CAPÍTULO 2

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El frío contacto del acero al rozar mis muñecas me hacía estremecer. Esposada de manos y pies, me encontraba sentada en la parte trasera de una vieja furgoneta, vigilada bajo la atenta mirada de dos agentes del FBI. Evitando el desprecio de los dos hombres, contemplaba con tranquilidad el paisaje que se deslizaba velozmente por mi ventana, desvaneciéndose en apenas unos segundos. La emoción empezó a crecer poco a poco en mi pecho, presagiando un próximo reencuentro con mi hogar, Washington D.C. Pero la incertidumbre de que me encerraran de nuevo, impidiéndome vislumbrar lugar alguno, devolvía la tristeza a mi corazón, obligándolo a recurrir a la imaginación para apaciguar su dolor. Una segunda inquietud me perturbó, devolviéndome a la cruel realidad, nunca podría volver a casa, aunque lo desease.

El silencio se arraigaba cada vez más en mi interior, permitiendo que mis temores cobraran vida y jugaran con el vacío contenedor en el que se había convertido mi cuerpo. Ni una sola palabra había surgido de mis guardianes para pactar una tregua con la hostilidad, que danzaba sobre mi cabeza acompañada de acusadoras miradas. Era inútil preguntar a dónde nos dirigíamos o qué futuro me tenían deparado, ya que sabía que no obtendría respuesta alguna.

Un repentino pensamiento hizo que todos mis sentidos se pusieran en alerta, guiando al miedo por todas mis venas. Tarde o temprano me exigirían que contara mi historia, una historia llena de verdades ocultas y con una doble dosis de putrefacta realidad.

Dejándome perturbar por el recuerdo de mi pasado, vagué por los callejones de mi memoria hasta hallar el principio de mi condena.

«Al fin he hallado la manera de que me seas útil».

Fueron sus últimas palabras antes de meterme dentro del coche y llevarme al mismo infierno, arrancándome y despojándome de toda la capacidad de decidir por mí misma durante años. Sin ninguna explicación, recibiendo únicamente como respuesta una sonrisa burlona, llena de ansias de poder. Recordaba a la perfección sus oscuros ojos, despojados de humanidad y de compasión, carentes de amor.

Nunca llegué a ver por fuera cómo era el lugar donde estuve recluida durante once años de mi vida, ni conocí todo su interior. Solamente alcancé a vislumbrar todas y cada una de sus asfixiantes celdas, así como todas las salas de tortura que decoraban sus profundidades.

Leales súbditos se entrenaban para complacer a su amo, fieles al creador que les había otorgado una corrompida existencia. Ellos se hacían llamar Bleed, o como los nombraba yo, los soldados vacíos. Esa fue la única información que llegué a sacar de las personas que me tuvieron cautiva durante tantos años. Pero ese saber solo provocó que más dudas acudieran a mi mente, siendo una de las innumerables razones que me impedía conciliar el sueño y poder dormir por las frías noches.

Arrebatar la inocencia a una niña de ocho años fue para ellos tan sencillo como soplar una vela. Un desternillante espectáculo que ensombrece el alma de aquellos seres que son puestos en su camino.

Los primeros meses en ese antro de paredes húmedas y amarillentas resultaron ser los menos agrios. Me pasaba el día encerrada en una habitación con apenas luz, pero gozaba de comida y abrigo. Me sentía siempre observada, controlaban cada uno de mis movimientos, estudiaron todos mis miedos y pensamientos y, cuando tuvieron toda la información necesaria, empezaron un proceso extremamente descabellado e inhumano que nombraban reeducación.

En primer lugar, aprendí a pelear. Me instruyeron en diversas artes marciales y tácticas de lucha, mejorando mi agilidad y destreza. Los métodos empleados siempre eran los mismos, ellos te golpeaban y la cuestión era si decidías defenderte o dejar que te patearan.

Luego me enseñaron a mentir, a analizar a las personas, a romper sus caparazones y descubrir todos sus secretos y debilidades, para, posteriormente, utilizarlos en su contra o hacerles chantaje. Algunas veces, para poner a prueba mis habilidades, me liberaban en un pequeño callejón de mala reputación, rodeada de drogadictos, prostitutas y delincuentes de poca monta. Vigilada desde lo alto de los edificios, tenía que continuar avanzando a pesar de los inocentes obstáculos que confabulaban en mi contra, ajenos a su devastador destino.

EL JUEGO DE LA LLUVIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora