Salió el sol. Tras una noche brumosa las calles de Ritterburgo descansaban tranquilas y sosegadas. Con los primeros cantares de las aves se abrían las ventanas desde las que varios rostros somnolientos bostezaban perezosos.
Egil se estaba lavando la cara. Acostumbraba a levantarse muy temprano. O no pegar ojo por la noche. Agarró el trozo triangular de cobre bruñido que utilizaba como espejo, y tras de si alcanzó a ver como algo oscuro se movía. No le importaba, ya estaba acostumbrado. Egil meneó sus cabellos entre sus dedos una y otra vez, desenredándolos y ordenándolos continuamente. Le gustaba parecer limpio, no como a la mayoría de angrieffs. No le gustaría parecerse a un angrieff. Bajó las escaleras, ya vestido, para desayunar pan, queso y. Egil desvió su atención a la despensa, sacó una naranja y la exprimió sobre una jarra de madera lo mejor que pudo. Pan, queso y zumo de naranja.
La madera crujiendo bajo sus pisadas le recordó que debía, si no apuntalar, engrasar de nuevo varias tablas del suelo. O algún día se partiría la crisma. Cuando llegó al salón se sentó frente a la ventana mientras se trenzaba el pelo. La calle en la que vivía Egil era bonita, tranquila y fresca. Tres cosas extrañas en Ritterburgo. Fuera esporádicamente pasaba alguien atravesando el arco calle abajo, apresurado o atareado. Todo el mundo solía ponerse nervioso esos días, aunque por la hora que era (calculaba que habría pasado un buen rato desde Prima) la mayoría estarían dormidos, despertándose o tirados por algún callejón.
Así que Egil salió a dar una vuelta. Aquellas veces, en las horas previas al recuento y la marcha, a Egil le gustaba pasear por la ciudad. Había visto mejores, difícilmente igualaba a París o Roma, pero Ritterburgo transmitía mucha paz. Cuando estaba vacía. La primera vez que la exploró recordó aquellas menciones a los jardines colgantes de Babilonia. Todo donde posabas el ojo tenía algo de verde. De entre los muros de piedra asomaban flores y enredaderas. Las palmeras se alzaban aprovisionando de sombra los rincones y prácticamente cada pocas calles habían árboles llenos de azahar y naranjas. Como en Isbilia.
Los mirdcenses se parecían mucho a una sociedad antigua. Eran arcaicos para la guerra, para la vida y para la religión. Veneraban a la naturaleza, tanto que no frenaban su paso por la ciudad, no negaban su existencia entre la urbe que habían levantado. Y era curioso, cualquiera pensaría que hacer aquello dificultaría el desarrollo, pero acotando algunos riachuelos que pasaban por la ciudad crearon una suerte de alcantarillado sin saberlo. Si bien Egil había aprendido algo de los mirdcenses, estaba lejos de conocer toda su historia. No parecían un pueblo antiguo, de hecho sabía a ciencia cierta que encontraron estas tierras cuando dejaban otras atrás, así que no debían de haber pasado aquí más de dos siglos, creía él. La ausencia de templos y lugares de culto era notable. Nada de iglesias, mezquitas, panteones u oráculos. De hecho, por cada iglesia en Milán hay un cuartel en Ritterburgo.
Y es que, eran sorprendentemente arcaicos, y sorprendentemente pragmáticos a la hora de construir, racionar y urbanizar. A Egil le recordaba al trazado romano, con casas francesas y tabernas germanas. Egil se rio cuando, al comprar una manzana, recordó que ya hacía más de un año que no tenía monedas en su faltriquera, o al menos no en la de diario. "Tres cosas pueden delatar a un mirdcense: El color de su vestimenta. Su habilidad en las armas...Y la ausencia de monedas en su bolsa". Sí, este pueblo no usaba monedas. Malditas piedras. Piedrecitas de colores para comprar una manzana. Egil pasó años y años ganándose la vida por un par de sous, ahorrando libras de plata. Para acabar en un lugar donde solo aceptaban piedrecitas. Magnífico.
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Crónicas de Ritterburgo
RandomPopurrí de historias varias que vivió Egil en su estancia en Ritterburgo, la ciudad mirdcense.