. La verdad es que no le hacía ninguna gracia ser portadora de malas noticias.
–Van a inundar el valle –respondió con voz vacilante–. Muy pronto, aquí sólo habrá agua. Sus cuevas se inundarán y de esos altos árboles de ahí –señaló con la pata a la oscuridad– no asomarán ni las puntas.
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El Jinete Del Dragón (Cornelia Funke)
Ficção CientíficaSegún las viejas historias, en algún lugar del Himalaya se encuentra La Orilla Del Cielo, el refugio de los últimos dragones. Un joven dragón llamado Lung debe ir a buscarlo ante la amenaza que ha llegado al valle donde él y otros dragones habitan;...