II

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Tras escuchar detrás de la puerta lo que el doctor anunció, un impulso colérico e inundado por una esencia amenazante provocó que entrase en la habitación y me dirigiera directamente al doctor, sorprendiendo a los padres de Montana, que pensaban que ya había abandonado aquel lugar tras salir de la habitación. Los ojos de la madre de Montana centelleaban como una solitaria estrella en la totalidad del universo.

—¿Acaso no podría haberme dicho eso antes cuando le pregunté por el estado de Montana?—me apresuré a preguntar acorralado por una ráfaga de nervios.

—Lo siento, Paul, creí más oportuno comunicarlo primero a sus padres, pero, no hay por qué enfadarse, ¿no? —dijo frunciendo el ceño—. Al fin y al cabo son buenas noticias.

Montana despertaría tarde o temprano (más temprano que tarde, según el doctor Capfield). Aquel día salí del hospital atendiendo al paisaje que me rodeaba con una mirada nueva, tal y como siempre me había sugerido Montana. Pero en el fondo, había algo en mí que me advertía que la victoria, a pesar de estar cerca, no era perceptible aún.

Lo que más me llamaba la atención de aquella cafetería que solía frecuentar después de visitar a Montana era la forma metódica con la que Roberto, un joven camarero estudiante de ingeniería, preparaba el café. Casi me parecía absurda mi admiración, pero formaba parte de aquellas nimiedades de la cotidianidad en las que uno se fija. Siempre que estaba en aquel local, sentía la necesidad de utilizar un papel como vía de escape de mis pensamientos e iba escribiendo poco a poco algún aforismo sin relevancia. Solía guardarlos por si algún día decidía escribir algo en condiciones.

Lo que más admiraba de mi amigo era la capacidad para animar a alguien a hacer lo que realmente deseaba. Sabía ver un artista en una persona, y nada detestaba más que alguien que desaprovechaba su talento. Y a pesar de que yo tenía claro que jamás había estado hecho para la literatura, él me cortaba con brusquedad y sarcasmo, negándolo rotundamente, y buscaba la forma más directa de convencerme.

—Siempre has sabido impresionarme con tu forma de expresarte, sólo necesitas una historia que contar, sé que eres capaz de ello, Paul.

Aquellas palabras resonaban una y otra vez en mi mente siempre que la inseguridad de la escritura decidía acompañarme. Así que poco a poco fui ordenando todas las notas y aforismos que iba redactando (y descartando y tirando otros), pero seguía faltando algo sobre lo que poder escribir. Todo aquello se reducía a mera reflexión inconexa, ¿qué utilidad tenía todo aquello? Necesitaba una historia que contar, me decía Montana. ¿Qué tenía yo que pudiera contar? Siempre pensé que me sería más fácil escribir sobre algún tema que me fuera conocido, o sobre mi propia experiencia. Pero, de nuevo, yo no tenía nada que pudiera interesarle a nadie. Líneas vacías de experiencia rutinaria y monótona. Decenas de hojas en blanco.

Un día, y gracias a mi rutina de visitas en el hospital, pude conocer a una joven estudiante de medicina, llamada Ruth, que me logró aportar información de suma utilidad acerca del estado de coma. Afirmó que todas las historias que contaba a Montana durante horas serían vitales para una recuperación más eficaz de mi amigo. «Una historia contada puede lograr desencadenar los primeros destellos de conciencia a tu amigo» me solía decir. Y, además, era eficaz para sobrellevar aquella situación, tanto para sus padres como para mí.

Pero el tiempo pasaba y yo me sentía prisionero de la impaciencia. Y toda esperanza quedaba destruida inevitablemente por el lento caminar del tiempo y, angustiado por la insoportable levedad de mi ser, que veía como el tiempo se me escapaba de las manos, no reparaba nunca en el fin de aquella situación. Pero con la máscara bien ajustada para ocultar la desesperación, sobrellevaba aquellos días de la mejor manera que me era posible, por los padres de Montana y por mí mismo.

Cada semana visitaba la biblioteca local para buscar algún ejemplar que leer a Montana, y tenía decidido que me apetecía leerle algo de Borges, y en un viejo estante iluminado por una tenue luz solar encontré una edición de Ficciones, que no dudé en coger. Al salir de la biblioteca, me crucé con Ruth, que acababa de salir de la facultad. Y como paréntesis a mi realidad, supe que me vendría bien hablar con alguien más en profundidad sobre todo lo que había sentido y pensado. Durante varias horas, estuvimos sentados en la cafetería de siempre, y por primera vez en mucho tiempo, logré dar tregua a todo el tormento que me había azotado desde que empezó todo. Aquella tregua se quebró durante un leve instante que se prolongó casi de manera eterna, cuando recibí una llamada de un número que jamás había visto. Tras el auricular una voz cortada por el llanto, cuyo sentimiento subyacente me era imposible adivinar, me habló a través  del último suspiro que un alma podía expulsar. Montana había despertado del coma.

En aquel momento descubrí que todo había cesado cuando menos me veía inundado por la incertidumbre, y agradecí a Ruth que pudiera hacer que me olvidara de todo. El camino hacia el hospital parecía fundirse con un horizonte que jamás lograría alcanzar, pero llegaría el esperado reencuentro. Montana ya no estaría a miles de kilómetros, volvía a estar junto a mí. Sin embargo, había algo, en medio de aquella ola de dicha por la noticia recién recibida, que no me dejaba estar tranquilo hasta que pudiera ver a mi mejor amigo en pleno estado de conciencia de nuevo. El reencuentro se acercaba, pronto la serenidad volvería a ser mi fiel acompañante, junto a Montana. Pero necesitaba asegurarlo, y durante el trayecto interminable al hospital, nada me parecía certero. 

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⏰ Última actualización: Jul 28, 2020 ⏰

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