Cadáver del mundo

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El cielo estaba poblado de estrellas, pues ninguna quiso perderse el espectáculo. El animal se hallaba entre los matorrales titiritando. No hubo peor noche que aquella, pues tenía unas ganas abismales de correr y perderse por la selva, pero se sentía encerrado y no por su entorno, sino —gran tragedia— por sí mismo; tenía por suelo, sus pies; por aire ambiguo, su cabeza y, por paredes, la incertidumbre de sus ojos que, buscando una pequeña chispa entre la oscuridad, rasgaban la presencia de su hermano con anhelo. El animal se hallaba acostado, pero no durmiendo, pues se sabía pecador y, como todo pecador, tenía por centinela a la culpa.

«Todo va mal, hermano mío. No importa en realidad. Mi madre Gaia es justa y quizá yo no tenga el gran cuerno de un rinoceronte ni el porte de un elefante, pero, a cambio, tengo una buena provisión de dentadura y si ya fui capaz de derribar desde los cimientos una jirafa y de arrancarle las rayas del cuerpo a las cebras, ¿por qué he de temer si somos todos animales al fin? Todo animal tiene carne; toda carne perece; y, todo lo que perece... ¡soy capaz de matar!»

—Tú no estás aquí, hermano. Esta noche no tengo a nadie...

«¿De dónde proviene este calor tan repentino que me invade? ¿De dónde? ¿Sera de mi vientre? ¿O de la cabeza? No. No es de la cabeza. No. No es de mi vientre. Es de más abajo, si, ya veo... de la piel bajo mi pecho... ¿Eres tu, corazón mío? Así que lo sabes...»

—Ahí está. —susurró un espectro de la noche. —Yo por el flanco izquierdo; tú, por el derecho

—Lo veo. —contestaron desde el frente. —Entendido.

El animal se sabía animal, mas no perdedor. La brisa que antaño disfrutaba, le pareció tortuosa. El animal escuchaba susurros. El animal tenía un presentimiento...

Un recital balancea los pies colgado en la rama de un árbol:

Cruje la noche una rama
Surca la sangre el camino.
Por matar el andar brama:
brama por no ser rugido

—Ya se acercan...

«Hermano mío, hoy la noche se siente más fría»

Así que estas arriba... Mírame. Por favor, mírame... ¡Dígnate a bajar la vista y mírame! —se le quebró la voz— Tú que estas allí... — calló y dejó que el resentimiento lo llene para gritar aún más fuerte—¡Mírame, madre, porque yo, tu hijo, el gran león Cola Torcida, distinguido entre los distinguidos, esta noche romperé en tu cara las cadenas del destino!

Entonces Cola Torcida rugió con tal intensidad que se escuchó su voz seis kilómetros a la redonda y, cuando terminó, aun con la expresión amenazante que tenía su boca, giró su pecho sesenta grados, con unos ojos que parecían haber perdido sus pupilas, solo para llevarlos al encuentro de otros dos leones que ya de entre los matorrales estaban saliendo a su encuentro; giro por fin los ciento ochenta grados y se quedó frente quienes desde cada diagonal frontal, le habían encerrado en el centro. Las luciérnagas lo rodearon y entre titilaciones que simulaban los latidos del corazón se veía la determinación de su rostro.

El recital continúa.

Cuatro parcas en hambruna,
que hoy son parcas más que bestias,
vienen de sombras perversas,
con saña a teñir la luna.

La furia de Cola torcida lo poseyó como nunca. Su hermano de lucha, Satán, con el que defendía la vastedad de su reino de cualquier ultraje, esa noche había salido a patrullar otro sector, pues, tras haber, juntos, en feroz batalla, dado baja a uno de cinco, creyeron asustar a los intrusos; pero lo que no sabían, era que de entre tanto león cobarde al que se habían enfrentado, esta vez, lejos de amilanar al invasor, habían enardecido su causa.

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