No hables

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Llegamos.

Bajamos del automóvil, siempre con pocas maletas, usual. Nos ha traído a lo que se supone será nuestro nuevo hogar, convenientemente a las afueras de la ciudad; conveniente para mí, me ponen de mal humor los sitios con demasiada gente; una casa bastante amplia, de ocho pisos, de arquitectura antigua, algo vetusta, con un jardín meticulosamente podado y regado, aunque no veo ningún aspersor cerca. En medio y a unos metros del camino que lleva hacia la entrada, un estanque, lo suficientemente grande y profundo para nadar, aunque el agua está algo turbia. No me atrevería a entrar.

A pesar de que el estío recién empieza el sol pega fuerte, no es desagradable, aunque mi madre parece detestarlo. Olvidé mencionar, una vez más, que vine con mi familia. Esta mudanza fue gracias al reciente programa de promoción y reubicación al que postuló mi padre en su nuevo empleo, somos los primeros en ¿ganar? De todas maneras espero que las demás familias demoren mucho en llegar.

Mi padre nos indica que nos toca todo el primer piso, la parte más grande de la casa al parecer. Me detengo a observar un segundo la puerta cerrada que al parecer lleva a los demás pisos, mi madre menciona que somos los únicos, tal vez por eso la puerta esté asegurada.

Nos acomodamos mientras empieza a atardecer. Me toca el primer cuarto junto al pasillo, al lado derecho del piso, a mi hermano el último. Mis padres escogieron el que estaba junto al baño al otro lado del edificio. Que conveniente.

Con el pasar del tiempo noto que la calidez del sitio nos abandona para dar lugar a un gris claro, y al anochecer todo se torna azulado. Miro por la ventana, esta noche no hay luna.

Suena.

Escucho pasos en el techo. Pregunto a mis padres si han llegado las demás familias, pero tal parece que no. Los pasos no se detienen, andan y desandan por todo el techo. ¿Me siguen?

No consigo dormir y el perro parece querer entrar a mi cuarto. No consigo dormir y los sonidos del techo siguen crepitando, siento que me siguen. Amaneció. Al abrir la puerta para ir al baño lo encuentro todavía en la puerta, está muy nervioso. Parece que no soy el único que siente que algo no está bien. - Hoy duermes conmigo. -

Los días suceden y los pasos se convierten en sonidos cotidianos, cocinando, duchando, comiendo, gritando, imposibles si consideramos que no debería haber nadie arriba. ¿Debería? Reviso cada mañana la puerta asegurada, nada. No hay signos de haber sido forzada o abierta, pero quién soy yo para decirlo.

Séptima noche y finalmente consigo tener un buen sueño, espero que todo sea una pesadilla.

Abro los ojos.

El mismo techo adusto sobre mi cama, sobre mis ojos. Aun somnoliento bajo las rojas inseguras escaleras hacia el baño, ¿no había uno en mi cuarto? Con las mismas ganas regreso a mi cama. Tengo la sensación de que ya no debería dormir, pero las ganas de retomar algún pensamiento inconcluso me convencen.

Amanece el octavo día.

No me siento descansado en lo más mínimo, al contrario, pero saber que mi perro está conmigo me tranquiliza.

Al presentarme en la mesa a desayunar veo a mi madre inquieta, pálida, contrastando con el hermoso despejado día. Se me acerca y me mira con una expresión cogitativa y comprensiva. Ella sabe algo sobre lo que sucede, resonó en mi cabeza. Su preocupada voz llega cálidamente a mi oído izquierdo. - Si llegas a ver a la presencia que nos acompaña, te lo ruego, no la hables. - Quise llorar.

El día transcurrió normalmente excepto por el hecho de que los sonidos caseros del techo mágicamente dejaron de retumbar. No me siento aliviado, me siento perseguido.

Por unas horas olvido todo hasta que el gris azulado invade nuestra casa una vez más, como cada día. Es hora de dormir, y como de costumbre no concibo el sueño. He dejado mi puerta abierta, me siento intranquilo cada que la cierro.

Parpadeo. Veo a mi perro ya dormido, que envidia. Parpadeo. Una débil luz anega la casa, no fue buena idea dejar todas las cortinas abiertas. Parpadeo. Una silueta se acomoda en el umbral. Entre la casi oscuridad y el contraluz no consigo distinguirla bien. Mi perro despierta, pero no ladra, es mi madre. - ¿Madre? -
No hay respuesta, solo veo que da un paso hacia mí. - ¿Eres tú? - Da un paso más, uno más largo. - ¿Te encuentras bien? - Está al lado de mi cama.

¿Es demasiado tarde para retractarme? No es mi madre, y ya le he hablado. ¿Mi cama está a tres pasos de la puerta? Quise alumbrarle pero mi celular está en la mesa de noche. Mi perro no respira. Tengo miedo.

En un último intento por sobrevivir y despertar, alzo la voz. Despertar ja, ja, que gracioso. - ¡NO DES UN SOLO PASO MÁS MALDITA SEA! - Yavé bendito. Dantesco error. La silueta levanta mi frazada y se recuesta a mi lado. Siento mi respiración agitada. No quiero morir.

Mi cama es angosta, no cabemos dos personas y un perro muerto. Al terminar de acomodarse su brazo, avejentado y apolillado, arrugado, helado, toca mi brazo. Horror. Su pierna huesuda, tal delgada que no parece que tuviera piel encima, me rodea. Siento que mueve su brazo y lo lleva hacia arriba. De repente se enciende una linterna que apunta hacia su rostro. No puedo gritar, pero quiero.

Un remedo leproso putrefacto y descascarado de la cara de mi madre me mira fijamente a los ojos. Resuena con eco su voz, tan cálida como en la mañana, al ritmo del movimiento de sus labios. - Hijo mío, te dije que no me hablaras... - ...

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⏰ Última actualización: Jul 22, 2020 ⏰

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Menos gente acostada boca arribaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora