Helados Venecianos

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Lunes

Cierra la puerta tras de sí, con cuidado. Había salido, como siempre, con el tiempo justo de casa, se había entretenido demasiado en pintarse cuidadosamente cada una de las uñas de sus pequeñas manos; lo cual había sido un error fatal. No había tiempo suficiente para que estas se pudieran secar y lo más seguro es que el esmalte impoluto y húmedo se acabase emborronando por el roce inevitable de las llaves de casa.

Todavía con los dedos estirados y con suma delicadeza, arroja las llaves dentro del enorme bolso de tela que portaba sobre su hombro derecho. Y una vez colocado cada auricular en su respectivo oído, comienza a andar al son de la música.

Hoy era un día bueno, los rayos de sol del mes de abril chocaban contra el asfalto desgastado de la carretera provocando un aumento considerable de las temperaturas. Samantha podía casi pensar que estaba en verano, pero sabía que eso no era así; pues debía trabajar. Y a trabajar era justamente a dónde se dirigía.

Había perdido ya la cuenta de los meses que llevaba trabajando en aquella escuela. Hacía tres años de su llegada a Venecia, pero no fue hasta el segundo año que encontró un trabajo lo suficientemente digno como para mantenerse con ciertas comodidades. Tenía un horario asequible y perfectamente compaginable; eran unas cinco horas por la mañana además de un pequeño turno de tres horas por la tarde.

Aunque sin ninguna duda lo que peor llevaba Samantha era el transporte. En Venecia difícilmente podías conducir y menos dónde ella trabajaba. Por eso se veía con la obligación de coger el metro todos los días y soportar las aglomeraciones de la hora punta, como ahora. Eran las 16:30pm.

El turno de tarde era su favorito, quizás porque debía lidiar con menos gente o quizás por el capricho que se daba cada día. Al final de la estación, en la última esquina, había una heladería preciosa con un miles de sabores exóticos en el mostrador que nada más pasar te llamaban la atención. Ella había tomado como costumbre comprar siempre el mismo helado, todos los días, a la misma hora, sin importar si el tiempo acompañaba o no.

Sin pensarlo mucho sus pies aumentaron el ritmo nada más llegar a la entrada de la estación, al mismo tiempo que la rubia baja el volumen de sus auriculares. Se dirige con prisa a su heladería predilecta, no tenía demasiado tiempo para comprar su característico helado de piña.

Al otro lado del mostrador el dependiente de gafas ya miraba angustiado su reloj de muñeca. Llevaba trabajando en aquella heladería el tiempo suficiente como para conocer a cada uno de los clientes que la visitaban. Desde que pasó el primer mes de su erasmus en la ciudad italiana supo que necesitaba un trabajo relajado y fácil, nada más perfecto que una heladería con los mismos clientes habituales. Aunque siempre había excepciones y algún que otro turista anónimo acababa comprando el helado más barato de la pequeña tienda; pero los clientes locales una vez que iban siempre volvían con regularidad, como Samantha.

Flavio no había intercambiado apenas palabras con la chica rubia, con apenas palabras se refería a ninguna. Era ella siempre la que pedía el helado, mientras que él solo se limitaba a asentir para después dirigirse hacía el bol amarillo en el que se podía leer a la perfección: piña. No sabía siquiera su nombre, pero si sabía su horario matutino, y por eso mismo sabía que hoy llegaba tarde.

Tras pensarlo y divagarlo mucho, Flavio terminó preparando el helado de piña que sabía que la chica rubia acabaría pidiéndole tarde o temprano apresurada por el ajuste horario. Ya con el cucurucho en la mano y con su mirada alternando entre el reloj y el fondo de la estación, el moreno sintió como su nerviosismo crecía conforme el paso de los minutos. Tal vez había hecho el ridículo preparando un helado a una desconocida que lo mismo ni aparecía.

Destellos - OneShots // Flamantha Donde viven las historias. Descúbrelo ahora