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El sueño hacía trizas mis ojos. Sentía cómo ardían incandescentes, como si hubiera estado mirando directamente al sol, aunque claro, era una sensación que nunca había experimentado, pero imaginaba que tenía que sentirse así. Podía visualizar el color rojizo expandirse por ellos. Los tenía súper irritados. Parpadeé varias veces para intentar hidratarlos, pero no sirvió de mucho. Miré el reloj, las manecillas avanzaban a una rapidez que se me antojaba vertiginosa. Tarde, como siempre, tarde. Resoplé mientras aceleraba el paso, esquivando a los transeúntes que invadían las calles de la ciudad. Desastre era la palabra que me definía. Atisbé la boca de metro y empecé a correr, bajando las escaleras a una velocidad sorprendente hasta para mí, hasta toparme con el torniquete. Palpé mis bolsillos y di con la tarjeta. La pasé por la ranura y las puertas me cedieron el paso. Busqué desesperada por los carteles informativos qué línea debía coger y la encontré con facilidad. Por una vez en la vida, parecía que el universo estaba de buenas conmigo y me ayudaba. Seguí con mi carrera desbocada, estaba a punto de llegar ya, escuché el ruido del tren al pararse. Un poco más, venga, me alentaba ya que sentía la boca seca y con sabor metálico. Escuché conversaciones entrecortadas, una dulce melodía que se desprendía de una guitarra y volaba por las paredes, el ladrido de un perro-guía, las fuertes pisadas de la gente al avanzar presurosas. Di un último impulso, me adentré en el vagón justo cuando las puertas comenzaban a cerrarse. Suspiré mientras cogía asiento y trataba de calmarme.

Miré por la ventana, como solía hacer, para entretenerme con los actos cotidianos. Me encantaba observar los pequeños detalles, inventar historias de las distintas personas que veía, soñar despierta. El tren arrancaba, y justo cuando abandonaba el andén, en el último instante algo captó mi atención. Mi mirada se quedó petrificada, sentí un extraño escalofrío recorrer mi cuerpo y mi mente comenzó a maquinar cosas sin mi permiso. El trayecto llegó a su fin antes de lo previsto. Me sorprendí cuando me di cuenta de que ya había llegado a mi parada. Me levanté como un resorte y salí de allí. Me adentré en la pastelería más cercana y compré una pequeña tarta de trufa y nata. Con eso valdría. Seguí vagando por allí, perdiéndome entre las callejuelas, hasta llegar al portal. Ya podría vivir en un barrio que no fuera un puto laberinto. Llamé al porterillo y esperé a que me abrieran. Subí por las escaleras hasta la segunda planta, donde mi amiga me esperaba con los brazos cruzados y cara mustia.

— Anne, ya te vale, ¿no?

— ¿Llego muy tarde?

— Solo te digo que hace una hora que terminó la fiesta.

— Lo siento, Eva. Te lo compensaré, te lo prometo.

Me acerqué a mi amiga y le planté un beso sonoro en la mejilla mientras la abrazaba como pude. Ella no reaccionó, ni me devolvió el abrazo. Seguía cabreada. Genial.

— Feliz cumpleaños, te traigo esta tarta —la miré mientras ponía ojos de cachorrito y cara de puchero—. ¿Me perdonas?

Suspiró y me dejó entrar. Fuimos hacia el salón, donde reinaba el desorden. Había botellas por todos lados, migajones de comida por aquí y allá. Las ventanas estaban abiertas y entraba un aire fresco que ventilaba el salón. De repente apareció otra figura con escoba y recogedor en la mano.

— ¡Annecita! ¿Estás bien? ¿Te pasó algo?

La joven la miraba preocupada y aliviada a partes iguales.

— Estoy bien, Mai, no os preocupéis. Me quedé hasta tarde escribiendo el artículo que debía entregar y me quedé dormida hasta hace poco—dejé la tarta en la mesa y me giré levemente para pedir disculpas de nuevo a la cumpleañera—. Prometo que no volverá a pasar.

— Ya, ya. No es la primera vez que lo dices, Anne. Llegar tarde es tu especialidad. Tienes suerte de que te quiera mucho, sino hace tiempo que te hubiera desterrado de mi vida.

— Anda a la mierda, Eva.

Las tres prorrumpieron en escandalosas risas. A pesar de esos roces, ambas amigas se querían demasiado como para que el enfado durase largo tiempo.

— Chicas, tengo algo importante que contaros.

— Dispara, Annecita.

Carraspeé, dejando la copa de vino que acababa de servirme sobre la mesa mientras reordenaba mis pensamientos.

— Creo que...—me detuve para contemplarlas.

— ¿Sí? —Maialen estaba nerviosa, expectante por lo que pudiera salir de mi boca.

— Anne, desembucha —exigió Eva, quien no aguantaba la espera.

— No os riais de mí, pero creo que me he enamorado.

— Pero maitia, eso es una buenísima noticia. ¿Quién es la sardinita afortunada?

— Es un reflejo. Me he pillado de un reflejo.

Tu ReflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora