I. Por interés académico. O algo así

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No sabía ni el nombre. Sabía de su postura firme y de sus labios rosados pastel, y de su mirada avellana y tormentosa que se enredaba con las palabras de sus libros. No sabía la edad, ni la familia, mucho menos la dirección, pero sabía de su obsesión con historias trágicas y conocía su voz, a veces muy ronca, cuando atendía el teléfono diciendo:

—HolaSabía sobre todo cómo ponía los ojos en blanco, cómo apretaba los labios, unos segundos antes de decir—: Ok, ok —Y salir disparado de la biblioteca.

Sabía cómo juntaba los libros, apilándolos unos sobre otros, alineando los bordes, antes de llevarlos con la recepcionista. Conocía de memoria el movimiento de hombros con el que acomodaba la mochila, y los pasos largos, retumbando contra el suelo.

No sabía quién era la persona del otro lado del teléfono, ni qué era lo que lo hacía sonreír, pero sabía que no importara cuánto intentara convencerse de lo contrario: cada sábado estaba allí, sentado a unas mesas de distancia, dibujándolo; fantaseando escenarios en los que pudiera conocerlo, escenarios en los que siempre empezaban con un "hola" o un "¿qué estás leyendo?".

Lo había visto por primera vez hacía unos meses. Gerard acababa de pelearse con uno de sus amantes y no quería volver a su casa hasta que se le fueran las ganas de llorar.

Afuera llovía —con pesadez, gotas gordas como las lágrimas de cualquier animación de Studio Ghibli— y la biblioteca se le abría inmensa, blanca, pulcra ante él.

Hacía años que no terminaba un libro. Había dejado de leer el mismo día que había empezado a estudiar. Un poco porque no tenía dinero para libros nuevos, otro poco porque los apuntes le comían cualquier intención de quedarse callado y quieto frente a un libro.

Ese día, Gerard decidió que quedarse quieto quizá le haría sentir mejor.

Estaba cansado.

Nunca había sido un chico energético. En la escuela era conocido como el que nunca iba a las fiestas y bostezaba por los pasillos desde las 9 hasta las 3, el que cuando hablaba, lo hacía demasiado rápido, y que no muchas veces lograba concentrarse lo suficiente para escuchar todo lo que le decían. Le llamaban soberbio, tímido, aburrido. Para Gerard, los aburridos eran los otros.

Una tía había visto sus bocetos una tarde que había pasado por su casa y, esa misma noche, Donna y él había revisado en internet programas de carreras universitarias relacionadas al mundo del arte.

La gente en su escuela de Arte no era aburrida. No tanto al menos. Tenían opiniones y cosas interesantes que decir, lloraban mirando cuadros e iban a obras de teatro de locales under de ciudades vecinas. Tenían secretos y rasgos que se mostraban en sus trazos sobre el papel, en el modo en el que hilaban sus pensamientos.

Él había intentado absorber algo de eso por el sabor de sus lenguas y del sudor de sus cuellos. Había sido en vano. Por más que intentara mimetizarse con ellos, por más que besara y amara y leyera y dibujara, ellos nunca parecían mirarlo del mismo modo.

Ese primer sábado había despertado desnudo y solo en una cama que no era suya. En el comedor, su amante (el de los fines de semana) lo esperaba con una taza de café y un montón de estupideces por decir. Gerard recordaba mirar los trazos de Frida Kahlo en su camiseta mientras él balbuceaba que las cosas iban muy rápido y que necesitaba desacelerar un poco. Desacelerar un poco significaba no verse más, al parecer, y Gerard insultó por lo bajo, porque podría haber esperado hasta el domingo, así no tendría que aguantar hasta dos días para meterse en otra cama (el amante de los días de semana no llegaba hasta el lunes de la casa de sus padres, varios kilómetros al norte).

Gerard se había metido en la biblioteca y había llorado hasta que se le habían acabado las lágrimas. Cuando levantó la cabeza, el chico de mirada avellana seguía tan indiferente como antes, pasando las hojas con lentitud. Gerard sacó su cuaderno allí mismo y empezó a dibujar. El lápiz seguía la línea de su rostro, garabateando la escena, desde la mesa y los libros hasta las mariposas invisibles que dormían en su cabello.

Figura & Color {Frank Iero & Gerard Way}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora